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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Por qué no vuelven

Javier Marías

Como ya he comentado aquí alguna vez, no es que yo vea cine español frecuentemente, y la culpa es, en gran medida, del exacerbado patriotismo de nuestra prensa y de nuestros críticos. Hace ya años que decidieron que tenía que haber varias obras maestras nacionales cada temporada, y, en el desconcierto sobre cuáles serían, optaron por ensalzar casi cualquier película. Si uno les hiciera caso, habría en nuestro país unas dosis de talento sólo comparables a las que circulaban por Hollywood en los años cincuenta, cuando allí trabajaban regularmente Hitchcock, John Ford, Billy Wilder, Anthony Mann, Otto Preminger, Joseph Mankiewicz, Huston, Stanley Donen, Minnelli, Fuller, Richard Brooks, McCarey y Orson Welles de tarde en tarde, por mencionar sólo a unos pocos. La realidad es otra, para mi gusto, y la mayoría de las veces en que me animo a ver una supuesta genialidad española, me encuentro con una cosa meramente lánguida, o cursi, o sandia, o pretenciosa, o chorras, o zafia, o bien con una copia de algo mucho mejor hecho hace tiempo y que, con el analfabetismo cinematográfico de las generaciones semijóvenes y la voluntaria desmemoria de las veteranas, nadie reconoce como tal copia (ha sido notable el caso de una de esas "obras maestras" recientes, que casi calcaba la atmósfera y los personajes de The Innocents, del inglés Jack Clayton, adaptación de La vuelta de tuerca, de Henry James, con Deborah Kerr en el papel de Nicole Kidman, y titulada en España en su día, absurdamente, ¡Suspense!). Así que uno acaba escarmentado y haciéndoles pagar el timo a todos.

"Todos soñamos de vez en cuando con nuestros muertos"

Por eso quizá sea justo que, habiendo despotricado en más de una ocasión contra ese cine patrio sobrevalorado, señale una gran película cuando creo ver una, como Volver, de Almodóvar. No es la única que me ha gustado en el último decenio. Por lo menos hay tres más: Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, de Agustín Díaz Yanes; En construcción, de José Luis Guerín; y una que, si no me equivoco, y a diferencia de las anteriores, no gozó de tanto reconocimiento por parte de la crítica ni de los premios: Al sur de Granada, de Fernando Colomo.

Hace una semana hablé aquí de la antigüedad de los fantasmas, a propósito de una cita del Evangelio de San Lucas. A lo largo de los siglos no fue rara la creencia en esos seres que se resistían a dejar el mundo y no encontraban descanso más allá de la muerte. Hoy casi nadie cree ya en serio en ellos. Algunos lo fingimos un poco, más que nada para no desacreditar un género literario que sí que ha dado obras maestras. Otros los mezclan con los esoterismos varios que están de moda, pero quienes abrazan todas las creencias exóticas o anómalas de la historia (desde el horóscopo hasta las leyendas templarias), suelen ser individuos desnortados, ignorantes y escépticos que en realidad no creen nada y van probando. Volver es un relato de fantasmas y lo es hasta el final, porque pese a las explicaciones habidas en el penúltimo tramo, que todo lo ponen en su racional sitio, el regreso de la madre de Raimunda y Sole sigue funcionando como un encantamiento y sigue perteneciendo a la esfera de las fantasías, de lo improbable y lo portentoso. Si esta película conmueve tanto, a la vez que divierte y "cae en gracia" de principio a fin, es posiblemente porque habla con toda naturalidad de los fantasmas domésticos, que son los más buscados en los sueños, el único territorio en el que de verdad se aparecen.

Todos soñamos de vez en cuando con nuestros muertos. Los vemos con nitidez, oímos su risa, hablamos con ellos, y la representación es a veces tan vívida que, como dijo Milton en su soneto sobre su esposa muerta, es el día el que, al despertarnos, nos devuelve a nuestra noche constante. Existe una dimensión fantasiosa de la vida, que en modo alguno está reñida con la racional excepto si las dos se confunden, y en aquélla cabe imaginarlo todo, hasta lo sucedido efectivamente, que, desde mi punto de vista, sólo es real del todo cuando además se lo ha imaginado, es decir, cuando también nos lo hemos contado como si fuera un relato. Es esa doble dimensión, la de lo vivido-imaginado, la que explora la película de Almodóvar: en ella todo es normal y sin aspavientos, casi costumbrista, se presenta un mundo de mujeres habituadas a salir adelante ante las peores situaciones, con energía y pragmatismo improvisados, hay muchas así en todas partes. Y sin embargo, sin merma de esa normalidad, les ocurre algo extraordinario, algo fantástico o que como tal es vivido, y que es incorporado en el acto, sin contradicciones ni dificultades, con vitalismo casi, a la laboriosa existencia del día a día. Por eso deja un eco en el espectador, por eso resuena en la memoria, porque invita a fantasear, a imaginar lo vivible y a vivir lo imaginable, y a preguntarse lo que todos nos preguntamos de vez en cuando, algo ensoñados, al pensar en nuestros muertos: ¿Qué haríamos si volvieran? ¿Dónde los meteríamos? ¿Qué querríamos saber ahora de ellos? ¿Qué opinarían? Qué nos dirían. Por qué no vuelven.

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