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VISTO / OÍDO
Columna
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La estatua del hombre invisible

Todos los días, grupos, cánticos, banderas, acuden al vacío que ha dejado la estatua de Franco. Es natural. Muchos creyeron en él, en su orden, en su eliminación de la amenaza roja y sus disolventes ateos. Han muerto los primeros; quedan muchos del largo final, y los hijos de familias elevadas por él: el franquismo sustituyó una burguesía republicana por una burguesía fascista, o franquista, que está en la cumbre de los negocios, del capital, de la política. Cuando se quite la peana, el lugar se hará sagrado: un vacío emotivo. No olvidemos el sebastianismo, a la esperanza de que volviese el rey don Sebastián, muerto en la batalla de Alcazarquivir (1578): todavía hay sebastianistas en Portugal. El franquismo tuvo brotes tras la muerte de Franco (el largo Gobierno de Arias Navarro, los cien asesinados de la izquierda), se acomodó con el Gobierno de Adolfo Suárez, y le quitaron de en medio de forma misteriosa (nunca dijo por qué dimitía), se lanzó el golpe de Tejero y sus oscuros mandos y perdió: demasiado pronto, demasiado mal. Acabó la UCD, acabó Alianza Popular de Fraga (no salió diputado), se limpió el democratismo en el nuevo partido, el popular (la derecha civilizada de Herrero de Miñón), se partió en cruzada contra Felipe González, que fue asumido por el votante como un hombre de un centro, o centro derecha, inteligente y demócrata, se exageraron sus defectos y se acabó con él. El derechismo de Aznar fue de aceleración; poco al principio, mucho al final, después de la mayoría absoluta, y se tuvo que ir sin acabar su sueño: conquistar España poniendo militantes a la cabeza de cada autonomía. Demasiado pronto: Aznar quería tomar el papel mítico de salvador de España y retirarse. Lo interesante es que ese impulso de nacionalizar España, con el reino de Cristo representado por el Opus presente en el Gobierno, y con el soporte de Estados Unidos, no se consiguió; hubiera quizá tenido más votos en las elecciones generales pero no la mayoría absoluta, y no hubiera podido gobernar. Estaba previsto.

A partir de ese momento, la extrema derecha se ha recrudecido: el PP se ha hecho más duro, y sus amigos ahora atacan limpiamente la caída de la estatua de Franco, ya no les importa asumir de dónde vienen. No son los grupitos que cantan y rezan; son los periódicos y las radios los que denuncian estatuas rojas intactas. Salen de la clandestinidad. De su armario.

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