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UN AUTOR MARCADO POR LA DICTADURA Y EL EXILIO
Columna
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El hombre que quiso volver

Juan Cruz

La última vez que pasó por Madrid Augusto Roa Bastos nos habló de dos obsesiones suyas: volver a Paraguay y vivir en España. Eran dos alternativas irreconciliables. El autor de La vigilia del almirante, se sentaba ante una mesa de madera en el hotel Welington de Madrid, y desgranaba, mientras tomaba su primera cerveza, las razones para ir y las razones para quedarse. Había recibido propuestas de Murcia y de Alcalá de Henares; en ambos casos, Roa era requerido para enseñar literatura y para reconciliarse en España con una cultura que él contribuyó a hacer. Además, los rectores de las universidades que le convocaban le proponían un sueldo como para subsistir de buena manera en un país cuyas puertas -conferencias, artículos, cursos- se le habían abierto con largueza. Él movía aquella cabeza grande y bien peinada, su nariz robusta y sus ojos clareados por el cansancio y, era extraordinario, ¡decía sí y no al mismo tiempo!

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En España tenía amigos, y muchas amigas, entre ellas, su agente, Carmen Balcells; tenía editores, y tenía un enorme número de lectores que se habían hecho con Yo, el Supremo, su gran novela contra la dictadura. Pero en Paraguay tenía el sonido de su pueblo, y tenía el guaraní. En esa misma conversación nos hablaba con su pasión opaca, porque Roa era un hombre de media voz e incluso de media noche, de las cosas que le esperaban en Toulouse, donde habitaban familia e historia, y en todo momento daba la impresión de que él quería estar al tiempo en los tres sitios: España, Paraguay y Toulouse. Dentro de su alma era evidente que habitaba un exilio, y no sólo un exiliado; durante años, Paraguay fue el paradigma de las dictaduras crueles de América Latina, como si fuera una dictadura pionera.

Y, además, él fue, lo era entonces, la contrafigura del dictador. Por eso, cuando hablaba de volver y cuando hablaba de quedarse no hablaba sólo como un ciudadano, sino como un símbolo. Le preguntamos por qué no hacía a medias su decisión: podía vivir en un lado y en otro, y viviendo la pasión de su nacimiento y la razón de su viaje. Qué va. Regresó a Toulouse y después de una vida en la que se mezclaron las frustraciones familiares con la historia derrumbada volvió definitivamente a Paraguay. Aún así, fue y volvió; después de La vigilia del almirante Roa publicó otros libros, e incluso dio a la estampa El fiscal, una novela en la que el Roa que rasgaba con su uña de creador implacable el alma de la injusticia, se mostraba otra vez incisivo e insobornable.

En su historia de exilio, aquella noche en Madrid, nos mostró el corazón de sus pasiones: no volvía por él ni por sus libros a Paraguay, sino por el guaraní y por su pueblo; a ellos dedicó el dinero del Premio Cervantes que le correspondió en su día, y como era un hombre ingenuo que por tanto se creía inmortal pensó que la fuerza le duraría hasta que su pueblo superara la negra noche felina que tanto a él como a tantos hizo aún más negra la trayectoria feroz del dictador. Roa se despidió diciendo que volvía. Eso lo decía el exiliado. El paraguayo ya se estaba yendo.

Roa Bastos, a la izquierda, y el argentino Ernesto Sábato, durante un encuentro en Asunción en 1998.
Roa Bastos, a la izquierda, y el argentino Ernesto Sábato, durante un encuentro en Asunción en 1998.CLARÍN / BUENOS AIRES

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