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Columna
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El grifo y la llave

Lluís Bassets

La nueva Rusia de Vladímir Putin está acostumbrándose a resolver los problemas con la mano en el grifo del gas y del petróleo. En invierno especialmente, cuando hay que calentar los edificios batidos por el viento polar de las llanuras ucranias y bielorrusas. Así impone su orden en el territorio de su viejo imperio y enseña los dientes a la Unión Europea, sin la advertencia previa que cabría entre socios y buenos vecinos. Es cierto que las pésimas relaciones entre la Polonia de los gemelos Kaczynski y el Kremlin han contaminado a la entera UE, que no pudo renovar en diciembre el acuerdo de cooperación entre Bruselas y Moscú por el veto de Varsovia. Pero Moscú cabalga a pelo sobre los precios de la energía, como lo hacen la Venezuela de Chávez o el Irán de los ayatolás. Algún día la historia les pasará la factura de su mal aprovechamiento de los beneficios del petróleo y del gas, como en alguna medida ha empezado a sucederles a buena parte de los productores árabes. Pero de momento la nueva geopolítica traza sus líneas de fuerza con estas armas, que no son tan letales como las del terrorismo pero pueden atacar el sistema de vida europeo todavía con mayor eficacia destructiva.

Las debilidades de Europa ante los manotazos de este gigantón energético son evidentes. No hay una política europea de la energía y tardará tiempo en haberla, aunque la presentación ayer del esperado paquete de propuestas de la Comisión Europea sea todo un encomiable aunque bien insuficiente esfuerzo. Los europeos hemos retrocedido en cuestión energética a una etapa equivalente a un momento muy anterior al Tratado de Roma (del que, por cierto, vamos a celebrar ahora bajo presidencia alemana el 50º aniversario). Entre 1914 y 1939 aproximadamente, es decir, cuando la producción del carbón y del acero y el control de las regiones minerosiderúrgicas eran motivo de rivalidad nacionalista, rearme y confrontación bélica. Dependemos, en primer lugar, de unos vecinos poco fiables. Tenemos, además, modelos distintos y obsoletos, generados por los clásicos estados nacionales, que oscilan entre la liberalización y el estatismo en todas sus gamas y son incompatibles unos con otros. Estamos, encima, anclados en el rechazo a las centrales nucleares en un mundo emergente que vira hacia este tipo de energía a una velocidad mayor que la producción de ideas europeas sobre qué hacer con ella. Hay actualmente 31 reactores nucleares en construcción en el mundo, de los que sólo tres en países de la UE: Bulgaria con dos reactores y Finlandia con uno aplican así la doctrina de que cada uno haga de su capa un sayo, que ayer mismo recibió la bendición de la Comisión. En cabeza está India, con siete, seguida de Rusia con tres y China con cuatro. El resultado es que Europa lleva camino de convertirse en una isla de débil potencia nuclear en un mundo de creciente nuclearización.

Pero la mayor debilidad es política y afecta ahora a la energía como en otros momentos ha afectado a otras áreas. También las torpes maneras de un supergigante como Estados Unidos ante el terrorismo pillaron a la UE sin capacidad de respuesta en política exterior y en defensa. Y, como se ha visto, no hay término medio entre avanzar y retroceder. El impulso centrífugo siempre tiene más fuerza que el esfuerzo centrípeto. Es una ley de la naturaleza que ningún destino marcado en los astros va a modificar. Si la UE no consigue arbitrar urgentemente un sistema para decidir las cuestiones más candentes dejará de contar y finalmente de existir. Ahora es una confederación inmovilizada por un derecho de veto de todos y cada uno de los países, por pequeños que sean, como ha sucedido con la oposición de Polonia al acuerdo con Rusia o con la actitud de Chipre frente a Turquía.

Si se quiere desembarrancar la política energética, antes hay que conseguir que los 27 adopten el sistema de votación previsto en la Constitución actualmente aparcada por las consultas con resultado negativo de Francia y Holanda. Mientras no se aligere el sistema de voto, con Constitución o sin ella, la UE tendrá las manos atadas y seguirá hundiéndose en su incapacidad para decidir. Ésta es la llave que debe encontrar Angela Merkel en su presidencia semestral de la UE. Sin ella no habrá política energética. Tampoco unas nuevas y más equilibradas relaciones transatlánticas. Ni siquiera una buena política de vecindad con Rusia. De hecho, cuesta creer que la UE pueda aguantar sin nuevas y peores crisis el propio calendario propuesto por Alemania que aplaza la aprobación de la Constitución hasta finales de 2008.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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