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Columna
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De las golosinas al opio

Dos cárceles en Afganistán son noticia. En Bagram, las condiciones de vida son aun más duras que las de los reclusos en el tristemente célebre Guantánamo porque a las terribles medidas disciplinarias, malos tratos y torturas se suma la miseria e insalubridad de sus instalaciones. En la cárcel de Kabul, talibanes y miembros de Al Qaeda se han amotinado en contra de la imposición de un uniforme carcelario que dificulte las frecuentes fugas. La mera existencia de una prisión como la de Bagram -o Guantánamo- hace un gravísimo daño a la guerra contra el terrorismo. No porque irrite al ejército de hipócritas que critican Guantánamo y aplauden las mazmorras de La Habana o denuncian Bagram y jalean al terrorismo o proponen planes de convivencia con el mismo. Sino porque, al permitir elevar a categoría lo que, por frecuente que sea, es anécdota, presta un terrible servicio al enemigo en su lucha contra la superioridad moral que de hecho ostentan las democracias que combaten al terrorismo en sus diversas formas.

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Pero además del obvio daño que provoca la violación de los derechos humanos a una campaña para defenderlos, Afganistán nos revela otros factores paradigmáticos de una nefasta actitud en la autodefensa de las sociedades democráticas contra su peor enemigo desde el hundimiento del nazismo y el comunismo. Son la falta de autoridad y de medios, la mezquindad en objetivos y recursos, la impotencia para el sacrificio. Si Bagram parece una prisión medieval es porque no llega el dinero que los líderes de las democracias ofrecen ante las cámaras en las conferencias de donantes y niegan después en los despachos. Si los presos de Kabul pueden amotinarse es porque no hay medios para mantener el orden en una prisión donde están muchos de los peores enemigos del Estado. Las dos cárceles son síntomas de la situación general en Afganistán, donde el papel vergonzante de los europeos y el lento pero imparable agotamiento de los norteamericanos en sus varios frentes amenazan con sepultar el impulso esperanzador de la derrota de los talibanes y de los innegables avances en la construcción de estructuras de un Estado si no de Derecho, sí reglado.

No hay dinero para combatir al terrorismo y desecar su caldo de cultivo por el mismo motivo que no hay tropas suficientes para llevar a cabo esta misión que requeriría una actitud mucho más decidida y ofensiva contra los enemigos del Estado que son los señores del opio con su liderazgo social, económico y político. No hay medios materiales y humanos porque no hay voluntad política. Hace tiempo que el mundo sabe que la máxima aspiración de los ejércitos de la OTAN en Afganistán es salir de allí ilesos. Así las cosas, todas sus misiones son simbólicas. Muchos destacan últimamente a las tropas españolas como las más disciplinadas en acatar la orden de "ni un lío, ni una acción, ni un herido". Pero la actitud es general. Excluido el uso de las armas para cambiar la realidad, salvo para defensa propia, la máxima es pasar inadvertidos hasta que se pueda estar ausentes. Salvo en el caso de los americanos y los británicos, que incrementan ahora su contingente. La ilusión de los europeos de evitar a toda costa conflictos para granjearse un trato de favor del enemigo es el auténtico cáncer de la credibilidad y convierte las iniciativas de seguridad occidentales en triste sarcasmo. Asistimos, aquí también, a una poco edificante carrera de ansiosos de una paz por separado. Y el enemigo ya nos conoce.

Nadie parece ya dispuesto a intervenir, según los planes iniciales, para liberar al país de la tiranía del opio. Haría falta dinero, tropas y la voluntad de utilizarlas en algo más que dirigir el tráfico o repartir golosinas. No hay. En la Europa continental parece haberse impuesto definitivamente la convicción de que no existe nada en absoluto por lo que merezca ni remotamente la pena luchar. La percepción de la amenaza no existe. Es por ello previsible que, si todo sigue igual, las tropas se retiren en los próximos años, pretendiendo haber cumplido. Los norteamericanos darán por perdido el país para concentrarse en amenazas más urgentes. Los talibanes elegirán buen lugar donde instalar la pica con la cabeza del presidente Karzai. Y allí servirá de escarmiento y advertencia a todos aquellos que puedan tener algún día la tentación de colaborar con Occidente en la lucha por sus principios y la libertad.

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