La extraordinaria lucidez de un intelectual pleno
Madrid conmemora a Julio Caro Baroja con una exposición a los 10 años de su muerte
"El objetivo de esta exposición", señalan en el prólogo del catálogo los comisarios de la misma, Joaquín Álvarez Barrientos, Carmen Caro Jaureguialzo y Pío Caro Baroja Jaureguialzo, "no es tanto celebrar la figura de un intelectual básico en la España contemporánea, cuanto mostrar al público la personalidad de ese hombre de letras mal conocido y corregir, en la medida de lo posible, las ideas preestablecidas que han conformado su imagen pública. Frente al retrato del hombre retirado en su casa de Itzea o en su estudio de trabajo, se quiere reivindicar que Caro Baroja fue, además de eso, alguien interesado por su entorno urbano y rural, por los problemas políticos y sociales, por el deterioro de la Naturaleza, y que sobre todas esas cosas escribió".
"Las brujas se me presentan para pedirme hasta prólogos para sus obras"
"Si hay una identidad, hay que buscarla en el amor. Ni más ni menos"
Siempre escribió a mano, incluso sus textos más voluminosos
Su guerra más constante fue contra la intolerancia y la estupidez
Las biografías al uso señalan que Julio Caro nació en Madrid en noviembre de 1914, hijo del editor Ángelo Caro y de Carmen Baroja, sobrino del novelista Pío Baroja y del pintor Ricardo Baroja. Que se doctoró en Historia Antigua por la Universidad de Madrid, donde ejerció durante un breve periodo como profesor, y que dirigió el Museo del Pueblo Español, también en Madrid. Entre sus primeros maestros se citan a Telesforo Aranzadi, José María Bariandarán, Hermann Trimborn y Hugo Obermaier, quienes le animaron a desarrollar estudios de historia y etnografía.
Realmente sus primeros maestros, y probablemente los que mayor y más constante huella dejaron en su vida, fueron sus tíos Ricardo y Pío, y su madre, Carmen, es decir, los Baroja, pues Julio Caro, además de historiador, etnógrafo, sabio, tímido y bueno, fue por encima de todo barojiano, una especial manera de ser y sentir en la que la libertad, el sentido común y el decir lo que se piensa al margen de las conveniencias políticas o profesionales, se entremezclan con la honradez, el interés por el conocimiento y el estudio, y el aprecio de la belleza y de la obra bien hecha sea ésta un texto filosófico de Nietzsche, una romanza napolitana o un apero de labranza. Pero esto, como tantas otras cosas, lo explicó mucho mejor Julio Caro en esas extraordinarias memorias familiares, Los Baroja, que publicó en 1972.
Quienes pudimos acercarnos a su persona desde la amistad conocimos de primera mano algunas circunstancias que explican actos o decisiones que no suelen figurar en las biografías al uso. Por ejemplo, la escena madrileña que causó el que abandonara el inicial empeño de optar a una cátedra: durante el examen oral de las pruebas -y hablamos de la España de posguerra y autárquica-, el atribulado tribunal comprobaba la ignorancia de un aspirante a la plaza que intervenía poco antes que Julio Caro. Las tribulaciones de los catedráticos se acabaron cuando el ignorante opositor se desabrochó la camisa azul, mostró una gran cicatriz y explicó con chulería que él no sabría de historia de España, pero la había hecho, razonamiento que motivó la educada e irreversible fuga de Caro del aula universitaria.
Las razones por las que dimitió de la dirección del Museo del Pueblo Español fueron menos ideológicas, más tangibles: estaba harto de que los cientos de enseres y trajes de las distintas regiones que había conseguido reunir durante 10 años se pudrieran en sus cajas en los sótanos de algún edificio de la Administración. Cuando muchos años después dimitió al poco de aceptar su inclusión en el consejo asesor de la incipiente y peneuvista televisión vasca, su explicación era tan sensata como transgresora: lo hizo porque comprobó que los consejos que se le solicitaban iban directamente a la papelera.
La sabiduría de Julio Caro se debía, sin duda, a su enorme interés por las más variadas disciplinas científicas y artísticas. Habitualmente se le define como antropólogo, etnólogo e historiador, lo que es de justicia pues a dichas materias dedicó la mayor parte de sus investigaciones y textos. Lo sorprendente es que en cada una de ellas tocó muchos palos, y todos con un gran rigor. Y si a ello se añaden sus conocimientos sobre otros muchos quehaceres del ser humano, desde la música y la pintura a la literatura contemporánea y la filosofía, el resultado es un enciclopedista extraordinario oculto tras una tímida sencillez.
Para hacerse una idea de su labor, señalemos que su obra alcanza cerca de 700 entradas entre libros, prólogos y artículos. De ellos, por ejemplo, sus Estudios vascos se han recogido en 18 volúmenes que abarcan desde su monografía La vida rural en Vera de Bidasoa, de 1944, a los cuatro volúmenes que publicó en 1982 sobre La casa en Navarra, con gran cantidad de excelentes dibujos, también suyos.
En estos tiempos de confusión y torpezas no está de más el recordar unas frases de uno de sus artículos de prensa, recopilados en El laberinto vasco. 1977-1988: "Si hay una identidad, hay que buscarla en el amor. Ni más ni menos. Amor al país en el que hemos nacido o vivido. Amor a los montes, prados, bosques, amor a su idioma y costumbres, sin exclusivismos. Amor a sus grandes hombres y no sólo a un grupito entre ellos. Amor a los vecinos y a los que no son como nosotros...". Es una sensata forma de concebir el patriotismo en cualquiera de sus acepciones.
En 1952 se le encomendó un viaje al Sáhara. Aún dirigía el Museo del Pueblo Español. Tres años después, en 1955, publicó sus Estudios saharianos, probablemente el trabajo más importante sobre aquel territorio africano. Cuando 20 años más tarde la zona se convirtió en un hervidero de intereses políticos y económicos marroquíes, de marchas verdes realizadas ante la estupefacción de una clase política franquista que asistía a la agonía de su caudillo, su casa de Alfonso XII, en Madrid, era un punto obligado de peregrinación para los polisarios: nadie conocía mejor que Julio Caro la historia, usos y costumbres de "los hijos de la nube". A ningún preboste franquista se le ocurrió pedirle consejo o asesoramiento ante lo que ocurría en aquellas tierras. Al fin y al cabo, el ministro Solís resumió su precipitada entrevista con el rey de Marruecos como "muy cordial. De cordobés a cordobés".
Julio Caro fue también un precursor en la aplicación conjunta de distintos saberes, como la etnografía y la historia. Sus libros Los moriscos del reino de Granada (1957), Las brujas y su mundo (1961), los tres volúmenes de Los judíos en la España moderna (1961-1962) y los dos tomos de Vidas mágicas e Inquisición (1967) prueban cómo se pueden relacionar los estudios sobre los pueblos y sus relaciones sociales con la investigación histórica en los archivos de la Inquisición.
La ironía era una característica importante de su personalidad. Estas palabras que se incluyen en el catálogo de la exposición lo ponen de manifiesto: "Si hay alguien al que en España le persiguen las brujas todavía, ese alguien es un servidor de ustedes. Porque una vez cada trimestre, según cálculo veraz, se me presentan en casa exigiéndome toda clase de tributos: conferencias, artículos, ponencias. Porque, eso sí, vivimos en un mundo tan solemnemente burocrático y hasta científico que una bruja puede ser objeto de una ponencia. También de un logos. He aquí la Brujología como muestra. Es inútil que diga a voces y proclame que no creo en el poder de las brujas. Las brujas se me presentan en persona para pedirme hasta prólogos para sus obras" (de su texto El ballet del inquisidor y la bruja).
Añadamos un dato prosaico y significativo sobre la abundante picaresca nacional: por los tres volúmenes, fruto de varios años de trabajo e investigación, del muy importante estudio sobre Los judíos en la España moderna, Julio Caro recibió un total de 50.000 pesetas pese a las reediciones de la obra e incluso al trasvase del catálogo de la editorial en que se publicó originalmente al venderla su propietario a otra empresa más potente.
Las relaciones de los Baroja con lo establecido en el mundo empresarial y económico siempre fueron complicadas. Todas las evidentes dotes que poseían para la literatura, la pintura, las ciencias humanas o el cine (Pío Caro Baroja realizó, entre otros, dos excelentes documentales etnográficos) desaparecían al entrar en el terreno del, más o menos, libre mercado. Hay muchos ejemplos de esto: ya en el primer tercio del siglo XX, los hermanos Pío y Ricardo Baroja se tuvieron que ocupar de la gestión de una afamada panadería y pastelería madrileña, Viena Capellanes. El desconocimiento y desinterés por el negocio, más el aprecio por las tertulias con los amigos en la trastienda, explican la poco brillante carrera empresarial de los hermanos. Años más tarde se produjo un largo pleito entre los herederos de don Pío, que lo ganaron, y un importante editor español al denunciar los primeros un contrato editorial firmado por el novelista cuando ya estaba seriamente aquejado de demencia senil. En los ocho tomos de La última vuelta del camino, las memorias de Pío Baroja, hay frecuentes referencias a las cantidades de dinero que los distintos editores le entregaban en concepto de derechos de autor y, consecuentemente, a los apuros económicos que agobiaban al escritor.
Ricardo Baroja, el excelente grabador y pintor, tampoco pudo disfrutar en vida de las ventajas que las leyes de la oferta y la demanda ofrecían a los artistas de éxito. Años después de su muerte, su obra alcanzó unas cotizaciones insospechadas en las subastas de arte. Julio Caro también se encontró en su vida con varios editores pícaros y con situaciones imprevistas que más que satisfacerle le deprimían: además de los apuntes de campo que hacía para sus estudios etnográficos, le gustaba dibujar en sus ratos libres unas divertidas estampas. En ellas volcaba su imaginación y poblaba de faunos, gnomos y pintorescos personajes, ciudades, plazas e interiores que recreaba con gracia y documentación. Aquellos coloristas dibujos se empezaron a conocer y apreciar hasta el punto de que le convencieron para que los expusiera en una galería privada de San Sebastián: se vendieron todos y, como él mismo comentaba sorprendido, nunca le habían pagado tanto dinero por ninguno de sus libros. Decidió seguir dibujando por gusto pero se negó a volver a exponerlos comercialmente.
Julio Caro Baroja colaboró con asiduidad en las páginas de Opinión de EL PAÍS durante los primeros años del diario. Sus artículos llegaban con puntualidad, escritos pulcramente a mano (siempre escribió a mano, incluso sus textos más voluminosos), y en ellos ajustaba cuentas con lo divino y lo humano, y siempre con una erudición extraordinaria de la que nunca alardeaba. Sus citas cultas surgían con la honestidad de quien no quería atribuirse para sí pensamientos o circunstancias ajenas. El humor, sin duda, era suyo. Un par de extractos explican lo dicho:
"[...] Esto de que el justo tenga derecho a hacer ligeras objeciones al Padre Eterno me parece muy legítimo y más consolatorio que ver achicharrarse al prójimo. Mas ahora me supongo en el trance de tener que dar cuenta de mis muchos pecados en el tribunal de las alturas y ante la posibilidad de convertirme en perpetuo chicharrón, si San Miguel Arcángel no lo impide. Si me dejaran hablar, como se deja a los acusados, creo que diría esto: 'Con la venia de Su Eternidad, he de reconocer que mis culpas son infinitas y que no tengo más remedio que aceptar como justa la sentencia que me caiga encima. Pero ya que no voy a estar entre los bienaventurados con derecho a hacer objeciones, aunque sean ligeras, por esta sola vez querría pedirle una simple aclaración: ¿puede explicarme Su Eternidad por qué en vez de haberme hecho nacer y vivir en la Atenas de Pericles, cuando se levantaba el Partenón, me ha hecho vivir en Madrid y en el tiempo en que se ha hecho la plaza de Colón?". (No: no es para tanto. 30 de marzo de 1978).
En Menos diagnósticos (10 de mayo de 1978), entre otras cosas, decía: "Un prominente político catalán parece que ha tenido la poco afortunada idea de afirmar que el País Vasco es un cáncer para España y que sobre eso, es un cáncer sin remedio. A la primera parte se referirá lo mayor de este escrito, pero a la segunda habré de poner el comentario siguiente. Cuando otro político catalán, acaso aún más prominente, padeció aquella terrible enfermedad, cierto profesor de la Universidad de Madrid, que no le podía ver y que se distinguía por su malevolencia y causticidad, comentó: '¡Pobre cáncer!'. El caso es que el político se operó de cáncer con cierta fortuna. El mal quedó remediado. Esto digo para dar ánimo a los que se hayan asustado de la opinión radical. Sí. Hasta los cánceres se curan".
En 1952, el British Council le encargó la orientación de los graduados para estudiar Antropología en la Universidad de Oxford, y posteriormente impartió clases de Etnología en Coimbra. En 1961 pasa a ser director de Estudios de Historia Social y Económica en la École Pratique de Hautes-Études de París, y en 1982 fue nombrado catedrático extraordinario de la Universidad del País Vasco. Perteneció a la Hispanic Society of America, al Instituto Arqueológico Alemán, a la Sociedad de Arqueólogos Portugueses y a otras instituciones extranjeras. Miembro de la Real Academia Española, de la Real Academia de la Historia y de la Academia de la Lengua Vasca. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1983), la medalla de oro de las Bellas Artes (1984), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1985), el Premio Internacional Menéndez Pelayo (1985) y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura (1989). Murió en Vera de Bidasoa el 18 de agosto de 1995. Julio Caro forma ya parte de la mejor historia de España del pasado siglo sin necesidad de abrirse ninguna camisa azul ni enseñar las cicatrices de la Guerra Civil. Su guerra fue contra la intolerancia y la estupidez.
El Beso a través de la Historia
[...] "Aparecen tres jóvenes con una cámara y otros artefactos, más la señora o más bien la señorita responsable del programa. 'Quiero que me hable usted del Beso a través de la Historia".
[...] "Rebaña sus recuerdos. Alguna lectura erótica de su juventud. Algún poema vuelto a leer más tarde. Los textos amorosos de India que se traducían por los años de 1926, para uso del público de los quioscos de las ramblas barcelonesas y bulevares madrileños. Catulo. Pasa luego al ósculo de la paz, a los besalamanos y besos reverenciales a las personas mayores en edad, dignidad y gobierno. Recuerda, de repente, algo que dijo Voltaire acerca de lo parecidos que son los hombres y los pájaros en esta peculiar actividad [...]. Nota, con sorpresa, que la señorita aprueba. Él temía que hubiera pensado: -Este viejo es un imbécil. -Pero no. [...] ¿Cuándo dio usted su primer beso de amor? -El letrado hace un cálculo y con cierta vergüenza responde: -Creo que fue en el verano de 1929. Cuando tenía 14 o 15 años. Después de un baile de pueblo, de noche. Muy distanciado del segundo. -¡Ay, qué lindo! ¿Y el último? -Ahora la contestación es rápida, tajante, y malhumorada: -En la primavera de 1950 y sin mucho gusto. Esto no le parece tan lindo a la interrogante que aún pide una información: -Tiene usted el Retiro delante de su ventanal. ¿Puede decirme a qué hora vienen más parejas a besarse? Querríamos completar el programa con unas imágenes... -La verdad es que no lo sé. Los árboles me interesan más que las personas [...]. Aquí terminó la entrevista [...].
¿Qué hubiera hecho esta señorita -pienso yo- en tiempo del conde de España o en los de aquella censura que se ocupaba de la salvación de nuestras almas? ¡Tiempos en que se ponían multas a las parejas y en que los guindillas despachaban de la playa a todo aquel que no iba con un traje de baño con calzones que llegaban a los calcañares y le daban un ligero aspecto de cebra! [...]".
Extractos del artículo Perplejidad, de Julio Caro, publicado en EL PAÍS el 26 de julio de 1978.
Babelia
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