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Meditación de La Moncloa

Enrique Gil Calvo

De entre todo el alud de publicaciones, conferencias, seminarios y exposiciones con que se está conmemorando el cuarto centenario del Quijote, destacan por mérito propio los trabajos dedicados a releer la interpretación que hace casi un siglo avanzó Ortega y Gasset de nuestro mayor mito nacional. Es verdad que la orteguiana es una reconstrucción sesgada de la gran novela cervantina que, según propone Anthony Close (en una línea algo distinta a la de Mijaíl Bajtin), habría que leer en clave de humor costumbrista y no de trascendencia romántica, como se ha empeñado en hacer la filología española secundando al idealismo alemán. Pero si bien Ortega tampoco escapó al melodramatismo de la tragedia nacional, tal como habían hecho sus predecesores del 98 (Ganivet, Azorín, Unamuno, etcétera), lo cierto es que su interpretación es lo suficientemente sofisticada como para merecer la entusiasta revisión que ahora le dedican especialistas como Pedro Cerezo, José Lasaga, José Luis Villacañas y José Luis Molinuevo, quienes releen las Meditaciones del Quijote a la luz de otros textos relacionados, como la reconstruida Meditación de El Escorial.

Simplificando mucho, el Quijote es para Ortega el mito mayor de la cultura española, al que se debe comparar con los demás mitos análogos, como el de Don Juan o El Escorial, para construir con ellos un esbozo de lo que cabe llamar ideología española. Por este concepto cabe entender la versión española del idealismo alemán, que conduce a perder el contacto con la realidad objetiva de las cosas. Recuérdese el axioma de Ortega: "Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a éstas, no me salvo yo". Pues bien, el idealismo consiste en interpretar la realidad circunstancial sólo a partir de la subjetividad y el voluntarismo de cada yo particular. Pero esta ruptura con la realidad es celebrada por el idealismo español de dos formas aparentemente contrapuestas, pero en el fondo idénticas. O bien se falsifica la realidad para sustituirla por un utópico ideal imaginario, como hace el protagonista del Quijote, o bien se reniega de ella para destruirla con egocéntrica agresividad, como hacen Don Juan y los demás héroes nihilistas del fatalismo trágico de la España negra. Pero en ambos casos se impone un voluntarismo unilateral sin objeto ni razón, que sólo conduce a la ruptura con el objeto (falsificación alucinatoria de Don Quijote) o a la ruptura del objeto (nihilismo iconoclasta de Don Juan). Y frente a este vicio tan español del voluntarismo unilateral, que se manifiesta tanto a escala personal (individualismo) como colectiva (el particularismo de la España invertebrada), Ortega propone como antídoto y ejemplo de virtud española el objetivismo de Velázquez y el perspectivismo de Cervantes, cuyo pluralismo multilateral (alcionismo) le permite dar cuenta y razón a la vez de todas las visiones posibles de las cosas.

Creo que esta síntesis orteguiana de la ideología española es tan certera como lúcida. Y más allá de su origen en el análisis de las obras culturales, también puede aplicarse a la realidad política, tanto histórica como contemporánea. No hay espacio aquí para desarrollar la evolución del quijotismo y el donjuanismo políticos desde 1600 (pérdida de la hegemonía europea e inicio del ensimismamiento y la tibetanización), tal como pretendía Ortega cuando denunciaba las peores consecuencias del particularismo de la España invertebrada. Pero en su lugar sí se puede hacer el ejercicio intelectual de rastrear ambos vicios políticos, donjuanismo y quijotismo, en la actualidad española. En el escenario de nuestra flamante democracia, ¿quién hace de Don Juan, quién de Don Quijote y quién de Cervantes?

En cuanto al donjuanismo político, la pregunta que habría que hacerse es quién no hace de Don Juan en nuestra comedia nacional, donde la voluntad de desacreditar al adversario para destruir su reputación es el común denominador que iguala a toda nuestra clase política: aunque sólo sea a este respecto, sí que parecen los mismos perros con distintos collares, ladrando todo su rencor por las cuatro esquinas. Pero si bien la pugna por deshonrar al adversario es general, hoy destacan por su agresivo nihilismo los que podemos llamar los talibanes de la política, cuyo único programa es la destrucción del rival. Y con este epíteto no me refiero sólo a la fracción de CiU que se conoce por ese nombre (conjurada para impedir que el tripartito de Maragall reforme por consenso un nuevo Estatut constitucionalmente viable), sino en general a todos los portavoces de los partidos, y en particular a los especialistas del PP, que están dedicados a tiempo completo a sembrar el odio y la desconfianza. Y aquí se lleva la palma, como es notorio, el iconoclasta señor Aznar, un talibán profesional que ha consagrado su vida a renegar de todos aquellos que no se plieguen a su voluntad.

Respecto al quijotismo político, su máxima representación se suele atribuir al famoso talante de ZP, con su buenismo profesional, su idealismo utópico defensor de los derechos de los más débiles (mujeres, homosexuales, inmigrantes, etcétera) y su autoproclamado optimismo antropológico. Pero esta máscara quijotesca podría no ser otra cosa que una imagen mediática, destinada a componer la figura mientras el auténtico Rodríguez Zapatero (como Alonso Quijano disfrazado de Don Quijote) hace lo que puede para encubrir su debilidad política. Enseguida volveré sobre esto. Pero mientras tanto hay que advertir que los verdaderos quijotes de nuestra comedia política son todos aquellos nacionalistas que, confundiendo sus prosaicos territorios con gigantes históricos, pretenden inventarse cada cual su particular Estado-ficción, auténtica Ínsula Barataria que les permita evadirse de la realidad española. Para eso construyen Estatutos disfrazados de Constituciones como si fuesen castillos en el aire o en la arena, mientras los honrados sanchopanzas, así como los demás mesoneros y molineros, se quedan perplejos al advertir las alucinatorias fantasías de sus señores. Pues hoy Don Quijote se llama Maragall, Ibarretxe o Carod Rovira.

Y queda Cervantes, el autor escondido tras sus personajes que no parece tener perspectiva propia porque hace suyas a la vez todas las de sus criaturas de ficción, por contradictorias e incompatibles que sean éstas entre sí. ¿Qué actor político asume hoy en España esta perspectiva pluralista y multilateral que Ortega denominó alcionismo? Nadie más que Rodríguez Zapatero, a quien la oposición acusa de falta de liderazgo porque carece de posición política propia, siendo su único programa el dialogar con unos y con otros dejando que todos se relacionen entre sí a su particular albedrío. Es la metáfora de la España plural, con la que Cervantes y Zapatero parecen confundirse a la espera de salvarse a sí mismos (como Ortega quería) si salvan a todas sus circunstancias, por plurales y adversas que éstas sean. Pero hay una diferencia entre ambos, y es que Cervantes no era nada más que un novelista (aunque llegara a ser el primero de todos) obligado a servir a sus lectores, mientras que Zapatero es nada menos que un gobernante obligado a ejercer el poder que le confiaron sus electores.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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