"Estaba preparada para irme con las manos vacías"
Las galletas de la suerte que le tocan a Isabel Coixet (Barcelona, 1962), las famosas fortune cookies de tanto predicamento en Estados Unidos, parecen haberse confabulado con terquedad en contra de la cineasta: "Cada vez que me como una me toca el mismo mensaje, que siempre elijo el camino más difícil", asegura. En eso la delatan sus películas, que desde Cosas que nunca te dije y A los que aman hasta Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras son prueba de que esta mujer viva y frágil, sensible y arriesgada, no se conforma jamás con mirar ni caminar con sus gafas entre blancas y naranjas, sus amplios pantalones de campana y sus zapatos negros por territorios trillados.
Si Coixet representa algo dentro del cine español es riesgo y modernidad, discurso y humanismo, además de una persistente obcecación por romper fronteras. Fue algo que quedó de manifiesto el domingo con La vida secreta de las palabras, producida por El Deseo, de los hermanos Almodóvar, y protagonizada por Tim Robbins y Sarah Polley, una película que derribó en la gala de los Premios Goya algunos prejuicios más en la industria española. Coixet deshojó la margarita del éxito a última hora, cuando todas las favoritas -Obaba, Princesas, Siete vírgenes y la suya- estaban prácticamente empatadas y se llevó la gloria a casa al ganar cuatro galardones: mejor película, dirección, guión y diseño de producción, para Esther García.
"Siempre me ha fascinado cómo el ser humano consigue sobrevivir a un pasado y rehacer su vida"
"Este trabajo no tiene idioma, ni fronteras. ¿Cuál es la nacionalidad de las películas? La del cine"
"Rodar en una plataforma petrolífera no es una buena idea. Es un lugar grasiento"
"Me asombra que las víctimas que han sido objeto de abusos y han sobrevivido a ellos sientan vergüenza por seguir vivas"
No es habitual que una obra española rodada en inglés triunfe entre los académicos, aunque tampoco es una rareza porque ya Fernando Trueba, con El sueño del mono loco, y Alejandro Amenábar, con Los otros, desguazaron ese tabú. La película de Coixet ahonda en esa visión abierta y cosmopolita de su arte, rasgo fundamental para definir lo que es un creador contemporáneo con mayúsculas. "Este trabajo no tiene idioma, ni fronteras. ¿Cuál es la nacionalidad de las películas? La del cine", aseguraba Isabel Coixet el lunes de madrugada, hacia las tres, cargada con las imponentes cabezas del maestro Goya bajo sus dos brazos.
Estantería nueva
Comprará una estantería nueva y más consistente que las que ya tiene instaladas en su casa de Barcelona, más que nada para que resistan el peso, porque esta artista insólita y comprometida con su tiempo va camino de hacer una gran colección de goyas, ya que a los de ayer Coixet suma otro conseguido por el guión adaptado de Mi vida sin mí, su fascinante primera obra maestra. Aquella película que enfrentaba de una manera fría y desnuda ante el espejo de la muerte a su protagonista, estaba iluminada por el rostro de Sarah Polley, que como Tim Robbins se encontraban ausentes de las candidaturas de este año a mejor intérprete, en lo que es un auténtico despropósito con resquicios pueblerinos de la Academia. "No es el momento de comentar eso", decía ayer Coixet, con elegancia. "Ellos ya han ganado sus premios, parece que tiene algún sentido que no se les seleccionara para esto. Pero lo importante ha sido la entrega que han puesto para su trabajo, que Tim, sin conocerme de nada, se implicara hasta el fondo en el proyecto. Todo ha salido tan bien gracias a ellos", afirma.
Ellos, los dos protagonistas de esta aventura de personajes, "a los que gusta que les dejen en paz", como dice uno de los lobos solitarios que rodean esta historia de amor, son los héroes crepusculares de un tiempo al que le ha tocado sufrir demasiadas atrocidades. Un tiempo que está a expensas de oleajes inciertos, como los que mide el oceanógrafo idealista autoexiliado en la plataforma petrolífera o que encuentra una metáfora perfecta entre la alegría y la tristeza con la comida, como le enseña el cocinero al que da vida Javier Cámara -candidato a mejor secundario- a la protagonista.
La vida secreta de las palabras es una película oscura y sin más patria que la de unas almas desguazadas, esas que lo mismo caminan por Madrid que por Bilbao o por Belfast, los tres lugares del rodaje. "Son tres sitios dispares pero no se nota la diferencia, algo que me gusta mucho". Sólo se identifica en las imágenes, a veces entre misteriosas y futuristas, de este filme desolador lo que es el refugio al que todos van a parar: una plataforma donde algunos de ellos recalan por tiempo indefinido, como el director de la instalación, que no tiene ninguna gana de volver a tierra firme porque allí, dice, se marea. "Rodar en una plataforma petrolífera no es una buena idea", asegura Coixet. "Los productores decían qué bien, qué ilusión, qué bonito, pero no olvidaremos el día que vino un viento de esos infernales y se llevó medio equipo de iluminación. Es un lugar grasiento y no pensado para el cine".
Demasiada vergüenza
En las tripas de ese monstruo metálico que vomita humo y fuego reposa Josef (Tim Robbins) de un accidente que le ha quemado el cuerpo y que le obliga a quedar a expensas de los cuidados de Anna (Sarah Polley), una mujer que no le quiere confesar su nombre, ni su país, ni el color de su pelo. Quizá porque todo le causa demasiada vergüenza, quizá porque sobrevive demasiado obsesionada con cambiar su pasado con una existencia sin mobiliario y a base de pollo, arroz y medias manzanas. "Siempre me ha fascinado cómo el ser humano consigue sobrevivir a un pasado que permanece ahí y rehacer su vida", cuenta Coixet.
Un dolor que consigue transmitir, pero que jamás será comparable al que sienten las verdaderas víctimas de crímenes contra la humanidad: "Por más que suframos viéndolo, con nuestras palomitas o nuestro Kit-Kat en una sala de cine, jamás será igual que el que han sufrido ellos. Me asombra que las víctimas que han sido objeto de abusos y han sobrevivido a ellos, como ocurrió con las del Holocausto, es que sientan vergüenza por haber seguido vivos".
Antes de la ceremonia del domingo había regresado de Estados Unidos, donde La vida secreta de las palabras ha conseguido un gran éxito en el Lincoln Center de Nueva York y en el Festival de Sundance, donde conoció a uno de sus ídolos, el guionista y director Sam Sheppard. "Me dijo que los diálogos eran muy buenos. Así que si no hubiera ganado ningún Goya, eso habría bastado para consolarme", afirma.
Podía haber ocurrido cualquier cosa y la emoción del final de la ceremonia no cayó ni pese a los esfuerzos de sus responsables por dormir al personal con una gala soporífera. "El que más me ha sorprendido es el de mejor película, creí que si nos daban el de la dirección repartirían el otro. Pero ha sido todo muy abierto, yo había venido preparada para irme con las manos vacías".
Va cuajando sus proyectos, pero todavía no sabe bien qué hará después. Ha terminado un episodio de Je t'aime, una película coral en la que también han participado Walter Salles, los hermanos Coen y Gus van Sant y que narra diferentes historias de amor en París. "La presentaremos en Cannes y va a quedar muy bien, ya veréis", anuncia. También tiene entre manos un documental. "Una historia producida por Javier Bardem sobre la enfermedad de chagas", comenta, una epidemia conocida como la enfermedad de la pobreza con 10 millones de infectados en el mundo según la OMS. Pero también tiene ganas de hacer una comedia, sencillita, que le dé un respiro y la arranque de los pozos negros por donde ha transitado en sus dos últimos trabajos. "Ojalá pueda hacer eso", asegura con una esperanza que le hace levantar las cejas.
Babelia
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