Milagro en África
Khayelitsha es un lugar de esperanza en Suráfrica, el país con mayor número de infectados de VIH. En un centro de acogida en la provincia de Western Cape, Médicos Sin Fronteras ha emprendido un proyecto clínico con la terapia antirretroviral que da la vida a personas resignadas a morir sin tratamiento. Una historia con futuro en vísperas del Día Mundial del Sida.
Un hospicio de enfermos de sida es donde la gente va a consumirse hasta morir. En Suráfrica, el país con mayor número de infectados de VIH / sida del mundo (6,5 millones de personas, de las cuales 600 mueren cada día), los hospicios son una industria en auge. Pero el hospicio en el que me encuentro, situado en Khayelitsha, un inmenso y paupérrimo asentamiento de la provincia de Western Cape, es un lugar de esperanza. Aquí, a las personas que se habían resignado a una muerte dolorosa se les ofrece la oportunidad de resucitar.
En el hospicio se celebra la primera sesión de apoyo con ocho pacientes seleccionados para iniciar la terapia antirretroviral (ARV). Este tratamiento es todo un lujo en África. Una cura milagrosa. Tanto como un trasplante para un enfermo de corazón en Tejas. Pero en Tejas, al igual que en cualquier otro punto del Primer Mundo, el tratamiento con ARV es algo rutinario para la población seropositiva. Una enfermedad que ya es sólo crónica -y en gran medida asintomática- en Europa y EE UU, sigue siendo mortal en África.
Estamos en una sala amplia, vacía salvo por un círculo de sillas donde los asistentes al grupo de apoyo permanecen callados, el silencio roto por un televisor que desde un rincón emite un culebrón local a quien nadie presta atención. Ésta es una reunión importante. El grupo de apoyo continuará reuniéndose una vez por semana durante al menos el primer año de tratamiento, tal vez durante lo que les quede de vida. Para que el tratamiento sea un éxito, el apoyo y la solidaridad son casi tan importantes como la medicación. El éxito, con todo, parece muy lejano para estas personas. Es de esperar que veamos algunos progresos más adelante, cuando el tratamiento empiece a surtir efecto; pero por ahora están débiles y demacradas, y tienen la cabeza en otro sitio. Todas ellas padecen lo que en Occidente se conoce por sida en estado avanzado.
La persona que dirige la reunión, insufla energía y modera a los asistentes es Neliswa Nkwali, una cuidadora profesional. Al comenzar, Neliswa, una mujer fuerte e imperiosa, pide a las personas del círculo que se presenten y hablen de su estado de salud.
Son siete mujeres y un hombre tan terriblemente delgado que la piel de su rostro se estira sobre los huesos de la mejilla y la mandíbula. Todos hablan en xhosa, uno de los 11 idiomas africanos oficiales en Suráfrica. De vez en cuando le pido a Neliswa que me traduzca algo de lo que se está diciendo, pero en cada una de las breves intervenciones hay tres palabras cuyo significado y relevancia no se me escapan. Una es "diagnosticado"; las otras dos son el nombre de un mes y un año. "Abril de 2002", "diciembre de 2001", "junio de 2003", "octubre de 2000", palabras grabadas tan indeleblemente en su memoria como si las hubieran visto escritas en sus lápidas.
Una mujer muy joven que se está quedando sin pelo dice que fue violada. Así es como se contagió. Otra mujer de más edad, envuelta en una manta -helada de frío, a pesar de que estamos en verano-, empieza a contar su historia, luego se derrumba y solloza compulsivamente. Neliswa me explica que la mujer -utilizando una expresión muy repetida en Suráfrica cuando sale el tema del sida- "se niega a admitirlo". "Su corazón no puede aceptar que es seropositiva, pero sabe que ha sido diagnosticada". A su lado se sienta otra mujer, Pretty Fisher. Pretty abraza a la mujer que llora. Es la única paciente del grupo que ya ha empezado el tratamiento con ARV. Está aquí para ayudar a los demás tanto como para ayudarse a sí misma. Pero cojea mucho cuando camina y sus piernas tienen muy mal aspecto. Padece sarcoma de Kaposi. Con valor, en lo que es una muestra de lo mucho que se ha reconciliado con su condición, se sube los pantalones y me enseña qué es el sarcoma de Kaposi. Hinchadas hasta doblar su tamaño normal, sus piernas están tan en carne viva, con ampollas de los tobillos a las rodillas, que parecen haber sufrido quemaduras de tercer grado. Asegura a sus compañeros de grupo que hace un año estaba mucho peor.
Igual que Neliswa. Dura como una roca -siempre dice la última palabra y su autoridad nadie cuestiona-, pero de la que sabes que tiene un corazón de oro. Físicamente también es fuerte. Hombros anchos, brazos fuertes, piernas robustas. "No voy a consentir ninguna tontería una vez empecéis el tratamiento", les advierte. "Tenéis que seguir todas y cada una de las instrucciones. Debéis tomar vuestras pastillas en el mismo orden y exactamente a la misma hora, todos los días, sin excepción. Si no, en vez de poneros mejor podríais empeorar". Después, con un gesto de amenaza forzada que en realidad amaga una sonrisa, añade: "Seré fuerte y firme con vosotros porque quiero que seais como yo".
La mitad de las pacientes del grupo había escuchado hasta entonces como si estuviera pensando en otra cosa. Lo más probable es que así fuera. Pero al oír esas palabras, sus ojos se abrieron de par en par y sus orejas se tensaron de forma casi perceptible. "Yo misma fui diagnosticada en 2000 y he estado en tratamiento antirretroviral desde 2003", explica Neliswa. "Estaba mucho peor que cualquiera de vosotros. Y también más delgada. No tenía fuerzas para hablar, ni siquiera para ponerme de pie. Tenía tres CD4 antes de empezar con los ARV. Ahora tengo 889". Toda la energía concentrada en este círculo de personas tan enfermas estalla en un grito ahogado colectivo. Puede que sus mentes y cuerpos estén medio idos, pero, a diferencia de otras personas mucho más sanas y educadas que ellas, conocen la importancia del nivel de CD4.
El doctor Gules van Cutsem me lo explica más tarde en una de las tres pequeñas clínicas de Khayelitsha donde se dispensa el tratamiento con ARV. Me cuenta que el nivel de CD4 sirve para medir lo avanzada que está la enfermedad. "Es el recuento de las células blancas, el grueso del sistema inmunitario humano; es decir, las células que ataca el VIH. Un adulto sano tiene más de 500. Por debajo de 200 eres vulnerable a todo lo que hay ahí fuera. Por debajo de 50, tu esperanza de vida es de seis meses si no tomas los ARV".
De hecho, el nivel de 200 CD4 es el punto de referencia por debajo del cual la infección del VIH pasa a considerarse sida. Es también el principal criterio médico utilizado por la clínica del doctor Van Cutsem para determinar si una persona puede empezar el tratamiento con ARV. Si tienes más de 200 no puedes.
Van Cutsem, un belga de 31 años de edad, trabaja para Médicos Sin Fronteras (MSF). Dirige desde septiembre de 2003 la concurrida clínica de VIH / sida del prosaicamente llamado Sitio B de Khayelitsha, el polvoriento centro comercial del asentamiento. MSF se estableció aquí tras obtener el Premio Nobel de la Paz en 1999. En mayo de 2001 empezó a administrar el tratamiento con ARV, la primera iniciativa de este tipo no sólo en Suráfrica, sino también en todo el continente africano.
MSF eligió Khayelitsha por tres ra-zones: por la gravedad de la situación, con 50.000 personas seropositivas (el 27% de la población con edades comprendidas entre los 15 y los 50 años); porque fue la provincia surafricana de Western Cape la que alumbró la Campaña de Acción por el Tratamiento -un movimiento extraordinariamente comprometido, formado en su mayor parte por personas seropositivas, que tiene como objetivos aumentar el grado de conocimiento de la población sobre el VIH / sida, desafiar a la industria farmacéutica y sacudir al Gobierno del Congreso Nacional Africano (ACN) de su letargo respecto a una pandemia que ya por entonces era, y sigue siendo, la causa principal de muerte en Suráfrica-, y porque el gobierno provincial de aquel momento estaba dispuesto a ser el primero en poner en marcha un proyecto clínico cuyo propósito es facilitar a los pobres el acceso al tratamiento con ARV.
No obstante, debido a la falta de una política nacional y de un suministro gubernamental de los ARV en los primeros años, MSF se vio obligada a pagar los fármacos a precio de mercado. Como me contó la española Marta Darder, coordinadora de campañas de MSF en Suráfrica desde enero de 2002, "empezamos comprando las pastillas en la farmacia local. Al principio pagábamos unos 2.000 dólares por paciente y año. En enero de 2002, la importación de versiones genéricas de los ARV fabricadas en Brasil redujo el precio en un 80%. En 2005 se han puesto a la venta otros medicamentos genéricos, en su mayoría procedentes de India y Suráfrica. La competencia entre fabricantes de genéricos, sumada a un plan de suministro del Gobierno, ha hecho bajar el precio de los medicamentos hasta los 168 dólares por paciente y año, una cifra asumible para Suráfrica, el motor económico del continente. MSF ha ofrecido gratuitamente el tratamiento desde el principio".
"Hubo, entre la comunidad científica y los políticos, quienes sostuvieron que, incluso si el precio bajaba mucho, el tratamiento no era factible en África", apuntó Darder, que es también licenciada en farmacia. "Nuestra experiencia aquí ha demostrado que estaban muy equivocados". Un estudio sobre el programa antirretroviral publicado en 2004 en la revista científica AIDS concluyó que los beneficios del tratamiento dispensado en Khayelitsha eran "incontrovertibles". El estudio constató que, de una muestra inicial de 287 pacientes, la mitad de los cuales tenían menos de 54 CD4 antes de iniciar el tratamiento con ARV, el 90% seguía vivo tras 12 meses de terapia. "Los primeros resultados de este programa", afirmaba el estudio, uno de los muchos que han llegado a conclusiones similares y que han hecho a Khayelitsha famosa en el mundo médico, "son comparables con los datos observados tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo".
El número de pacientes que sigue actualmente la terapia con ARV dentro del programa casi se ha multiplicado por diez, y se espera que aumente a casi 3.000 a finales de 2005. Y los resultados siguen siendo igual de alentadores. La tasa de supervivencia de estas personas, que de otro modo habrían fallecido ya en su mayoría, permanece alta.
"O sea", exclama Van Cutsem con una sonrisa de enorme satisfacción, "que el argumento de que existe un problema africano -que los africanos no tienen disciplina ni sentido de la organización ni del tiempo- ha quedado completamente invalidado". Van Cutsem tiene un trabajo duro en un lugar igualmente duro. El asentamiento de Khayelitsha, para alguien que acabe de aterrizar procedente de Europa, es un lugar terrible. Ubicado cerca del aeropuerto de Ciudad del Cabo, es una vasta extensión de frágiles chozas de hojalata que, apoyadas las unas en las otras, ofrecen escasa protección contra la lluvia y el viento del Atlántico sur que las azota. Se han construido muchas casitas de cemento desde que el ANC accedió al poder en 1994. Las carreteras están más pavimentadas y hay más suministro de electricidad y agua corriente que en los tiempos del apartheid, cuando el Gobierno dejó a la mayoría negra de la población a merced del destino y de los elementos. Pero la primera impresión, marcada por las decenas de hileras de chozas de hojalata oxidada, es la de una miseria sobrecogedora. Más aún si se llega desde Ciudad del Cabo -un trayecto de media hora en coche-, o más concretamente desde Clifton Beach y Camps Bay, con sus sensacionales vistas al mar y viviendas que no tienen nada que envidiar a Malibú o Saint-Tropez.
No es de extrañar que Suráfrica regis-tre las cifras más altas del mundo no sólo de VIH / sida, sino también de crímenes. El asesinato y el robo son tan frecuentes en Khayelitsha, cuya población de medio millón de personas va en aumento, como en cualquier otro punto del país. Pero Van Cutsem y otros miembros europeos de MSF, que podrían llevar tranquilamente una vida segura y satisfactoria en Bruselas o Barcelona, entran y salen de Khayelitsha -trabajan allí desde primera hora de la mañana hasta la noche- todos los días. Y lo que Van Cutsem hace en ese tiempo es visitar a un paciente seropositivo tras otro. Sólo seropositivos, entrando y saliendo de su estrecha consulta todo el día, con una regularidad de cinta transportadora. "Me encanta mi trabajo", sonríe. "En serio. Verás, con el tratamiento ARV observas pocos cambios durante los tres primeros meses; pero a los seis meses, la gente se ha recuperado increíblemente. Un año después los miro, y aunque sucede todos los días, aún no puedo creerlo. ¡Es fantástico!". Van Cutsem asegura que disfruta en su trabajo de un nivel de gratificación casi instantánea que jamás podría soñar en su país. "En medicina no es muy corriente estar implicado tan estrechamente, tan íntimamente, con un tratamiento tan milagroso. Un día, tus pacientes están a punto de morir, y el siguiente -es casi lo que parece- retoman su vida normal. Es una fuente de alegría diaria".
Acentúa aún más su alegría la observación, hecha también por Marta Darder y otros miembros de MSF, de que los pacientes que regresan de entre los muertos parecen cambiar su actitud ante la vida: se vuelven más responsables, equilibrados, amables, autosuficientes.
Cindy Nosindiso no tiene la menor duda de que había "una Cindy antes de ser diagnosticada en 2002 y otra Cindy ahora". Como muchas otras personas que están tratándose con ARV, Cindy se ha convertido en una embajadora de la causa. Insta a todos los seropositivos a solicitar el tratamiento y enseña cómo prevenir la infección a los que no lo son. "Estoy tan contenta de haber tenido esta segunda oportunidad", me confiesa rebosante de entusiasmo. "Y no sólo porque no estoy muerta, sino porque ahora sé lo que quiero. Conozco mejor la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal. Puedo defenderme mejor sola. Antes vivía al día, ahora tengo unas metas. He aprendido a organizarme. Me doy cuenta ahora de que no debo perder el tiempo, que la vida es preciosa y he de hacer buen uso de mi tiempo en este mundo".
Y es justo lo que hace.
Además de militar activamente en la Campaña de Acción por el Tratamiento, trabaja en un centro de día, al lado del hospicio en el que trabaja Neliswa. Cuida de niños seropositivos de hasta seis años de edad. El trabajo ha tenido sus momentos de gran tristeza, pues algunos de los niños han muerto. El centro tiene ahora 70 niños, 12 de los cuales son huérfanos, que parecen la salud personificada. Cuando llegué a media mañana fui a ver a Cindy y no sabía que los niños a su cargo eran seropositivos. Nunca lo habría dicho. Igual que nunca me habría imaginado que pudieran estar tratándose con ARV. Nada más asomarme a la puerta se me acercó un revoltoso grupo de pequeños. Todos iban vestidos como los niños de cualquier colegio europeo y parecían igual de bien alimentados, sanos y alegres -tal vez más alegres-. Un chaval regordete y con ojos excepcionalmente brillantes atrapó mi atención y mi mano. Me condujo a un edificio pequeño con paredes pintadas de amarillo y cubiertas con carteles de Winnie the Pooh, fotos de los niños jugando y el autógrafo de uno de los benefactores del centro, el cantante Elton John. En el pequeño y pulcro despacho del centro, Cindy me contó su historia: "Poco después de que me diagnosticaran, tuve primero meningitis y luego tuberculosis. Empecé a perder peso, mucho peso, y a tener unos dolores de cabeza terribles. Entraba y salía del hospital. Ya me daba por muerta. Entonces, un día, una amiga, activista de la Campaña de Acción por el Tratamiento, me dijo que me llevaría a la clínica de MSF. Tenía menos de 200 CD4, así que me dijeron que podía empezar el asesoramiento para ver si estaba preparada para seguir el tratamiento en serio. Esto fue a finales de 2002. Un asesor vino a mi casa para ver si contaba con la ayuda de alguien para tomar las pastillas cuando debía. Tenía a mi madre, que podía hacerlo. Vino otro asesor a hacerme más preguntas y a decirme -y esto es muy importante, ahora me doy cuenta- que informara de mi enfermedad al resto de mi familia y a mi último novio. Pero cada vez me encontraba peor. No podía comer. Me mareaba, veía doble. No podía caminar, iba en silla de ruedas. Estaba tan delgada que parecía un suspiro. Tenía 28 CD4. Ahora sí que me voy a morir de verdad, pensaba".
Empezó a tomar los ARV en abril de 2003. Le avisaron de que podría experimentar efectos secundarios, como fiebre y pesadillas. Pero eran nimiedades comparado con lo que ya estaba experimentando y con la muerte segura que le esperaba. Aun así, durante los primeros días empezó a preguntarse si no habría cometido un error, si los escépticos del Gobierno del ANC, que afirmaban que la medicación era tóxica, no estarían en lo cierto después de todo. "Me encontraba tan mal que estaba convencida de que estaría muerta antes de acabar la semana". No fue así. Esa misma semana se sintió mucho mejor. "Empecé a comer, a levantarme e ir al baño por mí misma. Apoyándome en la pared, podía caminar. A medida que pasaban las semanas fui poniéndome cada vez mejor. Salí de casa. La gente me miraba como si fuera un fantasma".
Observó rigurosamente su régimen de pastillas. Al principio pasaba la revisión una vez por semana, y al cabo de tres meses se levantó un día, respiró el aire frío del invierno y gritó: "¡Soy yo! ¡Vuelvo a ser yo!". Agita sus puños en el aire mientras me habla, y con una sonrisa de oreja a oreja vuelve a recordar exultante ese momento: "¡Soy yo!', chillé. '¡Puedo defenderme sola otra vez!".
Menos severa que Neliswa, Cindy tiene hoy la misma e imponente corpulencia que su amiga, el mismo empuje y la misma energía generosa. Uno mira a mujeres como éstas, que están por toda África, y entiende cómo, a pesar de vivir en lo que en Occidente consideraríamos una pobreza tan absoluta, tan imposible, la gente de este continente no sólo sobrevive, sino que lo hace con una sonrisa. El tipo de sonrisa que iluminaba el centro de día donde hablamos Cindy y yo.
Al salir del pequeño despacho crucé un pasillo jalonado de mochilas de colores con imágenes de Mikey Mouse y Nemo. En la pared vi un recuerdo de que en medio de tanta esperanza siempre hay un trasfondo trágico. Enmarcados en tiras metálicas sobre un tablón estaban escritos los nombres de los 14 niños que han muerto desde que las monjas irlandesas del Hogar Nazareth abrieran el centro en 2001. Nomandla Mtchetwane, la encargada, asegura que cada muerte es como si alguien de la familia muriera. "Tenemos psicólogos que vienen, y hablan con nosotras las cuidadoras para ayudarnos a superar la pérdida de estos niños y a asumir que, en cualquier momento, otro nos puede dejar. Tengo dos hijos sanos, pero aquí la diferencia es que siempre eres consciente de lo jóvenes que son y de lo cerca que están de la tumba".
Recuerda con particular tristeza al primer niño que murió en el centro. Se llamaba Samkelo. "Tenía cuatro años cuando llegó. No podía andar. Estaba paralizado de cintura para abajo a causa del VIH con el que nació, dijeron los médicos. Pero hablaba tanto, se expresaba tan bien Era un niño tan feliz". Pero siempre tenía el cuerpo lleno de erupciones. "A veces le dolían mucho. Lloraba casi siempre que le lavábamos. Y aun así, siempre estaba muy contento". Nomandla señala en la pared una pequeña fotografía de carné de un niño regordete con una sonrisa que le llena el rostro. Fue tomada después de que Samkelo empezara el tratamiento con ARV, con MSF, en septiembre de 2001. No tardó en crecer, y sus sarpullidos mejoraron, pero tuvo diarreas y vómitos continuos. No podía retener ni la comida, ni la medicación. "En junio de 2002 le llevé al hospital. Nos turnamos para pasar la noche con él durante varias semanas. Su madre todavía vivía, pero estaba muy enferma de meningitis. Durante la última semana supe que se estaba muriendo. Yo estaba muy, muy triste. Todo el mundo lloraba. Todas tuvimos una relación muy especial con él. Nos sentíamos como si fuéramos su madre".
La última muerte en el centro se pro-dujo en diciembre de 2004, pero el VIH no fue la causa. El niño -se descubrió más tarde- había nacido con un soplo en el corazón. Pero ha habido más motivos de alegría que de desesperanza en el centro. El acceso a los ARV lo ha cambiado todo. Nomandla pone de ejemplo el caso de un niño de la clínica llamado Oviwe. "Es una historia triste, pero también feliz. Oviwe tenía dos años y estaba muy enfermo, tanto como Samkelo. Estaba en una sala del hospital donde 12 niños con sida en estado avanzado esperaban la muerte. Y los otros 11 niños murieron. Sólo Oviwe, el único que recibía el tratamiento con ARV, sobrevivió. Han pasado dos años. Deberías verlo ahora".
Le había visto. Era el niño regordete de ojos brillantes que me había agarrado de la mano para llevarme al pequeño edificio donde pasaba sus días. Cindy le llamó al despacho. Sonrió al verme, volvió a cogerme de la mano y no la soltó. Pero Nomandla y las demás cuidadoras del centro tienen razón al temer por estos niños, al ver que sus vidas son más precarias que las de adultos como Neliswa y Cindy. La administración del tratamiento con ARV a niños pequeños conlleva un problema específico que tiene que ver con el hecho de que la infección de niños con el VIH es muy rara en los países ricos. "La formulación de los medicamentos es la clave: no han sido desarrollados pensando en los niños", me explicó Marta Darder. "No existen dosis más bajas ajustadas al peso y la edad de los niños. Y esto es así porque no hay mercado para el sida pediátrico en Europa y Norteamérica". Lo peor del caso es que no sería necesaria una gran inversión para hallar una solución a este problema. No se necesitan nuevos fármacos, tan sólo más investigación. Como la ciencia no es exacta, quienes administran el tratamiento con ARV a niños se ven obligados, hasta cierto punto, a improvisar, deduciendo qué dosis son las adecuadas. Rompen las pastillas para adultos en pequeños trozos y confían (de momento con muy buenos resultados) en que surtirán efecto.
Gilles van Cutsem, aunque más que satisfecho con el índice de éxitos alcanzado, reconoce que incluso con los adultos existen claroscuros. "Hay mucho que celebrar", admite, "pero no hay motivos para la complacencia. No es una cura mágica". No, es un método de contención que hasta ahora ha funcionado espectacularmente bien. El problema es la resistencia. ¿En qué momento los medicamentos dejan de ser eficaces? ¿Cuándo vuelve a hacer mella la enfermedad en las células blancas? En Occidente, los pacientes seropositivos de larga duración ya están en lo que en el mundo médico se denomina la sexta o séptima línea de medicación, después de que las cinco o seis combinaciones de fármacos hayan dejado de ser útiles. En el programa de Khayelitsha, los pacientes se encuentran en su mayoría en la etapa de la primera línea. Tan sólo unos pocos casos han tenido que ser remitidos a la segunda línea del tratamiento. El problema de los ARV de la segunda línea es que son mucho más caros. ¿Por qué? Porque están en la fase en la que se encontraban los fármacos de la primera línea hace cinco años: aún no están disponibles en su versión genérica, sólo los fabrican las grandes compañías farmacéuticas occidentales.
"Así que nuestra gran preocupación es qué haremos en cinco o diez años, cuando la primera línea del tratamiento encuentre una resistencia generalizada", se pregunta Van Cutsem. "La respuesta es presionar ya para que bajen los precios. Empezar a luchar por ello. Pero creo que es una batalla que también vamos a ganar. Podremos acceder a la segunda línea y los precios bajarán".
Y no hay duda de que lo conseguirán si se une a la lucha la enfermera Nkwali. Ante la formidable Neliswa, la industria farmacéutica no tendrá nada que hacer. Fui a verla a ella y a Pretty Fisher una última vez antes de abandonar Suráfrica, un par de días después de la primera sesión del grupo de apoyo. Pensaba que había agotado mi capacidad para sorprenderme y maravillarme, pero volví a quedarme boquiabierto.
Por dos razones. En primer lugar, porque justo antes de ir a verlas hablé con la coordinadora del equipo de 10 asesores de MSF, Laetitia Mdani. El rigor con el que realiza el proceso de selección -la constante comprobación de la fiabilidad de las personas a la hora de cumplir las instrucciones del tratamiento y la educación impartida infatigablemente para asegurarse de que los pacientes entienden que olvidarse de tomar una dosis por la mañana es jugar con fuego- es impresionante. También lo es el placer que siente cuando ve los frutos de su disciplinada labor. Casi haciéndose eco de las palabras de Van Cutsem, me dice: "Ver cómo la mayoría de nuestros pacientes sigue adelante al cabo de 12 meses resulta muy alentador. Me hace muy feliz venir a trabajar porque todos los días veo a alguien que la primera vez que lo conocí se encontraba en un estado lamentable y ahora quizá tiene un trabajo". Y después, sin saber que ya la había conocido, Laetitia me comenta que la paciente de la que siempre se acuerda, el gran milagro con el que más ha disfrutado, es Pretty Fisher.
"Pretty había tirado la toalla", recuerda Laetitia. "Sólo esperaba morirse. Estaba en el hospital, postrada en cama, muy deprimida. Estaba muy, muy lejos. ¡Ida! Ahora la ves, la vuelves a ver dos semanas más tarde y se acuerda de todo lo que dijiste la primera vez. Pretty es una persona nueva. ¡Asombrosa! ¡Realmente asombrosa! Creo que es el mejor ejemplo de lo mucho que el tratamiento con ARV puede cambiar la vida de la gente".
Y también sus piernas. Las de Pretty tienen muy mal aspecto, pero antes estaban peor. Vivazmente, con sus deslumbrantes ojos -pues está a la altura del nombre, Pretty (guapa, en inglés), que le dieron sus padres-, rememora lo hinchadas que estaban sus piernas. "Me dolían todo el tiempo antes de empezar el tratamiento. Tenía tuberculosis. Me faltaba el aliento. Siempre estaba en cama o, en el mejor de los casos, en una silla de ruedas. Ahora puedo levantarme. No tengo dolores. Tengo la cabeza despierta y sé que seguiré poniéndome cada vez mejor".
En cuanto a Neliswa, me llevé una gran sorpresa cuando me enteré de que estaba embarazada de siete meses. Cuando la conocí creí haber visto un bulto, pero no me podía imaginar que era lo que parecía. Pensé que, debido a un exceso de euforia inducida por el tratamiento, se había dedicado a comer con avidez. ¿Es que no era tan disciplinada consigo misma como les exigía a los demás?
"No, no", sonríe revelando un enorme agujero -un agujero encantador que no siente que ha de esconder- donde deberían estar dos dientes incisivos. "No estoy embarazada por accidente. Tengo una hija de 12 años y no es seropositiva. Siempre he dicho, desde hace ya mucho tiempo, que quería tener dos hijos. Mi marido está de acuerdo. El también es seropositivo, y, como yo, está en tratamiento y se encuentra muy bien, sano y con un trabajo a tiempo completo. Y eso que llegó a estar muy mal. Tenía 17 CD4 y su médico le dijo que lo único que podía hacer era irse a casa y morir. Fuimos a hablar con los médicos sobre la posibilidad de tener un hijo. Nos dijeron que teníamos que esperar hasta que los dos tuviéramos más de 400 CD4. El día que alcanzamos esa cifra fue muy feliz. Ocho meses después me quedé embarazada. Gracias a los ARV no creo que mi hijo sea seropositivo. El médico me ha confirmado que mi embarazo y mi hijo serán normales".
Es un milagro, digo. Llegó a estar prácticamente muerta, con la única diferencia de que, tal y como diría su amiga Cindy, no estaba "bajo tierra", y ahora ahí la tienes, a punto de consumar el milagro de la vida. "Es verdad", coincide Neliswa, dejando de lado todas esas reservas suyas de institutriz y volviendo a lucir alegremente su gran sonrisa desdentada. "Llevo una vida completamente normal. Soy un ejemplo para los demás. Vaya donde vaya, la gente sacude la cabeza y dice que mi historia es demasiado buena para ser cierta. ¡Pero lo es! Aquí estoy. Resucitada de entre los muertos y a punto de tener un niño la mar de sano".
El libro 'Posithiv +' , con fotografías de Pep Bonet, está editado por Rozenberg Publishers. Se presenta en una exposición en Barcelona, en La Pedrera, el próximo día 30.
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