Parece mentira
Hace 100 años desapareció el imperio español. Hace 70, España ensayó la forma republicana y terminó en guerra y dictadura. Hace 30 años, la dictadura dio paso a la democracia, y en cinco años se aprobaron leyes constitucionales básicas: la Constitución, la Ley Electoral, la Ley del Tribunal Constitucional, el Estatuto Vasco y el Estatuto de Catalunya. La arquitectura política fundamental no ha variado desde entonces. Lo único que probablemente ha ocurrido es un cierto desgaste de los materiales, en este caso, de los conceptos.
Hace tan sólo unos días, en Barcelona, se reunían representantes de 25 Estados europeos y 10 mediterráneos no europeos. Bajo presidencia británica y ejerciendo España de anfitriona. Parece mentira. Mentira cómo las cosas cambian y mentira lo que tardan en cambiar.
No es probable que volvamos atrás. Pero para avanzar hay que asumir que se expresen francamente las reservas y que de algún modo el pasado vuelva y se proyecte en la pantalla de nuestra memoria de forma a veces amenazadora.
Repasemos, pues, nuestros recuerdos, sin ánimo vindicativo. Simplemente, para combinar unos recuerdos con otros, para completar y equilibrar el asalto de la memoria al presente.
La España que había enfrentado a castellanos y catalanes, y a la España profunda con Madrid y Barcelona, generó en 1939 un exilio extraordinario, muy singular.
No se entiende la estabilidad cierta de los últimos 25 años sin la forzosa, pero profunda y genuina, amistad entre catalanes y castellanos, vascos y gallegos, andaluces y asturianos, forjada fuera de España, mayormente en el exilio americano.
Parece como si el castigo de la dictadura hubiera obligado a los díscolos pueblos de España, expulsados del aula peninsular, a reconstruir un lenguaje educado y común fuera de ella.
En México y en Argentina, el exilio unió a los Trías con los Jiménez de Asúa, a los Gordón Ordás con los Pi Sunyer, a José Bergamín y Arturo Soria con Joan Oliver y los Ayguadé. La tragedia propició que Bosch Gimpera fuera rector en la Universidad de México después de haberlo sido en Barcelona, y llevó a Carmen Zulueta, hija de Luis de Zulueta, nacido en Barcelona y embajador de la República ante el Vaticano, a ser profesora en la City University of New York, y todavía hoy, a sus 90 años, es activa escritora de una correspondencia incisiva, brillante; en un castellano propio y certero, casi inexistente ya.
Parece mentira que aun después de haberse unido en el exilio y la derrota -en una derrota dignísima- esos vivos y aquellos muertos, catalanes y castellanos y vascos, conservadores y progresistas, progresistas como Carmelo Soria, asesinado por Pinochet, y liberales como su hermano Arturo, fundador de la Federación Universitaria de Estudiantes (FUE) y colaborador de Jaumet Miravitlles en la Comisaría de Propaganda del Gobierno de la Generalitat del 36 al 39...; parece mentira, digo, que todos ellos, unos y otros, republicanos y nacionales, no hayan hecho suficiente sacrificio ni pasado pena bastante para haber redimido a España de sus pecados.
Parece mentira que Machado repose en Colliure, en la Catalunya francesa, junto a miles de catalanes, y nadie haya entendido que ese destino trágico nos une, a castellanos y catalanes, más que mil proclamas. Parece mentira que no se entienda que la muerte de Walter Benjamín en Port Bou, perseguido por la Gestapo por ser judío, es un drama europeo que, sucediendo aquí, nos implica y hace partícipes de la suerte de Europa.
Parece mentira que la muerte violenta de Lorca y su amistad con Dalí en Cadaqués no hayan unido para siempre Andalucía y Catalunya.
Parece mentira que se olvide que Lluís Companys, presidente legítimo de la Generalitat de Catalunya, fue asesinado por orden de Franco tras un juicio sumarísimo, en Montjuïc, y que tan sólo hace un año que un Gobierno español democrático se dignó honrar su memoria, en la persona de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega.
Parece mentira que la izquierda española y catalana sean todavía sospechosas de volver a las andadas. Y más mentira parecería aún que una parte de la izquierda española participara de ese temor.
Pero sobre todo parece mentira que los incontables motivos de amistad profunda que esa digna y dramática historia ha tejido en España entre catalanes y castellanos, entre demócratas, entre ciudadanos de un país cuyo Rey ha hecho de la reconciliación un lema y un arte, que todo eso, digo, no baste para que la España de la desconfianza haya bajado banderas y aceptado que es una nación de naciones, como defendió mejor que nadie Anselmo Carretero, también exiliado en México y asiduo a los Congresos del PSOE, donde defendía sus ideas a las tantas de la madrugada.
Es cierto que hay un cruce de trayectorias entre la España reducida en 1898 a mera península y la Catalunya que en ese mismo momento, el del Modernismo, se lanzaba hacia delante en todos los campos: en el arte, en la industria, en la educación...; también en la política. Pero en ese momento, la Institución Libre de Enseñanza y la innovación educativa de Giner de los Ríos es seguida de cerca por Josep Pijoan, al tiempo que Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí casan el Sur con Catalunya.
Parece mentira que tantos años después estemos todavía bregando con las mismas incomprensiones que entonces se empezaron a franquear.
Parece mentira que tantos años después de la Iglesia española del cardenal Tarancón se oigan de nuevo las mismas reservas de entonces.
Algo huele a enmohecido en ciertos rincones del centralismo español más cerril. Sin duda, los catalanes podemos haber contribuido a aventar esos efluvios desde un catalanismo todavía inseguro de su propia unidad y de su capacidad para mantener una apuesta federal de mano tendida a los pueblos de España.
Pero si el 89% de los diputados catalanes dice que Catalunya es una nación en el seno del Estado español, tras 25 años de navegación democrática y autónoma; si comparten en distintos grados la consideración de España como un Estado de carácter federal y una nación de naciones, en sintonía con el federalismo castellano; si lo hacen tras haber dado a la firmeza ante el terror y al afecto por el pueblo vasco pruebas de una calidad incomparable, como la de Ernest Lluch, ¿qué otras garantías de rigor y hermandad hay que dar para que en el resto de España se entienda que no queremos romper sino unir, que nosotros no queremos irnos sino quedarnos, salvo algunos que al socaire de tanta incomprensión y tanto rebrote de españolismo excluyente no descartan que se les eche?
Cuando en el Senado dije que la misma emoción que sienten muchos españoles al oír el nombre de España, la sentimos muchos catalanes al oír el de Catalunya, sin excluir un sentimiento de profunda emoción y pertenencia para con el nombre de España, el presidente de Cantabria contestó con gracia incomparable que a él "le ponían" igual Cantabria que España.
A nosotros, no. A nosotros esos dos conceptos, Catalunya y España, nos emocionan de manera distinta, pero no incompatible. Es más, a la mayoría de los catalanes de hoy nos une, con acentos distintos, la convicción común de pertenecer a una nación de naciones.
Y ese sentimiento, como el de Revilla, tiene cobijo en una Constitución que habla de (tres) nacionalidades (históricas) que en el pasado plebiscitaron sus Estatutos y abre la puerta a que otros territorios, en sus Estatutos, inexistentes aún en 1979, pudieran denominarse nacionalidades. Como así hicieron Aragón, la Comunidad Valenciana, las Baleares y las Canarias. Y ahora hará, probablemente, Andalucía.
Se creó así esa curiosa dualidad de tres nacionalidades constitucionales (de la Constitución que Aznar no votó precisamente por eso, por ellas) y de cuatro (o más) nacionalidades estatutarias.
Por cierto que el Estatuto gallego de 1936, según me contaron recientemente, lo escribió el abuelo de Mariano Rajoy. Espero que el nieto siga el camino del abuelo y participe activamente en la reforma del Estatuto gallego actual. Reforma promovida por un presidente gallego que no oculta su simpatía por la España-nación-de-naciones. Y espero que Piqué no se oponga frontalmente al Estatuto votado por el 89% del Parlamento de Catalunya.
Ni Catalunya ni España pueden hacerse solamente con la mitad más uno. Ni el Estatuto vasco ni el catalán, ni el andaluz tampoco, ni en origen ni en Madrid.
Mientras el PP siga prisionero de la tentación de volver al pasado de algunos de sus líderes más conservadores, en realidad innovadores arriesgados de un nuevo fundamentalismo (de raíces americanas, por cierto), este país no acabará de asumir su pasado con tranquilidad y de encarar abiertamente el futuro.
Hoy, en España, gracias a unos y a otros, el Estado ha soltado lastre y la economía crece tres veces más que en Europa. En la UE somos un valor seguro en medio de las tribulaciones de unos y otros en torno a la nueva Constitución de la Unión. Planteamos iniciativas razonables en el Atlántico y en el Mediterráneo: la Alianza de las Civilizaciones y el espacio euromediterráneo.
El 27 y el 28 de noviembre, como decía al principio, ese espacio euromediterráneo formado por 25 países más 10, se ha reunido en Barcelona. Hace 10 años lo hicieron sin efectos. Pero ahora todo parece más maduro en Turquía, Israel y Palestina; no tanto aún en el Magreb. Pero al menos, en el Magreb, España no juega a dividir, como antes, sino a unir.
Estamos lejos aún de regular y asumir razonablemente la presión inmigratoria de África (como de Asia y América). Pero es más fácil aproximarse a la solución de ese problema hablando con los países africanos que volviéndoles la espalda.
Nunca antes, desde 1898, desde el punto más bajo en la caída del imperio español, había España llevado la cabeza tan erguida y la cara tan limpia.
Ahora, si en Madrid no pierden los papeles y si catalanes y vascos actuamos como lo estamos haciendo, no sólo en la izquierda, sino también en el campo nacionalista de Mas e Imaz, este país, después de los indudablemente 25 mejores años de su vida moderna, va a poner las bases de otros 25, mejores todavía, con garantías, mirando al futuro y a los hijos y nietos, y no sólo al pasado, a los padres y abuelos.
Pasqual Maragall es presidente de la Generalitat de Cataluña.
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