Flores de estación
Hace 55 años, yo tenía siete y era lo bastante ganàpia (adoro este adjetivo catalán: grandullona, quiere decir) para resultar ridícula, yendo, como iba, en brazos de mi madre. Pero aquella mañana de un 19 de febrero apenas me estaba reponiendo de una noche mal dormida en casa de parientes, sin ella y con asma; y mi madre me había recogido para asistir a la boda de una prima. Recuerdo con la detallada memoria de la infancia, que es como un sello estampado en el olfato, en la retina y en la piel, la exacta textura del día frío y soleado, de la luz que atravesaba los ramajes desnudos de los plátanos de la Rambla, y que caía con benevolencia sobre la gente que, vestida con ropas oscuras, (predominaban colores tan foscos como la época y los ánimos), se dirigía a la misa temprana. Algunas mujeres llevaban ya la mantilla negra puesta. Y eso no nos sorprendía. Quizá yo misma cubría mi cabeza con una mantillita blanca, privilegio de las menores.
El olor de aquella mañana: a primavera adelantada. Los puestos de venta de flores de la Rambla reventaban de ramas de almendro. Era la primera vez que las veía, y tal vez porque los tiempos eran sórdidos, a mí me parecieron espectaculares.
He vuelto a ver ramas de almendro en las floristerías de la Rambla, y las he juzgado más escuálidas que aquellas que admiré en mi niñez, quizá porque ahora no sólo yo, sino todo en general, la potente realidad del consumo, es más grandullón, y los dones de la naturaleza se ven empequeñecidos. Sin embargo, no es sólo eso. Tal vez lo que les ocurre a los pobres almendros es que guardan su tamaño de siempre, pero ahora tienen que competir con el gigantismo vacío de las flores sin aroma ni pedigrí que resultan de la producción masiva. Esas carnosidades uniformes, ese desfile de colores inapropiados de rosas y clavellinas y margaritas convertidas en ingredientes de cretona para el decorado interior de una sensibilidad adocenada.
De joven, en otoño, en la Rambla, solía comprarme un ramito de violetas que la florista prendía a mi solapa usando uno de esos alfileres con cabecita de perla, los mismos que, cuando era niña, se usaron para coronar con mantillas nuestras testas pre-liberadas. Seguí haciéndolo mientras pude: cuando vivía en Madrid y regresaba a mi ciudad en otoño, prenderme un manojo de violetas, respirar su aroma y pasear por la Rambla era una forma de recuperar el pasado y sus silencios, tan propicios a la recepción de ecos superpuestos.
Y el otro día, caminando entre flores anestesiadas, teñidas y reducidas a cursis ramilletes (entre los que destacaba, de vez en cuando, el destello realmente cálido de un ave del paraíso), vi violetas y me apresuré a comprar un ramito. Antes de prenderlo en mi ojal comprobé, desalentada, que las violetas ya no huelen a violetas, al menos fuera de estación. Ergo, el mundo es un asco. Y, verdaderamente, en muchos aspectos (pero la producción masiva de flores, piense yo lo que piense, procura el sustento a mucha gente), el mundo apesta.
En este preciso momento, cuando acabo de escribir apesta, releo este artículo, recupero los aromas de aquella mañana de febrero, idealizada sólo porque está en el pasado, y gracias a eso los brotes de almendro se han convertido en un recuerdo más grato y frondoso; así como el aroma del cuello de mi madre, su vaho de pan caliente.
Y me detengo aquí. Porque quizá sea mi olfato el que, también, ha sido anestesiado por el uso y abuso de memorias y tópicos. Es propio de las cercanías del cumpleaños (sobre todo cuanto más avanza el calendario) que la melancolía se apodere de una y la tentación del pasado se materialice en mullidas metáforas.
Recuerda, Maruja: sabañones hasta en las orejas, el olor de la húmeda miseria, el frío aliviado con hojas de papel de periódico bajo la camiseta. Pero hemos llegado hasta aquí.
Al demonio con la peste del mundo y el aroma de las flores de antaño. He bajado a la calle, y en la floristería he encontrado las de temporada: tulipanes rosados y amarillos, anémonas. Sendos ramos flanquean mi ordenador, que de repente parece una ventana abierta al único tiempo que poseemos. El ahora.
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