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Dos estudios, una conclusión

Ésta no ha sido una buena época para los conservadores de Estados Unidos y otros lugares, que creen firmemente que la economía de libre mercado resuelve todos los problemas, y que detestan los esquemas de gobernabilidad internacional, hacen valer el derecho de todo ciudadano a conducir un vehículo tan grande como pueda permitirse y consideran el Protocolo de Kioto una trama socialista. Con frecuencia, a estos economistas neoclásicos les gusta describirse como "realistas". Pero dos estudios científicos recientes indican que su realismo reside en unos cimientos cada vez más resquebrajados.

El primer estudio, sobre los cambios de temperatura oceánicos, se resumió a mediados de febrero en la reunión anual de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, que no es precisamente una organización radical resuelta a socavar la república. En ella, Tim Barnett, de la reconocida Institución de Oceanografía Scripps, de San Diego -respaldado por estudios de reputados centros de investigación de otros lugares-, citó nuevas pruebas de ecosistemas que se desmoronan bajo la tensión del cambio climático. Algunos de los datos -sobre plantas que cambian de color, aves marinas que mueren, el deshielo de los glaciares andinos- resultaban aterradores. Como dijo sin rodeos Barnett, las pruebas del informe de su equipo son tan rotundas que cualquier ataque instigado por la Casa Blanca contra la tesis de que las actividades humanas están provocando el calentamiento global sería "insostenible".

Pero, ¿llevará esto a que la Administración de Bush y sus miembros vinculados a la industria del petróleo y los denominados asesores expertos reconozcan que su anterior postura era errónea y que deben tomarse medidas urgentes, especialmente el país que, con un 4,5% de la población mundial, emite aproximadamente un 25% de todos los gases con efecto invernadero a la atmósfera? Por supuesto que no. Sin embargo, antes de que reflexionemos más sobre ese problema, consideremos el segundo estudio, de nuevo muy importante para todos, excepto para los políticamente sordos. Este estudio fue la encuesta anual sobre tendencias de población global realizada por el Fondo de Población de Naciones Unidas, otro organismo integrado por demógrafos, economistas y científicos altamente cualificados. Lo esencial del estudio es que la población mundial no está ralentizándose tanto como se esperaba, o como los conservadores habían previsto. Lo más probable es que la población mundial pase de los aproximadamente 6.000 millones en la actualidad a 9.100 millones en 2050, produciéndose casi la totalidad de ese crecimiento en países pobres y en desarrollo (o no en desarrollo).

India, por ejemplo, sigue creciendo tan rápidamente que su población rebasará a la de China en otra generación. Juntas, estas dos imponentes naciones suponen aproximadamente un tercio de la humanidad. Lo que hagan (o dejen de hacer) nos afectará a todos. Por ejemplo, ambas hacen gala de una voraz ansia de petróleo y carbón, incitada no sólo por sus gigantescas poblaciones, que pasan de la madera y el estiércol a los combustibles de carbón como fuentes de calefacción, iluminación y cocina familiares, sino también por su crecimiento industrial, increíblemente rápido, cuyo alcance todavía no comprenden la mayoría de los occidentales. El año pasado, las importaciones petrolíferas de China aumentaron un tercio (¡!), lo cual significa que su demanda de petróleo superó a la de Japón por primera vez en la historia. Las importaciones petrolíferas de India se incrementaron en un 11%, y están creciendo con rapidez.

Es difícil hacer justicia a todas las consecuencias geopolíticas de este enorme cambio, aunque un excelente artículo de Keith Bradsher en The New York Times el 18 de febrero nos daba algunas pistas: la Armada china se apresura a construir una flota para proteger las líneas marítimas desde el golfo Pérsico hasta la costa de China; tanto India como China están invirtiendo mucho dinero en regímenes horribles (Sudán, Myanmar) para lograr el acceso a su petróleo y su gas, y el precio del petróleo para los consumidores mundiales -otra mala noticia para los conductores de utilitarios- se va a mantener alto. El coste de un litro de gasolina en Oklahoma cada vez está más condicionado por acontecimientos en Mumbai y Shanghai.

Ahora relacionemos esto con el primer estudio, y empecemos a rezar por todas esas aves marinas, por nuestros glaciares y por nosotros mismos. China e India están exentas de adherirse a las estrictas limitaciones de emisión del Protocolo de Kioto, un hecho que los detractores neoconservadores de este tratado aciertan a destacar y que lógicamente requiere una modificación. Pero eso se aceptó porque, a pesar de sus crecientes niveles de gasto de combustible, todavía consumen menos de una sexta parte del índice estadounidense por persona. Esto sitúa a Washington en una posición negociadora cada vez más difícil. A medida que surgen más y más pruebas sobre el daño que los seres humanos están infligiendo al planeta por el uso desenfrenado de energía, mientras California sufre unas restricciones de agua cada vez mayores, Nueva Inglaterra cede a unos inviernos cada vez más inclementes, y China e India avanzan imparablemente para convertirse en los mayores emisores de gas con efecto invernadero del mundo, ¿qué poder económico, científico y moral puede poner Washington sobre la mesa de negociaciones, incluso aunque se dé cuenta, con retraso, de que necesitamos acuerdos internacionales (¡y controles!) mucho más sólidos para impedir que leguemos a nuestros nietos un planeta echado a perder? Muy poco.

Cuando Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Japón se estaban industrializando con gran rapidez hace 100 años, se enzarzaron en una batalla internacional para hacerse con las fuentes energéticas mundiales, estuviesen donde estuviesen. Hoy está ocurriendo lo mismo, y seguirá ocurriendo en los próximos años. Una triple rivalidad por los recursos de petróleo y gas entre Estados Unidos, China e India, con la participación de Japón y Europa, intentando encontrar desesperadamente otras fuentes y es

-capar de la carrera (probablemente imposible desde el punto de vista tecnológico), no es una hipótesis optimista. Pero cada vez es más probable.

No tengo una solución sencilla para el problema añadido de nuestra enorme dependencia de los combustibles fósiles y las crecientes manifestaciones del estrés medioambiental. (La persona que la tenga debería llevarse el Premio Nobel en todas las categorías). Pero debo decir que la reciente aparición de estos dos estudios me ha causado más inquietud, y me deprimí aún más cuando leí acerca de un periodista o senador conservador que afirmaba que no hay necesidad de modificar nuestros hábitos derrochadores. Por último, me sorprende una ironía histórica. Al fin y al cabo, fueron los republicanos quienes se esforzaron más por proteger nuestra herencia natural para las generaciones venideras. Fue Teddy Roosevelt quien impulsó los parques naturales, tan maravillosos y apreciados, aunque son espacios que estadounidenses y extranjeros casi dan por sentados en la actualidad. Fueron los miembros de la familia Rockefeller (los magnates del petróleo, ¿recuerdan?) quienes compraron y legaron magníficos bosques a la posteridad, desde las islas Vírgenes de EE UU en el Caribe hasta la montaña Cadillac, en Bar Harbor, Maine. ¿Por qué algunos conservadores estadounidenses de hoy en día han perdido esta fantástica tradición? Si ellos no "conservan", ¿quién se supone que debe hacerlo entonces?

Paul Kennedy es titular de la cátedra de Historia J. Richardson y director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Autor de Auge y caída de las grandes potencias. © Tribune Media Services, Inc., 2005. Traducción de News Clips.

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