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MANERAS DE VIVIR
Columna
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El poderoso mundo de la noche

Rosa Montero

Esta noche he tenido un sueño que no recuerdo bien, pero que sin duda era desagradable. Como en otras ocasiones, en un momento determinado advertí que estaba soñando, y decidí despertarme para escapar de la pesadilla. Y, también como en muchas otras ocasiones, lo que se me ocurrió hacer para abrir los ojos cuanto antes fue dirigirme, dentro del sueño, a la primera cabina de teléfonos que pude, y llamar a mi propia casa, con la esperanza de que el ruido de los timbrazos me espabilara. Ni que decir tiene que la llamada no me despertó. Siempre que me sucede algo así, en el sueño me quedo escuchando el sonido repetitivo e inútil de las llamadas en el auricular, y me asombro de que un truco tan bueno no funcione. No consigo entender cómo no me despierto.

"Tal vez los sueños sean una especie de juegos con los que el cerebro se entretiene"

Los sueños, esa otra vida mental, autónoma y generalmente nocturna que tenemos, siempre han maravillado y asustado a los seres humanos. Todas las culturas han dejado un lugar para los sueños, han intentado explicarlos, o entenderlos, o adorarlos, al convertirlos en vehículos de expresión de lo sagrado. Infinidad de dioses y de demonios han hablado a la Humanidad, supuestamente, a través de sus ensoñaciones y sus pesadillas. Los grandes generales romanos creían que sus sueños eran presagios del futuro, y la modernidad post-freudiana piensa que los sueños son huellas del pasado (o mensajes del subconsciente, que viene a ser lo mismo). Desde luego, tener otra existencia imaginaria resulta de lo más inquietante. Cada noche viajamos a otros mundos que poseen reglas distintas al mundo diurno. Espacios que se curvan, saltos temporales, coincidencias imposibles, universos de aspecto tembloroso y cambiante. Por las noches, en la chisporroteante oscuridad de nuestras cabezas, somos otros. Unos otros muy raros, casi unos alienígenas. Somos nuestros propios marcianos.

Las novelas son sueños diurnos, es decir, nacen del mismo estrato del subconsciente de donde nacen los sueños. Por eso yo diría que los novelistas suelen estar especialmente hechizados o perseguidos por lo onírico. En El guardián de los sueños, una espléndida autobiografía de Margaret Salinger, hija del enigmático escritor J. D. Salinger (Debate), la autora cuenta un espeluznante modelo de pesadilla que sufrió durante mucho tiempo. Tenía un mal sueño, algo verdaderamente horrible, y de pronto despertaba en su cama, con el pelo pegado al cuello, agitada pero feliz de que la pesadilla se hubiera acabado, hasta que unos minutos después advertía que algo no iba bien y entonces se daba cuenta, aterrorizada, de que seguía dormida. A veces esta tortura duraba durante seis o siete permutaciones, a veces llegaba a lavarse los dientes y bajaba a desayunar antes de darse cuenta de que seguía atrapada dentro del sueño. Un verdadero infierno.

Jonathan Coe, en su interesante novela La casa del sueño (Anagrama), expone una de las últimas teorías científicas sobre lo onírico: soñamos más a medida que avanza la noche, después de haber dormido unas cuantas horas. Lo cual podría significar que el cuerpo y el cerebro necesitan, para reponerse, cantidades de tiempo diferentes, y que tal vez los sueños sean una especie de juegos con los que el cerebro se entretiene mientras el cuerpo sigue descansando.

Es verdad que en los sueños y en la resbaladiza frontera del duermevela hay en ocasiones algo juguetón, una ligereza de la imaginación, una divertida flexibilidad de las paredes del mundo. Además de bastantes terrores y muchos escalofríos. José María Merino acaba de publicar un libro fascinante, Cuentos del libro de la noche (Alfaguara), un volumen de relatos breves, algunos brevísimos, que nacieron todos en el remolino de sus insomnios y en esa tierra de nadie a medio camino del sueño y la vigilia. El resultado es deslumbrante: hay textos aterradores en los que reconocemos nuestras pesadillas, cuentos conmovedores y tiernísimos que emergen de la parte más inocente de lo soñado, relatos vertiginosos por la sensación de aguda extrañeza que provocan. En fin, son un paseo por ese otro lado de la realidad que todos conocemos bien, aunque, por lo general, nuestra vida diurna se empeñe en olvidarlo. Es un viaje a la noche tan conseguido que a veces sientes miedo de verte aparecer dentro de un cuento.

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