El arte del arraigo
La literatura como vocación, destino, red de sitios intermedios, técnica para ir de un entusiasmo a otro, y para conjugar otras grandes pasiones: el cine, la música y las artes plásticas. Sergio Pitol (nacido en 1933), sólo tratándose de política, deja de ser estrictamente literario porque allí la emoción es el punto de vista, razonado y consecuente, pero militante. En lo demás, a la literatura le confía el registro de su paso por ciudades y experiencias y seres maravillosos en cualquiera de las acepciones del término maravilla. Ejemplo: El tañido de una flauta (1972), una gran novela, donde el exilio interior, el fracaso, la síntesis de las admiraciones culturales, responden a la obsesión literaria que todo lo convierte en el capítulo de la gran novela que se vive mientras no se llega a la escritura, que se escribe para conocer más adecuadamente la densidad de lo vivido.
Si de algo tiene miedo el Pitol escritor es de agotar su caudal de entusiasmos
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El viajero en la tierra, el título de Julien Green, es el adecuado al describir esa perenne necesidad de nuevos paisajes, museos, cafés, calles, personajes únicos, ropas que en otro sitio serían disfraces. Si de algo tiene miedo el Pitol escritor es de agotar su caudal de entusiasmos. Maestro de ceremonias de los personajes límite, Pitol cree en trascender la norma, en ir más allá de lo admitido por el buen gusto o el decoro o la prisión de los gestos o la censura íntima del discurso. A los personajes que le apasionan, si no son excéntricos totales, los desquician sus lecciones de abismo. Son, sí, seres comunes y corrientes, pero su realidad admite el cultivo de las singularidades. Eso es La Falsa Tortuga en El tañido de una flauta, eso es el culto a lo más íntimo y más desagradable olfativamente del ser humano en Domar a la divina garza, eso es Marieta Karapetián en El viaje, la mujer que al oír un fragmento coprofílico evoca un culto antiguo a las potencias del vientre.
Inspirado por una noción: la clave de cada persona es un secreto que de tan fragmentado nunca deja de serlo, Pitol, en una larga etapa de su narrativa, atraviesa por las atmósferas de la desesperanza, con relatos tensos, donde el repertorio a la disposición de los personajes, y del lector, se compone de escenarios asfixiantes que aclaran las vidas a la luz del incumplimiento de las promesas, o a través del regocijo intelectual y sensorial ante un cuadro o una sonata.
En cuentos y novelas, Pitol recorre países, ciudades, psicologías excéntricas o convencionales, exilios en la ciudad natal o en paisajes asiáticos, pasiones contrariadas, armonías que se desprenden de la música y de la pintura, pesadillas que desembocan en laberinto del humor satírico, creadores, literaturas. A su trilogía carnavalesca integrada por El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, la dominan la precisión, la riqueza verbal, y un poderoso sentido del humor muy en deuda con el cine de Lubitsch y con la literatura satírica inglesa, del Dickens del club Pickwick a Edna O'Brien.
En El arte de la fuga, colección de ensayos, relatos, diarios, fragmentos de memorias, ires y venires entre la invención de atmósferas y personajes y la memoria de las obras maestras, Pitol despliega la variedad de sus dones, en un largo viaje temático donde aparecen la Venecia de los años sesenta, los mundos literarios de diez o doce países, los trazos paródicos, la pintura europea, el anhelo de comportamiento civilizado, las amistades, los zapatistas del EZLN en San Cristóbal de las Casas, José Vasconcelos, Antonio Tabucchi, las evocaciones dolorosas, la hipnosis...
¿Cómo me explico el éxito creciente de la obra de Pitol, en la recepción crítica y en el entusiasmo del circuito oral? Por sus virtudes prosísticas, desde luego, y por la lucidez regocijada de su pensamiento y su creación de personaje. Sergio Pitol lo expresa en uno de sus paseos por la autobiografía: "La pasión por la lectura y la antipatía a cualquier manifestación del poder definen la identidad entre quien soy y quien fui entonces". Y más adelante agrega: "Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios". Pero si se es como Sergio Pitol, uno es también la conversación incesante con lectores nunca desconocidos del todo, nunca lo suficientemente escudriñados. En el tiempo del autoritarismo que se resiste con furia a desaparecer, Sergio Pitol opta por el más democrático de los diálogos, el que se establece sobre una página y a lo largo de un libro. Mientras otros insisten en desordenar el caos, un escritor hace el recuento de haberes culturales y nostalgias plenas, y notifica lo obvio: el arte del viaje es también el arte del arraigo.
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