Una escritura hendida de múltiples resonancias
Me asalta una rabia súbita: Eduardo Haro se ha ido y con él, una complicidad implícita, latente, afectiva pero escasa en manifestaciones externas, una de esas complicidades que ayudan a estar en el mundo y que ahora se rompe, desaparece. Quizás sea ese conocido sentimiento de ir, con los sucesivos adioses, sintiéndose más solo. Pero no, es otra cosa. Por una parte su escritura, directa al grano de las cosas, escueta y, a pesar de ello, hendida de múltiples resonancias.
Cuando se inauguró el Centro Dramático Nacional con el estreno de Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de José María Rodríguez Méndez, él, que formaba parte de un órgano asesor del teatro, asistió al ensayo y, de lejos, me manifestó su beneplácito. Mucho me equivoqué al pensar, por un instante, que con ese asentimiento había conseguido una suerte de bula que pudiera ponerme a salvo de sus rigores: más bien, su severidad de crítico me rondó muy de cerca e hizo temer siempre la crítica del día después.
Decía cosas que casi nadie dice ya y que, por ello, se hacen tan necesarias y urgentes de ser dichas
Muchas veces pensé que esa severidad era extrema en unos casos y ausente en otros, pero creo que también la aplicaba de manera especialmente rigurosa a sí mismo, a su vivir, a su peripecia personal tan compleja, sufriente y viva.
Combinaba una extraordinaria dosis de escepticismo, ante el ser humano y ante sí mismo, con convicciones casi militantes en cuestiones sociales fundamentales que hacían que, con frecuencia, uno abriera el periódico buscando la página de su columna. En ella decía cosas que casi nadie dice ya y que, por ello, se hacen tan necesarias y urgentes de ser dichas. Por eso mismo, claro está, tuvo enemigos encarnizados y elocuentes que atacaban su visión sesgada del mundo, decían, y su compromiso con los perdedores y los tocados por el infortunio.
Pocos, en los últimos tiempos, habían podido comprender su crónica en el desaparecido diario Informaciones conmemorando un 20 de noviembre el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Yo tampoco, pero sé que Eduardo Haro nunca se arrogó ser un modelo de perfección. Su estremecedora columna Lo que pienso de mí es buen testimonio de ello.
La autoridad de su escritura que, a menudo, me recordaba a Larra, su complicidad antigua con el teatro y los cómicos -¡ay, esa amistad y admiración hacia Fernando Fernán-Gómez que me valió una feroz diatriba suya cuando tras meses de éxito retiré de la cartelera del Español Las bicicletas son para el verano!-. Su constante situar en la historia las obras y los hechos del teatro me han ayudado a estar alerta en mi trabajo y a no dejar nunca tales cabos sueltos.
Se me ha ido el niño republicano a quien no fui capaz de acercarme más por su condición de crítico, que estimuló como periodista mis trabajos y mi estar en el mundo y de quien siempre me sentí conviviente próximo, amigo secreto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.