Valle de sombras
En la primera edición española del Guinness, publicada en 1967, sólo figuraban tres récords nacionales; lo recuerdo porque una de mis primeras tareas periodísticas consistió en escribir una reseña sobre la magna obra, incidiendo especialmente, por supuesto, en las plusmarcas españolas, a saber: a) Manuel Benítez, El Cordobés, por la esforzada gesta de haber dado muerte a estoque a más toros que ningún otro ser humano en la historia del mundo. b) Un atleta, cuyo nombre he olvidado, que consiguió hacer girar un aro con un palito durante varios días con sus respectivas noches. Y c) Francisco Franco Bahamonde, como propietario del mayor mausoleo contemporáneo erigido en vida por uno mismo con sus propios mecanismos, en este caso por un pequeño dictador megalómano y superlativo, heredero, no en lo grande, sino en lo infinitamente mezquino, de los grandes déspotas de la Antigüedad; pioneros en la suprema crueldad de forzar a los vencidos supervivientes a edificar los monumentos a la gloria y memoria de los vencedores. Entre los forzados que labraron la faraónica tumba de Franco con sus huesos y su sangre, seguro que algunos trabajarían a marchas forzadas, con el pensamiento puesto en que pudiera ocuparla cuanto antes.
En el marco, realmente incomparable e inmarcesible, del Valle de Cuelgamuros, en el Guadarrama madrileño, Franco clavó la Cruz de los Evangelistas como un ostentoso pisapapeles; no era la cruz de su contumaz sacrificio por la patria una, grande y suya, sino el instrumento de tortura y muerte con el que crucificó a una población sometida y humillada. Y bajo la cruz airosa y los evangelistas ciclópeos, en las profundidades de las que nunca debió salir el monstruo, criptas basilicales, túneles y bóvedas, más castrenses que espirituales, catacumbas de una frialdad extrema consagradas a un culto execrable, a una secta que aunque minoritaria y presuntamente proscrita aún mantiene sus privilegios, sus partidarios y sus "durmientes", que se despiertan alteradísimos cuando en mitad de la noche los funcionarios de este Gobierno de laicos que no respetan nada descuajan alevosamente sus emblemas y sus símbolos.
Incómoda piedra en el zapato del Patrimonio Nacional, el rocoso búnker de Cuelgamuros es la caverna primigenia, la oscura catedral del nacionalcatolicismo donde aún se reúnen los fieles residuales de la religión franquista. No prosperó en su día el proceso de canonización del cristianísimo adalid, que sólo fue homologado y subido a los altares por Clemente, el antipapa, papa invidente y vidente de El Palmar de Troya, fallecido hace unos días; pero el alcázar no se rinde aunque algunos de sus últimos defensores tengan que contratar a mercenarios del aerosol para injuriar los muros en su nombre y en el de su descabalgado caudillo a causa de los achaques.
Recuperar esta irreciclable e incómoda reliquia del pasado reciente y ocuparla con un centro de interpretación del franquismo, como dicen que piensa hacer el Gobierno socialista-laico-tripartito, me parece una iniciativa salomónica y piadosa, menos irreverente que reconvertirla en parque temático con túnel del tiempo y cripta de los horrores. En Cuelgamuros hay muchas claves que interpretar, no son del tipo "Código da Vinci" pero hay que descodificarlas y desencriptarlas con mucho tacto. En las monumentales piedras de este faraónico mausoleo, Franco dejó algunos jeroglíficos de su personalidad inscritos en la piedra; por ejemplo, las colosales dimensiones del espacio total, el peso y los enormes volúmenes de los evangelistas, son propias de megalómanos cortos de talla amantes de los superlativos y de las botas de montar. Hay otro par de detalles significativos: Franco se negó a que las virtudes cardinales del friso fueran representadas por figuras femeninas, como pretendía el escultor, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza; según el excelentísimo mecenas, eran cosa de hombres, de ángeles en este caso. Y por último, el cliente exigió a Juan de Ávalos que rejuveneciera al máximo la estatua de san Juan Evangelista que el escultor quería representar como un anciano, en la edad en la que se supone que redactó su Evangelio y ese Apocalipsis tan querido en la iconografía franco-católica.
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