Procesión
Un gran poeta no tiene idioma, ni patria, ni época: lo que dice vale para todos y para siempre; y por eso uno abre, por ejemplo, la antología de Anna Ajmátova que acaba de publicar la editorial Hiperión y se encuentra con esta minuciosa definición del franquismo: "Todos se fueron y nadie regresó. / Fiel a la última promesa amorosa / sólo tú diste la vuelta / para ver el cielo ensangrentado. / La casa estaba maldita y maldito el oficio. / Era inútil el dulce canto / y no me atreví a levantar la mirada / ante mi terrible destino. / Profanaron la claridad de la palabra, / pisotearon el verbo sagrado / (...) me separaron del único hijo, / torturaron a los amigos en los calabozos, / me rodearon con empalizadas invisibles, / (...) me premiaron con la mudez, / mendigando la condena por el mundo, / me llenaron de calumnias, / calmaron mi sed con veneno / y conducida hasta el límite / fui abandonada allí por alguna razón. / Por eso a esta loca ciudadana / le gusta divagar por plazas agonizantes".
Todo eso no le pasaba a Ajmátova en Madrid, sino en San Petersburgo, pero y qué. Y el criminal no se llamaba Franco sino Stalin, aunque eso qué importa, si lo único que cambia en los dictadores es el apellido, pero lo demás es idéntico: los asesinatos, la persecución, los campos de exterminio, las prisiones, la censura, las casas por cuya chimenea sale -dice Ajmátova- "una bandada de poemas incinerados", las fosas comunes, el destierro, los niños robados, la repugnante complicidad de los que aplauden y de muchos de los que callan. Y, naturalmente, cuando por fin se demuestra que, tal y como afirma la escritora rusa, bajo los pies de todos nosotros, incluso bajo las botas del tirano, se hallan "los escalones del sepulcro", también se repite, en cualquier país y en cualquier tiempo, la nostalgia de los que al morir el opresor añoran sus canalladas.
En Madrid han quitado la estatua de Franco, Franco, Franco que había en la plaza de San Juan de la Cruz y por la que deambulábamos Anna Ajmátova muy a menudo. Sí, eso he dicho, deambulábamos ella, a ver qué gramática se atreve a corregirnos a los que muchas tardes veíamos con sus ojos esa misma "plaza agonizante" de su poema y al contemplar su trozo de cielo tachado por el bronce nos preguntábamos cómo es posible, qué hace a esta democracia más cobarde que las demás y a qué le temen, dónde hay una estatua a Hitler en Berlín, o a Mussolini en Roma o a Stalin en Moscú. Pero, por fin, el Gobierno ha aprovechado que venía la Semana Santa para sacar la imagen en procesión hacia nunca más. Qué fácil fue: la arrancaron de su pedestal, la metieron en un camión de espaldas y uno de los que estaban allí brazo en alto, les gritó: "Así no, cabrones, que Franco nunca cabalgó de culo". Y nada más.
Bueno, sí, ha habido algo más y ha sido la demostración de que el Partido Popular lo forman dos partidos y que uno de ellos es una formación política absolutamente respetable, mientras que el otro produce náuseas. En la parte del respeto, la tolerancia y las ideas defendidas con argumentos democráticos se pueden escribir sin titubeos los nombres del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón o del candidato a la Generalitat, Josep Piqué, aunque en este caso sea uno por lo que se ha callado y otro por lo que ha dicho. En la parte de las náuseas, les dejo una línea de puntos para que la rellenen ustedes mismos con todos los que justificaron siempre la estatua de la vergüenza y ahora critican su retirada con el planteamiento cínico que ya usó ese alto cargo municipal, de cuyo nombre tampoco esta vez quiero acordarme, que dijo hace muy poco, cuando volvió a plantearse la necesidad de quitar de nuestras ciudades todos los símbolos fascistas que las ennegrecen, que "no se puede querer borrar cuarenta años de la historia de este país". Pues mire usted dos cosas: en primer lugar, si a todo lo que ocurrió y está en los manuales hay que hacerle una estatua, se nos van a llenar las calles, por poner un ejemplo siniestro, de monumentos a la ETA. Y, en segundo lugar, los dictadores no hacen historia, sólo la deshacen. No sirven para nada más.
Qué hermosa ha sido la procesión de la plaza de San Juan de la Cruz: si sacar a Jesucristo a la calle es una procesión, también lo será llevarse de ella al diablo, ¿no? Por cierto, ahora que queda sitio, sería muy justo que el pedestal liberado lo ocupase el poeta que le da nombre a la plaza. Sus versos son un milagro. A Ajmátova también le encantaban.
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