Primavera en Santiago
Polvo y ceniza, para que no pueda ser profanado su cadáver, es lo que queda del tirano. Su cuerpo, para tantos chilenos ya corrompido en vida, no podrá ser profanado. Su alma será juzgada por quien corresponda, pero lamentablemente, el desalmado general que se hacía rodear de estampitas de la Virgen en su arresto londinense, consiguió evadirse de la justicia terrena. Muerto él, no se acaba la rabia contenida por sus crímenes. Al contrario, somos muchos los que lamentamos que la pretensión de jueces como Garzón se viera dificultada por fiscales como Cardenal y Fungairiño.
La muerte de Pinochet me ha devuelto un recuerdo siempre presente desde que en 1976 visité Chile enviado por la Federación Internacional de Juristas Católicos: el recuerdo de sus víctimas.
Viajé a Chile para palpar las asfixiantes denuncias de muerte, tortura y desapariciones que eran vida cotidiana en el régimen de Pinochet.
Era el día del Corpus de 1976. Fui a misa, después paseé alrededor de La Moneda en actitud de silencioso manifestante. Era la expresión impotente de mi admiración emocionada por la vida y, sobre todo, por la muerte del presidente Allende.
Desde La Moneda acudí a la Vicaría de Solidaridad. Allí, en aquel Chile sometido, el cardenal Silva Enríquez era quien trataba de hacer verdad la bienaventuranza para los que sufrían "persecución por causa de la justicia".
Mientras tanto en el hotel Crillón, la policía secreta DINA registraba nuestras habitaciones sin disimulo alguno: maletas rotas, ropas tiradas por el suelo... Dos agentes con aspecto de facinerosos delincuentes nos dijeron en el pasillo que ese tipo de asaltos sólo les ocurre "a quienes visitan Chile para ayudar a los enemigos de la patria". Nos amenazaron, nos insultaron y nos expulsaron del país.
En la semana que estuve en Chile con otros dos abogados, recibimos 150 testimonios manuscritos y firmados de torturas y desapariciones. Intentamos visitar los campos de concentración pero nuestros deseos se vieron entorpecidos por la actuación de unos soldados que nos echaron del lugar cuando nos acercábamos al campo de Tres Alamos. Nuestra intención de visitar el norte del país para conocer de cerca los horrores de los que teníamos noticia también se vio truncada con una desafiante amenaza: si salíamos de Santiago, podríamos desaparecer. Conocimos la apoteosis de la arbitrariedad jurídica en el decreto ley 521 por el que se creaba la DINA que declaraba secreto el contenido de varios de sus artículos.
El presidente de la Corte Suprema, Izaguirre, nos recibió envuelto en un armazón de cinismo ofensivo e hiriente. Nos manifestó su tranquilidad ya que Pinochet le había garantizado "en secreto" que todas las personas desaparecidas "habían sido detenidas".
Hasta que fuimos expulsados, respiramos la certeza maloliente de que una cuadrilla de traidores salvapatrias estaban acabando con la dignidad, la independencia y la libertad de un pueblo. 60.000 personas habían estado detenidas; continuaban presos 5.000 chilenos por motivos políticos; escalofriantes y generalizados sistemas de tortura como electricidad en órganos genitales, obligar a ingerir los propios excrementos, lanzamiento de personas desde aeronaves, violación de mujeres por perros adiestrados...
Tanta maldad y envilecimiento organizado me han ayudado a querer y a buscar en Chile el calor de muchas personas gélidas de dolor. Desde 1976 quise ser chileno de adopción sin más título que el cariño que profeso a aquella otra patria.
Quizá el pueblo de Chile sepa, no por justicia sino por generosidad, perdonar a sus verdugos. Las palabras sin ira de la presidenta Bachelet -"memoria, verdad, justicia"- son homenaje a todos los que murieron; a Pablo Neruda, que no pudo soportarlo, a Víctor Jara, a Orlando Letelier, a Carlos Prats y a una interminable lista de muertos y desaparecidos.
Las declaraciones de la presidenta Bachelet, hija de víctima y víctima directa del terror, han sido generosas y templadas, pero han de servirnos para rebelarnos contra el olvido. No podemos olvidar que Pinochet fue un militar traidor. Traicionó a Salvador Allende y a su país, de mano de la CIA, para implantar un régimen político que asesinó, torturó e hizo desaparecer a miles de compatriotas. No podemos olvidar que Pinochet fue un militar cobarde que llegó a fingir demencia senil para no comparecer ante la justicia. No podemos olvidar que Pinochet fue un militar ladrón que robó a su pueblo para enriquecerse personalmente y así lo acreditan las numerosas cuentas corrientes descubiertas en el extranjero. Su habitual capa de vampiro y sus siniestras gafas negras son complementos adecuados a su alma.
Al morir Pinochet, muchos queremos recordar a sus víctimas. Recordar a Salvador Allende y aquella oración laica que hoy resuena en Chile como profecía cumplida, y que emitió Radio Magallanes otro 11-S, el 11 de septiembre de 1973: "Queden ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor".
Ha vuelto la primavera a Santiago. Por eso, la presidenta Bachelet nos hace recordar que las nobles creencias siempre prevalecen y se imponen sobre el odio, el crimen y el rencor.
Los procesos sociales no se detienen ni con el crimen, la amenaza y la tortura. La muerte de este malhechor es una especie de veredicto de la historia a todos los dictadores y liberticidas: "Podréis cortar todas las flores pero no podréis detener la primavera".
José Bono ha sido presidente de la comunidad de Castilla-La Mancha y ministro de Defensa.
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