El día en que me anunciaron
Almodóvar ha conquistado todo tipo de premios: Oscar, Goya, César Ahora suma uno más a su carrera: el Príncipe de Asturias de las artes. Lo recogerá el próximo viernes. El cineasta nos cuenta en este texto, con su humor habitual, cómo vivió el anuncio del nuevo galardón
"La vejez no es una batalla, sino una masacre". La sentencia pertenece a Philip Roth acerca de sí mismo y de un libro que Mondadori está traduciendo y que yo espero como agua de mayo. Aunque tenga más de veinte años menos que él, las palabras de Roth me impactaron como si me las dedicara exclusivamente a mí. La entrevista que estaba leyendo en un periódico continuaba así: "Nuestros cuerpos nos impulsan a traicionar a los demás". (Pensé en todas las ocasiones en que mi cuerpo había traicionado a otros cuerpos, y sentí un oscuro peso exento de culpabilidad). "Hasta que nos traicionan a nosotros mismos".
Mientras leía, profundamente impresionado por las palabras de Philip Roth (suelo hacer al menos dos cosas a la vez; hubo una época en que era capaz de hacer tres o cuatro), yo estaba haciendo las maletas para volar al día siguiente al Festival de Cannes. Y tenía un problema con el esmoquin, por una de esas traiciones de nuestro propio cuerpo: el esmoquin que había utilizado dos años antes no me entraba.
En esas estaba: rumiando sobre la muerte y un esmoquin demasiado estrecho, cuando recibí la llamada de mi hermano: "Me han filtrado que puedes ser el Príncipe de Asturias de las artes", me dijo excitado. "¿Qué significa que puedo?". Yo me había olvidado de que mi nombre era uno de los 49 candidatos a esa categoría (Gracias, Gonzalo Suárez; gracias, Garci, por proponerme y defenderme como jabatos. Para que después digan que el director de cine es un lobo para los otros directores de cine). "Que oficialmente no se anuncia hasta mañana, pero en todas las redacciones suena tu nombre como favorito", continuó mi hermano, "y eso significa que te lo van a dar a ti. Te lo digo para que te vayas preparando algo". "¿Algo como qué?", pregunté desconcertado. "No sé. Algo tendrás que decir, supongo".
Después de hablar con mi hermano me lancé sobre el ordenador, la filtración ya aparecía en los periódicos digitales. Todos me daban como favorito, lo cual era un modo de decir que al día siguiente, después de la rueda de prensa de la Fundación Príncipe de Asturias, la noticia sería confirmada. Leí los nombres de varios de los candidatos y la verdad es que, exceptuando un compositor de ópera-rock (cuya obra ha sido tan dañina para la ópera como para el rock), pensé que el resto se lo merecía más que yo.
Una hora después, más o menos, me llamó el presidente de la fundación para confirmarme que me había sido concedido el premio y para felicitarme por ello. Estos momentos, cuando mi hermano me puso en aviso y cuando recibí la llamada de José Ramón Álvarez Rendueles, presidente de la fundación, son los que recuerdo con más alegría. Una alegría muy mía, que por un instante me hizo olvidar las palabras de Philip Roth y la estrechez de mi propio esmoquin.
Pocas horas después, al día siguiente, llegaba al aeropuerto y me reunía con las actrices de Volver que me acompañarían a probar fortuna en el Festival de Cannes. Me sorprendió el revuelo de cámaras y alcachofas hambrientas a mi alrededor. Afortunadamente, no soy carne de paparazzi, pero allí estaban todos para felicitarme por este premio y por la Palma de Oro del Festival de Cannes. Yo les dije que la Palma no se concedía hasta el final del festival, y que lo decidía un jurado internacional, pero mi explicación no les convenció, la interpretaron como un gesto de humildad y me volvieron a felicitar por el futuro premio de Cannes, que, como yo ya sabía, estaba prácticamente en el bote.
La travesía en el avión hasta Niza me ayudó a reflexionar sobre mi situación de premiado; hasta el momento sólo había balbuceado lugares comunes. Tenía que profundizar algo más, en el premio y en su significado.
Por alguna razón que desconozco, dentro de un avión consigo un nivel de concentración que no consigo en ningún otro lugar. Muchas ideas, que después he desarrollado en mi cine, se me han ocurrido mientras volaba.
Para situarme un poco, eché un vistazo en Internet a los premiados de otras ediciones en mi misma categoría.
Y encontré que, además de Woody Allen, al cual se lo habían concedido en 2002 (y que aprovechó para decir maravillas de Hable con ella), había otros dos de los cineastas españoles a los que siempre he reconocido como mis maestros: Berlanga y Fernán-Gómez. En ellos se encuentran mis raíces, además de Buñuel, Edgar Neville, Mihura y los sainetes de Arniches, aunque en mis últimas películas haya evolucionado a universos más sombríos y personales. Cosas de la edad, supongo, o de mis problemas para conciliar el sueño.
Leyendo la lista de los premiados, también encontré significativo que yo fuera el primer artista que procedía de las alcantarillas del underground madrileño de principios de los ochenta, ese periodo que todo el mundo reconoce bajo el nombre de "la movida". Quiero pensar que mi premio incluye a muchos de los artistas que vivieron y crearon en la noche y el delirio de aquellos años de nuestra incipiente democracia.
Cuando te anuncian que vas a recibir un premio importante, tus preocupaciones se resumen en dos: en qué traje te vas a meter y cómo vas a agradecer el premio, el discurso. Del traje había decidido que se encargara Armani, así que empecé a preocuparme en qué consistiría mi discurso. Dudaba sobre el tono y el contenido. O sea, dudaba de todo, con bastante anticipación, porque faltaban cinco meses para que se llevara a cabo el evento. Evidentemente, tendría que hablar de mí como cineasta. Hasta que me arranco, hablar de mi profesión, en principio, me da bastante pereza. Entonces recordé el discurso de J. M. Coetzee cuando le concedieron el Nobel de literatura. No leyó un discurso propiamente dicho, sino un relato titulado Él y su hombre sobre su primera lectura de Robinson Crusoe y el descubrimiento de un intruso, Daniel Defoe, a quien llamaban autor de la historia, circunstancia que a Coetzee desconcertaba, porque quien le contaba su historia era el propio Robinson Crusoe.
No quiero compararme con Coetzee, pero yo acababa de escribir un relato, en tono de monólogo, bastante autobiográfico y triste, que ocurría en los años de gloria y disparate en que me formé como director, los años ochenta.
No se titula Yo y mi hombre, pero podría haberse titulado perfectamente así.
Me entraron unas ganas tremendas de leerlo e interpretarlo en la futura ceremonia de Oviedo. El relato hablaba de mí como amante y como director, y de cómo entre todas las historias que he contado nunca he sabido narrar (aunque lo haya intentado varias veces) una que probablemente sea la que más me ha afectado. No tengo la talla, el misterio ni el talento del escritor surafricano, con respecto a él sólo soy un insignificante, pero me atraía, en una entrega de premios, leer la historia de dos fracasos, tan personales como inadecuados para la ocasión. Justamente eso era lo que me atraía, lo inadecuado, la travesura.
Afortunadamente, en el mismo vuelo deseché la idea. No venía a cuento. A veces no hay mayor arrogancia que la de hablar de los propios fracasos, y sólo hubiera conseguido alimentar tontamente mi fama de enfant terrible.
Si me decidía a hablar del hecho de fabular, de la estrecha relación entre lo ficticio y lo vivido, de mis orígenes, tendría que remitirme inevitablemente a mi madre. Y eso ya lo había hecho en la investidura de doctor honoris causa de la Universidad de Cuenca. Podía hablar del universo femenino que llena mi filmografía y de la relación con todas las mujeres que me rodearon en la infancia. Del patio manchego como sanctasanctórum femenino (y del río donde mi madre y sus vecinas lavaban y tendían la ropa, frente a mis ojos arrobados porque aquello era una verdadera fiesta, donde ellas cantaban y contaban historias tremendas que para mí eran a la vez vida y ficción).
Podía hablar de mis primeros años en Madrid, en los que compartí casa con una íntima amiga, la cual me inspiró todos los personajes femeninos que poblaban mis películas
de los ochenta, porque, como muy bien dice Marc Cherry, el guionista-inventor de la serie americana Mujeres desesperadas, "... si un guionista puede captar la verdad que se esconde detrás de una sola mujer, puedes captar lo que se esconde detrás de millones de mujeres".
Pero todas estas cábalas fueron innecesarias porque (después nos hemos enterado, y me he quitado un gran peso de encima porque esta semana salgo para América y vuelvo justo para ir a Oviedo, con lo cual no habría tenido tiempo de preparar nada) el encargado del discurso de agradecimiento es el escritor galardonado con el premio de literatura este año, mi adorado Paul Auster.
Y nadie como Auster para hablarnos de lo que significa dedicar tu vida a tirar del hilo que sobresale de la madeja, tupida de realidad y ficción,
de anhelos y recelos, de misterios y epifanías.
Ya sólo tengo que preocuparme de no desbordar el traje de Armani, que a día de hoy me queda como un guante.
Ver www.egeda.es/eldeseo/ y www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/almodovar.
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