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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

La hora de la Capilla Sixtina

La obra de arte por excelencia ha cerrado sus puertas al guirigay de los turistas y ha recuperado su aire sagrado y misterioso. Tras la muerte de Juan Pablo II, es el escenario donde la Iglesia católica celebra en cónclave la elección de un nuevo Papa.

Manuel Vicent

Levantada por el papa Sixto IV della Rovere, al que debe el nombre, la Capilla Sixtina es el huevo de oro donde, desde hace algunos siglos, germina y saca sus primeras plumas blancas el nuevo Papa, incubado por los cardenales, a medias con el Espíritu Santo. El techo y sus cuatro paredes se hallan literalmente abigarrados por una cantidad exorbitante de personajes bíblicos pintados por los artistas más insignes del Renacimiento. El número de estas figuras excede con mucho al de los turistas que las están contemplando de pie en el suelo bajo una penumbra dulcemente sometida al incienso y al anhídrido carbónico. Más allá de sus propios mármoles, uno de los elementos más sólidos de la Capilla Sixtina lo constituye la cola perenne, que después de desarrollarse por los intrincados pasillos y estancias llega hasta la calle y allí se convierte en una firme estructura exterior de los muros del Vaticano.

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Por encima de esa cola pasan las cuatro estaciones del año, los soles, las lluvias, los vientos, las heladas, sin que se altere su sustancia, compuesta por gentes de todas las razas y creencias; pero este paciente hormiguero no es una más entre las múltiples aglomeraciones de turistas que devoran los monumentos, ruinas y museos por todo el planeta. En este caso, cada una de estas hormigas lleva una carga muy creativa. De su actitud depende que la Capilla Sixtina se convierta en un lugar sagrado o en un espacio cultural, que sea una iglesia o una exposición de pintura, según la intención religiosa o estética de cada mirada. Esta creación subjetiva es una cuestión fundamental del arte.

La última vez que visité la Capilla Sixtina, después de una hora de conformismo pétreo bajo la lluvia mansa, la cola comenzó a arrastrarme hacia el interior del laberinto del Vaticano. Por diversas estancias forradas de damascos, logias abarrotadas de pinturas y mármoles, por escaleras y pasillos cada vez más herméticos, el hormiguero avanzaba apacentado en cada rellano por algún servidor pálido y levítico que desviaba su curso. Las flechas señalaban el único camino posible. En medio del rumor de los pasos oí que una hormiga con acento venezolano decía:

-¡Cuánta riqueza, con el hambre que hay en el mundo. Tú ves, si se vendieran todos estos cuadros, esculturas, custodias y cálices de oro, incunables, cristos de marfil, muchos pobres saldrían de su miseria!

-Los pobres se comen todo esto, y qué -contestó la otra hormiga-. Al cabo de un año, ellos vuelven a tener la misma hambre y la Iglesia se queda sin nada. Y nosotras no estaríamos aquí contemplando estas maravillas.

La multitud que llenaba la Capilla Sixtina aquella mañana dividía los ojos entre el fresco de la bóveda donde el dedo del Creador y el de Adán están a punto de hacer una síntesis, que dará origen a este idiota furioso que es el hombre, y el espanto carnal del Juicio Final que ocupa el frontispicio detrás del altar. De vez en cuando se oía una voz de algún vigilante que reclamaba silencio, pero el rumor turístico seguía llenando todo el ámbito. Muchos elevaban el dedo índice a aquella escena cumbre de la Creación, y daba la sensación de que, por el simple hecho de señalarlo, los turistas a su vez estaban creando a Jehová. De pronto, a mi alrededor se produjo un pequeño altercado con algunos gritos en varios idiomas. A un japonés que estaba mirando muy concentrado el festín de músculos de aquel Olimpo cristiano le acababan de robar la cartera. Uno de los guardianes levíticos se acercó a poner orden, y en vez de encontrar al ladrón vio que una chica se había quitado la chaqueta dejando visible un escote pronunciado. El vigilante la conminó duramente para que se cubriera.

-¡Questa è una chiesa! -le gritó.

-¡Esto no es una iglesia, esto es un circo! -exclamó la mujer-. A este hombre le han limpiado el dinero, el pasaporte y las tarjetas de crédito.

-Usted debe taparse ese escote, señora.

-¿Cómo? Eso no es justo. Mire las pinturas de las paredes, señor. Adán está completamente desnudo, todos los santos están desnudos, los cuerpos de los que van al cielo o al infierno en el Juicio Final están desnudos. ¿Por qué tengo que cubrirme yo un simple escote, que no soy más que una pobre señora?

La orden tajante que le dio a la mujer aquel servidor de la Iglesia para que se recatara, ya se había repetido otras veces en la historia, aunque esta vez los reprimidos fueron los personajes desnudos que poblaban las paredes. En 1564, en pleno concilio de Trento, el papa Pío IV mandó al pintor Daniele da Volterra que tapara los preclaros genitales que dejó al aire Miguel Ángel, totalmente briago de hedonismo renacentista. Sixto V, en 1585, y Clemente XIII, en 1758, volvieron a ordenar que algunos paños y veladuras hicieran olvidar el sexo de los ángeles y los bienaventurados, no así el de los réprobos que caían en el infierno después del Juicio Final. En la última restauración, hace pocos años, patrocinada por una televisión japonesa, que ha costado casi cuatro millones de euros y se ha extendido a lo largo de 14 años bajo la dirección de Gianluigi Colalicci, algunos muslos de vírgenes y de santos han sido liberados de sus celajes ficticios para recuperar el esplendor de la carne.

En la Capilla Sixtina, unos rezan, otros sólo admiran la belleza. Dudo que las pinturas tan atléticas de Miguel Ángel muevan más a la devoción que a la fascinación, y aunque es el rey absoluto de estas paredes, este artista fue el último en incorporarse al trabajo de convertir este espacio en el símbolo del poder y de la plenitud de la Iglesia católica de aquel tiempo. Los primeros pintores que dejaron aquí su genio fueron los primitivos florentinos Perugino, Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, que se trasladaron a Roma con sus respectivos talleres llamados por el papa Sixto IV della Rovere, que cubrió su cabeza con la tiara desde 1471 hasta 1484. Bajo su reinado se transformó la antigua Capilla Magna en esta que lleva su nombre. Su sobrino Julio II, llamado El Terrible, encargó a Miguel Ángel que pintara la bóveda y el frontispicio en 1508, y el Papa tuvo que arrearlo con un látigo para que terminara el trabajo, que duró cuatro años en medio de tormentos y éxtasis y guerras papales.

Sandro Botticelli llegó al Vaticano en 1480 y fue el principal creador de la decoración de la capilla. Su trabajo consistió en pintar tres grandes frescos: La purificación del leproso y la tentación de Jesús, Escenas de la vida de Moisés y el Castigo de Coré, Datán y Abirón. Dejando los rezos para otro día, una de las búsquedas más exquisitas que pueden realizar en la Capilla Sixtina consiste en descubrir, en medio de la abigarrada multitud de figuras, el rostro de Simonetta Vespucci, su modelo favorita, la misma que simboliza a Venus saliendo del mar y la primavera con las tres gracias. También es un lujo de degustadores estetas descifrar los rostros de amigos y enemigos, de personajes de su tiempo que Miguel Ángel pintó enmascarados en la multitud, algunos condenados al infierno, entre ellos al propio Julio II, porque no le pagaba su ardua labor de permanecer en lo alto del andamio boca arriba cuando ya tenía más de 60 años.

Muerto el Papa, mientras dura la sede vacante y se realiza el cónclave, desaparece la cola, se aleja el guirigay turístico y la Capilla Sixtina recupera el aire sagrado, misterioso, clausurado bajo llave, con las puertas selladas, donde el revoloteo de la paloma del Espíritu Santo se une al bisbiseo conspirativo de los cardenales electores que se reúnen es este espacio mañana y tarde para depositar la papeleta del voto en la urna plantada en el altar.

Hasta el último cónclave, los cardenales se acomodaban en habitaciones improvisadas con paneles en los pasillos, bajo las escaleras, en las pequeñas estancias alrededor de la Capilla Sixtina, en los museos vaticanos. Esos compartimentos prefabricados en torno al huevo de oro carecían de cuarto de baño, los cardenales tenían que recorrer los pasillos en pijama y babuchas con una palangana en busca de agua; en cambio, dormían coronados por un fresco de Ghirlandaio o por una Virgen de Rafael, un lujo para el mejor de los sueños.

Juan Pablo II, que participó en los dos cónclaves de 1978 y pudo observar estos inconvenientes, decidió construir un verdadero hotel en el interior del Vaticano, llamado la Domus Sanctae Marthae, donde habitualmente se aloja desde 1996 el personal de la curia romana, y que queda a disposición de los cardenales electores durante el cónclave. Hoy la clausura del cónclave no sirve de nada habiendo teléfonos móviles, a no ser que, en el escáner de entrada en el Vaticano, sus eminencias sean despojados o prometan bajo juramento usarlo sólo para comunicarse con el Espíritu Santo.

Con el nuevo Papa en el balcón, la Capilla Sixtina perderá el misterio y volverá a recuperar la cola, que es uno de sus elementos esenciales. Gentes de todas las razas y creencias dentro de aquel espacio la irán convirtiendo en un templo o en un museo bajo el poder omnímodo de la mirada religiosa o estética. Si rezas a una Virgen de Rafael te puede curar de cualquier enfermedad, si la contemplas como una obra de arte sólo te sentirás maravilloso, si admiras las musculaturas de Miguel Ángel podrás creer que estás en un gimnasio; pero si bajo los azules eléctricos de Adán, de Caín o de Jehová, del espanto y la gloria del Juicio Final, descubres el poder que un día tuvo la Iglesia católica, entonces la Capilla Sixtina volverá a recuperar toda la sugestión, todo su misterio.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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