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Tribuna:DEBATES DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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Ciencia, sardinas y certeza

A las personas de cierta edad no les costará recordar que, no ha mucho, el pescado azul se consideraba por graso menos saludable. Actualmente los célebres omega 3 de cadena larga -ecosapentanoico, docosopentanoico y docosahexanoico- han convertido jureles y caballas, anchoas y sardinas, bonito y pez espada, su hígado y su aceite, en un factor protector de las enfermedades cardiovasculares de primer orden. A esta situación hemos llegado gracias a los precursores estudios de los esquimales de Groenlandia, cuya baja incidencia de infartos llamaba la atención puesto que consumían una dieta muy rica en grasas, de manera que tal vez fueran distintas estas grasas y las que incrementaban el colesterol. Desde entonces, muchas otras investigaciones han apuntado en la misma dirección, a pesar de algunos resultados discordantes que no han impedido convertir el otrora presunto exceso dietético en medicina profiláctica.

No hemos de esperar de la alimentación más de lo que puede ofrecer, que no es poco
El consumo de grasas omega 3 no tiene un efecto claro sobre la mortalidad

Es posible, pues, que algunas personas mayores sigan remisas a las recomendaciones sanitarias, recordando las descalificaciones que los médicos dedicaban al pescado azul. Y escépticas a lo que perciben como bandazos de la ciencia, las oscilaciones del péndulo que, como en otras áreas de la vida social, afectan también a la medicina. Es una actitud que muchos sanitarios no dudarían en calificar de ignorante, cuando no retrógrada, ajena al progreso y propia de pusilánimes. Pero la distinción entre la pusilanimidad y la prudencia es muy sutil, de forma que la reciente revisión de los riesgos y los beneficios de las grasas omega 3 publicada en el Bristish Medical Journal, devuelve la razón, al menos en parte, a los presuntos reaccionarios.

Lee Hooper, de la Facultad de Medicina, práctica y política sanitaria de la Universidad East Anglia de Norwich, encabeza la relación de autores del trabajo, entre los cuales se reconocen prestigiosos catedráticos de Epidemiología, como Shah Ebrahim, de la London School of Higiene and Tropical Medicine de Londres, o de Medicina Social, como George Davey Smith de la Universidad de Bristol.

Después de seleccionar entre más de 15.000 artículos 48 estudios experimentales controlados (con cerca de 37.000 participantes) y 41 estudios de seguimiento de cohortes (con más de medio millón de personas supervisadas entre 4 y 25 años) concluyen que el consumo de grasas omega 3 de cadena larga y corta no tiene un efecto claro sobre la mortalidad total, ni tampoco sobre la incidencia de acontecimientos cardiovasculares o cáncer.

Aunque no rechazan las recomendaciones actuales de las autoridades sanitarias británicas dirigidas a estimular el consumo de pescado azul por parte de la población general y particularmente a aumentar la ingesta en los pacientes que han sufrido un infarto de miocardio, proponen que esta recomendación sea sometida a una supervisión periódica. Valoran que probablemente no sea adecuado aconsejar un consumo elevado de grasas omega 3 por parte de las personas que padecen angina pero no han sufrido un infarto, ya que, a pesar del supuesto efecto antiarrítmico, también pueden propiciar arritmias, particularmente en pacientes que sufren taquicardias ventriculares. Habían observado que la arritmia era un efecto más frecuente entre quienes consumían suplementos de omega 3.

No hay duda de las muchas ventajas que aportan a la nutrición estas grasas, componentes de la estructura de las membranas de las neuronas y otras células del organismo, y que tienen un papel en la producción de moléculas tan importantes como las citoquinas de la respuesta inflamatoria. En particular en el caso de las mujeres gestantes y las madres que amamantan a sus hijos. Como tampoco la hay en que su exceso sea dañino, lo que recordaba el profesor Emilio Herrera en el último simposio internacional de bioquímica perinatal que cada dos años organiza la Fundación Ramón Areces en Madrid.

Desde el punto de vista de la salud pública son pertinentes otras consideraciones. Por un lado, la contaminación de mares y océanos por dioxinas y otras moléculas similares o el metil-mercurio, que la cadena trófica concentra en los depredadores. Además, conviene recordar la precaria situación de los caladeros naturales, esquilmados por las agresivas capturas que todavía no compensa la acuicultura y, desde luego, los conflictos entre pescadores y pescateros con potenciales repercusiones sobre el consumo.

Pero volviendo al meollo de la cuestión -la suficiente justificación científica de las recomendaciones sanitarias- hay que reconocer que las fluctuaciones del saber no son raras. La ciencia, contrariamente a las creencias, proporciona explicaciones provisionales, abiertas siempre a nuevas revisiones que, si bien a menudo redundan en complementos y profundizaciones, pueden más raramente suscitar cambios radicales en la perspectiva de comprensión de los fenómenos.

Lo que no significa, desde luego, renunciar a las aplicaciones del conocimiento científico. Al fin y al cabo es el único conocimiento reproducible del que disponemos. Pero tampoco es razonable ignorar sus limitaciones y abrazar sus hipótesis con la fe de los crédulos o con la inconsciencia de los temerarios.

Distinguir entre la intrepidez y la temeridad, como predecir el pasado, es más fácil a posteriori, cuando ya no hay remedio. En el ámbito de la prevención, cuyo propósito no es curar una enfermedad sino evitar que aparezca, parece más atinado penalizar la temeridad y estimular la prudencia, aunque a veces se confunda con la pusilanimidad, porque el balance entre beneficios y perjuicios es más estrecho que en otros casos. Baste recordar el llamado tratamiento hormonal sustitutivo para no seguir cerrando los ojos.

Panacea sigue siendo esquiva, lo que no es extraño. Dar con una solución simple a un problema complejo es excepcional, si no milagroso. Por ello y aunque sabemos mucho más ahora sobre alimentación y salud que en tiempos de Aristóteles, sus consejos, desarrollados por los higienistas medievales siguen siendo de utilidad: comer lo más variado posible y ni demasiado ni insuficiente. Y desde luego no esperar de la alimentación más de lo que puede ofrecer, que no es poco.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona (asegura@ies.scs.es)

Las sardinas  protegen de las enfermedades cardiovasculares.
Las sardinas protegen de las enfermedades cardiovasculares.CARLES RIBAS

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