Los 99 años de Francisco Ayala
Escritor y académico, su biografía es la del siglo. El próximo miércoles cumple 99 años. Una vida fuera de serie, llena de rigor y honestidad. Amigos y familiares prestan su voz para acercarnos al hombre más íntimo, al que ellos mejor conocen.
En la Academia, y un poco de historia
Cada jueves se encuentran los dos en la Real Academia Española. Pero la amistad viene de antes. De cuando Emilio Lledó tan sólo conocía a Francisco Ayala por sus libros, y pudo, al fin, saludarle en Heidelberg.
Por EMILIO LLEDÓ
Fueron dos encuentros, casuales como casi siempre en la vida, los que me llevaron a Francisco Ayala. El primero, por medio de la escritura. Tengo, entre los libros de mi biblioteca, una edición de Razón del mundo. Un examen de conciencia intelectual. Está publicado por la editorial Losada, en Buenos Aires, en 1944. Aunque siempre me digo, un poco pretenciosamente, que podría recobrar buena parte de mi memoria personal haciendo la historia de mis libros, no puedo, en este caso, recordar dónde lo compré ni en qué trastienda de librería. Porque un libro tan inteligente, pero tan incorrecto para la censura franquista, no sería fácil de adquirir. Confieso que, a mis veinte años, yo no sabía quién era Francisco Ayala, como tampoco sabía quién era, por ejemplo, Max Aub. De ellos, por cierto, acaba de publicarse un precioso epistolario. Esta ignorancia, alimentada y fomentada por las autoridades y por algunos interesados en fumigar la memoria, permitía que en aquellos tiempos pudieran, digamos, brillar novelistas mediocres, ensayistas, profesores mediocres. Hasta hace muy poco ha durado esta marginación histórica de lo mejor de nuestra cultura. En buena parte, aún dura. Había, por supuesto, un pequeño exilio interior de algunas figuras nobles y notables a las que también se ensombrecía y combatía.
La admiración que me produjo este primer libro de Ayala me llevó a descubrir, pocos años después, los volúmenes de su Tratado de sociología (1947), con el que escandalizábamos, ya en la Facultad, al profesor que nos enseñaba "sociología tomista". Con todos los respetos para Tomás de Aquino. Me temo que aquel profesor tampoco sabía nada de Ayala, pero seguro que, cuando le dijimos que era un catedrático y escritor que tuvo que irse de España, por la Guerra Civil, le parecía todavía más desaconsejable e inquietante ese libro. Tengo que reconocer, sin embargo, que un día me lo pidió. Le dejé uno de los tres volúmenes. Al poco tiempo me lo devolvió. "En el fondo, aunque es demasiado realista, no está del todo mal", me dijo aquel inolvidable fraile. Nunca pude saber qué quiso decir con "realista".
El otro encuentro, el encuentro con la persona real, con la mirada y la voz de Ayala, por quien sentía ya, sólo por sus escritos, ese afecto que en la juventud te engarza con un paisaje de ideas y sentimientos que reconforta y da vida, fue en Heidelberg, adonde yo me había marchado a principios de los años cincuenta. Era la época en que Ayala residía en Puerto Rico y aprovechaba las vacaciones universitarias para viajar por Europa. Un estudiante colombiano, al que había conocido en las clases de Gadamer y Löwith, tenía con Ayala una cita en un café de la Hauptstrasse, y me invitó a acompañarle. "¿Con Ayala, el sociólogo?", le pregunté. Porque eso era, entonces, para mí, mi don Francisco. Intentando evocar su imagen, le veo desde el recuerdo, en su juvenil madurez -aún no tendría Ayala 50 años-, sentado con nosotros, en aquel café italiano, Fontanella se llamaba, lugar de encuentro de los dos o tres españoles que vivíamos en la ciudad del Neckar, antes de que llegase la fecunda, ejemplar, pacífica invasión de trabajadores españoles, la mayoría andaluces, a las fábricas de Mannheim o Ludwigshafen. Ayala era el primer exiliado a quien conocí. Y su presencia me traía, encarnado en una figura entrañable y excepcional, el aire de un país de libertad y esperanza; el país que yo añoraba y que se nos arrebató. Fue emocionante para mí ese encuentro, porque veía, en vivo, con la lucidez, la ironía, el poder evocador de sus palabras, una realidad histórica en la que yo me reconocía. Y recuerdo también que le conté aquella historia de su Tratado de sociología, que me sirvió, a pesar de todo, para aprobar la asignatura, esa expresión ridícula y funesta que, desgraciadamente, sigue viva en una buena parte de nuestra organización universitaria. Pero ese libro me abría, además, un panorama insospechado de análisis, de sugerencias e ideas, de reconocimiento, de encuentro conmigo mismo, a través de los otros, de la historia de los otros, de una sociedad, como territorio de lucha y realización, en la que yo quería estar.
Le debo a Ayala, entre otras muchas cosas, esa esperanzada y comprometida enseñanza de que, a pesar de la desvergüenza, la violencia, la maldad, la degeneración y corrupción de la mente, vivir es convivir, querer entender, saber qué pensar, aprender a pensar desde el mismo corazón de la sociedad en la que se está. Y aceptar lo que progresa en la justicia y en la bondad -esa palabra tan arrumbada y deteriorada-. Desde entonces han pasado muchos años hasta ese feliz día de noviembre de 1993 en que él quiso también que fuera su compañero en la Academia, para que ya no tuviésemos que dejar en manos del azar nuestros encuentros. Hasta el día en que escribo esta nota, puedo vivir, en ese magnífico espacio de trabajo y amistad, la experiencia de su inteligencia, de su rebelde, lúcida, apasionada personalidad. Porque además he tenido la fortuna de coincidir con Ayala no sólo en las sesiones plenarias, sino en varias comisiones, donde, en grupos reducidos, bregamos con esa inagotable, cada día más asombrosa, tarea de las palabras, de sus formas, de sus sentidos.
Viéndole, oyéndole, me reconforta confirmar de nuevo que vivir es estar presente, dejar que la inteligencia y sus neuronas no se agrumen -patología frecuente en nuestro tiempo- y se pudran, tener luz en los ojos, no dejarse corroer por los mordiscos de rastreros intereses, amar la vida, y el lenguaje que la expresa. Esa vida que Ayala ha sufrido, ha gozado y ha alumbrado con su obra y con su larga, firme, asombrosa existencia.
De sus pasos en la calle
A Francisco Ayala le gusta andar. Y conversar con sus amigos. Es un hombre de ir por la calle. Con el escritor y periodista Juan Cruz ha compartido Ayala innumerables charlas, paseos y comidas.
Por JUAN CRUZ.
Antes iba a pie a la Academia, desde su casa de la calle del Marqués de Cubas, pero desde hace algún tiempo la institución, a cuyas reuniones de los jueves no falta nunca, le envía un coche. Podría ir andando, con esa manera suya de caminar, fijándose en todo lo que sucede, en todo lo que oye. Es un hombre serio, y así camina, como si sus pasos en la tierra (De mis pasos en la tierra es un libro que ahora vuelve a publicar) le despertaran sus memorias y olvidos Cuando ríe Ayala es cuando se encuentra con un amigo a quien considere de veras; le abraza como si no quisiera que se fuera nunca. Es un conversador franco y divertido, su memoria es prodigiosa, y se detiene en todos los detalles: hace unos meses, en la Biblioteca Nacional, describió uno de sus tesoros más preciados, el cuadro en el que su madre pintó el jardín familiar, y parecía que Ayala regresaba a aquel lugar que fue su paraíso, como si estuviera viendo de nuevo el jardín de las delicias. Puede estar en silencio, pero éste no es incómodo nunca: Ayala habla cuando tiene que hacerlo, procura abrir la boca sólo cuando tiene algo que decir. No es un hombre dado a las formalidades, y tiene por la solemnidad un solemne desprecio. Se le nota: es un hombre muy expresivo, y si le miras el rostro y le ves feliz es que está verdaderamente feliz; y no disimula tampoco sus enfados. Es un hombre de ir por la calle; fue un andarín, por Madrid, por Berlín, por Nueva York, por Buenos Aires Cuando regresó a Madrid, después del exilio, vio la ciudad del color gris de la tristeza, como las alas de una mosca. Y todo fue cambiando tanto después que acaso sólo la luz que entra por los enormes ventanales de su casa resulta invariable con respecto a su memoria sucesiva de la ciudad de Madrid. Muchas veces transita otras calles, las que rodean la casa de su esposa, Carolyn Richmond, en el barrio de Chamberí; pero aquí, en Marqués de Cubas, se ha hecho la mayor parte de su vida del regreso. No es verdad que beba más de un whisky cuando atardece; se toma uno, y luego cena una manzana. A mediodía come más en serio, con un apetito que es la expresión de su excelente salud. La primera -y la última- vez que se emborrachó tenía poco más de veinte años; fue con cap, una bebida dulzona que combina el vino blanco con las frutas. Ya que hablábamos de la calle, le pedimos el otro día que nos recordara lo que más le impresionó caminando: un día, en Nueva York, había un remolino de gente en la acera; una joven se había tirado desde una ventana; allí estaba, muerta, y jamás él ha olvidado esa escena. Antes iba mucho al cine, pero ahora lo ve en casa, en la pantalla de Carolyn. No hay tantos motivos para salir a la calle. Pero cuando está en ella, cómo se ríe, cómo camina, con qué felicidad abraza la vida que le llega.
La curiosidad por el presente
El director del Instituto Cervantes de Nueva York recuerda desde la lejanía a un Ayala que conserva en la memoria la historia de un siglo. Un hombre de pelo blanco, de sonrisa fácil, cálida.
Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
En el recuerdo veo a Ayala de lejos, subiendo solo, muy derecho, despacio, la cuesta de la calle de Felipe IV, camino de la Academia, con algo de otro tiempo en su apostura, quizá la boina o el corte del abrigo. Igual de erguido permanece mientras toma una copa y conversa, y esa derechura se ve que la ha tenido desde siempre; se le advierte en su gesto de perfil, en el que uno reconoce sin dificultad al hombre más joven de las fotografías, el hombre de cara más carnosa, mirada oscura, levantina, y bigote muy negro, que parece un borrador de este al que conocemos, el Ayala de pelo blanco, de piel mucho más clara y mejillas enjutas. "Yo es que hace ya muchos años que soy muy viejo", dice de vez en cuando, con un sarcasmo que es muy suyo, y que parece subrayado por un resto de acento de Granada que tiene una mezcla de acento porteño. En su habla se superponen los acentos como en su memoria las experiencias, los países, los viajes, los muchos pasos por la tierra a los que él mismo alude en el título de un libro, citando un verso feliz de Don Juan Tenorio.
Y sin embargo, no es un hombre abrumado por la memoria, ni irradia esa pesadez que advierte uno a veces en personas que exhiben delante de cualquiera sus acumulaciones de recuerdos, sus tesoros de experiencias y fatigosas anécdotas, memoriones oficiales que empiezan provocando reverencia y a los pocos minutos lo que despiertan es fastidio. En Ayala, en su manera de ser, de hablar, de estar en el mundo, en el tiempo presente, hay algo escueto, incluso seco, como en su perfil que parece de un dibujo de periódico de los años treinta, una caricatura cubista de Bagaría. Su forma de expresión preferida no es el recuerdo demorado y autocomplaciente, sino la observación rápida, con frecuencia ácida; la sorna inspirada por un conocimiento larguísimo de las flaquezas y las tonterías de los seres humanos, especialmente de la hinchazón gaseosa, de la pompa flatulenta que aqueja tantas veces a los personajillos públicos.
Tal vez porque llevo sin verlo más tiempo del que suele ser habitual tiendo ahora a recordarlo en una cierta lejanía, como se ve a algunas personas queridas en los sueños. Lo veo solo, de espaldas, en una noche de invierno, después de la despedida rápida en la puerta de la Academia, un poco encorvado, las manos en los bolsillos del abrigo, la boina bien calada, bajando hacia el paseo del Prado, camino de su casa en la calle del Marqués de Cubas. Lo veo rodeado por la noche fría y deshabitada de Madrid y por el espacio vacante del mundo que conoció y que ya no existe, del que casi nadie más que él sobrevive: la ciudad con tranvías y con banderas republicanas en los edificios oficiales, los amigos, los cafés, las redacciones de los periódicos, los carteles electorales del Frente Popular, la palpitación moderna y el desgarro de aquel país que ardió para siempre en las hogueras de la guerra.
Lo veo en su casa, tan escueta de muebles, recostado a mediodía en un sillón viejo de cuero, tomando una cerveza, quizá un poco de whisky con almendras saladas, a la manera de ese tiempo de su vida en América en el que era moderno tomar whisky para el aperitivo. Ayala ha tenido esta casa desde los años sesenta, en un edificio sólido y burgués de Madrid, con ascensor solemne, con suelos de parqué bruñido que crujen bajo las pisadas. Pero no hay nada de acumulación en ella, no hay esa sobreabundancia de muebles, objetos, recuerdos, libros, que uno imagina cuando espera a que le abran por primera vez. La luz pálida de un gran patio interior ilumina paredes blancas, anchos espacios desocupados, como si quien vive aquí acabara de llegar o estuviera a punto de irse, no hubiera tenido ni el tiempo ni la disposición de amueblarse perdurablemente una vida tranquila. Es la casa de quien tuvo que ir con demasiada frecuencia de un sitio para otro, de quien perdió muchas veces lo que creía seguro y tuvo que habituarse a un sentimiento continuo de provisionalidad. Después de perder su casa en San Petersburgo, Vladímir Nabokov ya sólo quiso vivir en apartamentos alquilados y habitaciones de hoteles. A los 99 años, con la memoria y la experiencia de un siglo, Ayala mira y sonríe, huésped complacido y transitorio del mundo, con mucha más curiosidad por el presente que nostalgia por ese ayer invisible que lo rodea como un espacio vacío.
Ayala y el trabajo
La autora de 'Ayala sin olvidos' conoce bien el trabajo del académico. Él la eligió para escribir mano a mano un libro sobre su persona, y sabe de la curiosidad, de la avidez del escritor por la vida, por los personajes literarios.
Por ENRIQUETA ANTOLÍN
Cuando le entrevisté por primera vez, lo hice para estas mismas páginas, y cuando él leyó la entrevista -antes de publicarla, como mandan los cánones de esta casa- sólo puso una pega: "Yo no tengo los ojos azules", dijo, "los tengo verdes". Es verdad. En aquella fecha (1980), Francisco Ayala acababa de volver de su exilio para quedarse en esa España de la que tuvo que huir al llegar la dictadura. Y hoy, después de tantas horas trabajando con él y viéndole trabajar, mi única justificación es que el tremendo respeto que me inspiraba me mantuvo a una prudente distancia mientras hablábamos. No podía imaginar entonces que unos años más tarde me elegiría a mí para escribir, mano a mano con él, un libro sobre su vida.
Si el espacio donde trabaja el escritor dice algo sobre su persona habrá que concluir que Francisco Ayala es más sobrio que un monje de clausura. En su despacho hay un estante con libros, una silla, una mesa pequeña con una lámpara, un ordenador, una impresora y nada más. El ordenador lo maneja con soltura, pero desprecia cualquier virguería de la que sea capaz el aparato y sólo lo utiliza como máquina de escribir. No se rodea de diccionarios y libros de consulta; no amontona folios, lápices de colores, bolígrafos Tampoco cierra las puertas: una hacia el pasillo, otra hacia un salón con un televisor, y otra más que comunica con el cuarto de estar. Las habitaciones reciben la luz de la calle a través de los balcones sin visillos. La casa está en absoluto silencio, y Ayala, de vez en cuando, olvida el teclado y deja que su mirada atraviese las estancias hasta alcanzar la pared más lejana. En ella, colgado sobre el sofá donde se sientan sus amigos, está el cuadro tierno que pintó su madre: los niños jugando con un aro en un jardín familiar con azahares y con estanque.De ese cuadro hablamos él y yo en una de aquellas sesiones de trabajo en las que intercambiábamos información. Él me contaba de su juventud y de las ilusiones que alumbró la llegada de la República, pero a cambio quería saber de las mías y de cómo se las arregló la dictadura para acabar con ellas. Porque Ayala es curioso, muy curioso, y esa avidez suya por saberlo todo tiene mucho que ver con su modo de trabajar. Mira y escucha como casi nadie lo hace. No toma notas, o lo hace raramente; pero graba en su memoria, que no olvida. Por eso sus personajes literarios son personas.
Suele decir de sí mismo que es indisciplinado, y será verdad, pero no lo parece. Se levanta temprano, lee los periódicos (no todos: algunos los detesta), responde cartas, selecciona alguna de las muchas invitaciones que recibe sin pedirlas, tira a la papelera todas las demás y se pone a escribir. O a hablar, que también eso es trabajo, con alguno de los muchos estudiosos que se han acercado a él para indagar en su obra, o con la escritora, como fue en mi caso, que se dispone a arrancarle algún secreto de los que él no quiso contar en sus memorias. Recuerdos y olvidos llamó al libro en que habla de sí mismo. Ayala sin olvidos llamamos de común acuerdo al que escribimos entre los dos, y que a mí me dio la ocasión impagable de conocer de primera mano ese aspecto de su personalidad que hoy titulamos Ayala y el trabajo.
Selecciona, y no recibe a todo el mundo, ya sean periodistas, estudiosos o escritores. Pero a los elegidos los espera a la puerta de su casa, y con amabilidad exquisita los conduce a su cuarto de estar y les ofrece asiento, café y, a veces, si es la hora adecuada, una copa. (Es cierto que a Francisco Ayala le gusta tomarse un whisky. Pero quien le imagine en plan artista maldito, escribiendo con la botella al alcance de la mano, delira). Luego, casi con impaciencia y siempre con buen talante, se somete a tus preguntas , y ay de ti si no has preparado concienzudamente la entrevista, si no sabes con quién estás hablando, dicho sea sin intención peyorativa. Porque Ayala respeta a quien hace bien su trabajo, pero desprecia al frívolo que se cree con derecho a hacerle perder el tiempo. Él no lo pierde. Consciente de la rareza que supone llegar a viejo en plenas facultades ("a viejo", sí; los subterfugios ajenos para referirse a su edad le dan risa), espera el final del viaje como si acabara de empezarlo. Y sigue trabajando.
Intimidades literarias
La mujer con la que comparte su vida desde hace años conoce sus más íntimos secretos y también su obra literaria. Ella traza un retrato tierno y cómplice de quien llama un "joven nonagenario".
Por CAROLYN RICHMOND
Este 16 de marzo cumple Francisco Ayala 99 años, y para El País Semanal me han pedido que trace una breve semblanza del hombre con quien desde hace ya casi tres décadas comparto mi vida. Es encargo difícil, pues, además de ser su confidente y su mujer, soy también una especialista en su obra literaria, así como testigo de gran parte del proceso creativo, y, para colmo, desde hace cuatro años -cuando sufrió unos serios contratiempos de salud- vengo desempeñando también el papel de secretaria privada, de archivera (no de Coimbra) y de asesora técnica (equipos de informática, de telefonía, de música, de DVD, etcétera). Por si ello fuera poco, más de una vez me he visto en la incómoda situación de hallarme convertida, para sorpresa mía, hasta en un personaje ficticio suyo
Desde esta compleja pero privilegiada perspectiva, y ateniéndome siempre a los límites de la discreción, procuraré cumplir con tan espinoso encargo.
Retrato del artista. Artista no adolescente, sino ya hoy joven nonagenario. Hay fotos del Ayala niño con una mirada tan inconfundiblemente intensa, irónica y escudriñadora que resulta imposible no reconocer en ella la mirada -ora implacable, ora llena de ternura- de este Ayala maduro. Ojos que todo lo ven, y que en silencio hablan. Esta a la vez callada y elocuente mirada, capaz de producir en quien la sostiene tanto desasosiego, refleja una dualidad fundamental del Ayala persona y del Ayala escritor: su asombroso sentido crítico, por un lado, y, por otro, su profunda ternura emocional. En su vida, así como en su literatura -recuérdense, sin ir más lejos, el 'Diablo mundo' y los 'Días felices' en que está dividido El jardín de las delicias-, coexisten, de modo complementario y en una dialéctica constante, lo objetivo y lo subjetivo, la sátira y el lirismo, el intelecto y el espíritu, la figura pública y la intimidad.
De todo ello es plenamente consciente el propio Ayala, autorretratista no sólo en sus bien titulados Recuerdos y olvidos, sino también -de modo más ficcionalizado- en El jardín de las delicias o en recopilaciones tales como De mis pasos en la tierra; un Ayala que en más de una ocasión ha afirmado que su propia vida está inscrita en el conjunto de su literatura. En ella, así como en su actividad cotidiana, prevalece la mirada: la que inspira a la mente del escritor, la que en silencio observa la realidad alrededor suyo. Aun cuando, como hace ya algún tiempo ocurrió, le ha fallado algo la vista, nunca dejó de ver. La vista es su instrumento esencial, que, junto con los demás sentidos, le permite interpretar y esclarecer la compleja realidad humana. Ahí tenemos al Ayala autor contemplándose en el epílogo de El jardín de las delicias como "en los trozos de un espejo roto": indagando allí no sólo en el sentido de su propia vida, sino también en la posible validez de la expresión literaria que a ella le ha prestado; o bien, a aquella evocación visual suya de la "rosa dejada en un vaso de agua, en el ángulo de una mesa de pino, o allá, al fondo, puesta sobre el simple vasar", cuya imagen, al final del elegiaco Diálogo de los muertos, ofrece, dentro del sombrío cuadro de la pieza, un rayo de luz esperanzador.
La intimidad, bien sea doméstica, bien sea literaria, le presta a este pintor de palabras una delicada gama de posibilidades visuales.
Delicias de la vida diaria. La poesía está en los detalles. ¿Un día en la vida de Ayala? Veamos lo que nos sugiere su Jardín. Imaginémosle por la mañana, tomando su café y un cruasán, u observando a través del espejo a su compañera mientras ella se maquilla ('Tu ausencia'); riéndose, o más bien quizá rabiando, al repasar tras el desayuno la prensa matutina ('Recortes del diario Las Noticias de ayer'); resolviendo, por prudencia, no arriesgarse ese día con un paseo ('Otra vez los gamberros'); pasando al salón donde, al encontrar un cenicero colmado de colillas, recuerda la visita de unos amigos la tarde anterior ('The party's over'); saliendo a compartir con alguien un sabroso cochinillo asado ('Au cochon de lait'); contemplando a su compañera durante la siesta ('Mientras tú duermes'); invitándola, luego, a tomar un té ('Magia, I'); descansando en su butaca, con un whisky y una revista entre las manos ('Amor sagrado y amor profano'); escuchando la radio al acostarse por la noche ('Música para bien morir'), y luego, dormido, sondando los abismos de la nada ('Un sueño').
Los días pasan, pasan las noches. Los vive y los re-crea Francisco con plasticidad suma
Una anécdota final. Poco he hablado aquí de mí misma y de nuestra larga e intensa relación. Se me ocurre ahora contar, por último, un incidente quizá bastante revelador. A mi regreso, allá en el año 1993, tras una estancia en Nueva York, me reservaba Ayala una sorpresa: durante mi ausencia había escrito él un cuento que enseguida -apenas me hube quitado el abrigo- se apresuró a leerme. Titulado No me quieras tanto, empezaba así: "Harto ya, él desapareció un buen día sin decirle ni adiós. Eran varias las veces que antes de entonces le había dicho adiós; pero, como también él la quería mucho, terminaba volviendo de nuevo al seno de la amada ". Seguía leyendo él, con esa voz suya un poco apagada; pero, disuelta yo en lágrimas, apenas le oí. De este modo, me decía a mí misma, me pone sobre aviso el hombre a quien, en efecto, tantísimo quiero Tan auténticas me parecían esas palabras que tardaría un largo rato en darme cuenta de que no se trataba ahí de nosotros dos, sino de la definitiva huida de un hombre imaginario abrumado por su posesiva amante, la cual debería consolarse luego con la compañía de "un perrito precioso".
Que saque cada uno de esta historia sus propias conclusiones.
La amistad y los libros
Ayala tiene numerosos amigos. También tuvo numerosos libros, aunque perdió muchos cuando tuvo que dejar casa, familia y país. Ese amor por los libros es hoy todavía una de sus grandes pasiones.
Por RAFAEL CONTE
"A estas alturas, y en vista de las circunstancias", me dijo hace unos días el poeta Juan Carlos Suñén, con quien hablé para contarle que asistiría a su conferencia de la tarde, "vamos a nombrar a Francisco Ayala nuestro albacea, nuestro legatario universal". Era con motivo de la conferencia que Ayala, a sus casi 99 años, iba a pronunciar en la Biblioteca Nacional, sobre el tema Los libros en mi vida, inaugurando un ciclo que presentó en la prensa, al lado de Aitana Sánchez-Gijón, y no se sabía, viendo su fotografía en la prensa, quién estaba más guapo de los dos, como se lo dije al abrazarle en persona. Pues su amistad, que dura ya más de medio siglo, ha honrado y dignifica mi vida entera. Me situé en las primeras filas, pues me dejaron pasar antes de la apertura de la gran sala -que se llenó a rebosar- dada mi cojera y sirviendo de coartada a la gentil Ana Gavin, que esperaba a su compañero Ricardo Martín, pues había que empezar a guardar sitios. Las primeras filas se llenaron enseguida de mujeres, y no miento: su esposa, Carolyn; su hija, Nina, y su hermana pequeña; sus amigos Silvia y Pepe Martín; su memorialista Kety Antolín; María Sol Benet; Natacha Seseña, y así sucesivamente. Luego llegué a Juan Cruz y a Elsa Fernández-Santos (que hizo muy bien sus veces), y pensé en lo que le leí a Estela Canto, cuando dio testimonio (en Borges a contraluz) de sus intentos infructuosos por llegar a ser la novia de Jorge Luis Borges. "Ahora vamos a ver al hombre más guapo del mundo", le dijo el poeta cegato, quien le aclaró que el hombre que iban a ver era el escritor español Francisco Ayala, entonces exiliado en Buenos Aires, y amigo suyo y colaborador en Sur. Pues no miento tampoco cuando digo -y se lo dije- que la edad no tan sólo le ha conservado, sino que nunca lo he visto mejor, pues con la operación de cataratas ya ha podido recuperar la pasión de su vida, que ha sido, como ustedes saben, la de la mía y la que nos unió hasta hoy, la lectura, y a tocar madera, ya que si no soy supersticioso es porque trae mala suerte.
Ayala leyó con voz firme un texto prodigioso como todos los suyos (que se pudo leer aquí unos días después), donde se pudo ver, una vez más, que cuanto más avanzamos en la edad, más nos alejamos en el tiempo, pues fueron sobre todo sus recuerdos de infancia y juventud los que nos llegaron con mayor viveza. Así, tras evocar un cuadro en el que su madre pintó de soltera el jardín del carmen granadino de su abuelo -que todavía conserva en su casa de Madrid y que ilustra la portada de su obra maestra El jardín de las delicias-, pasó a hablar de metapintura, pues la pintora se había colocado leyendo dentro del cuadro, pero en su infancia no se le ocurrió pedir qué libro leía; habló de sus propias lecturas de los románticos (el Duque de Rivas, Zorrilla), los realistas (Pereda y Galdós) o modernistas (Villaespesa); atravesó las palabras incorrectas de Cervantes, y los folletines de Dumas, para pasar ya en Madrid a todas las bibliotecas posibles, que simbolizó en la Nacional, que le acogió entonces y lo hacía ahora. Tuvo muchos libros, tanto de sus compañeros de entonces (el propio Lorca) o los del exilio posterior (Borges y Mallea), pero la guerra, los viajes y algún accidente -la inundación de un sótano donde se los guardaba un hermano- hizo que los perdiera casi todos, por lo que renunció a conservarlos, y gracias a que Carolyn Richmond ha guardado los que ha podido.
Pero los amigos, como los libros, se guardan y se pierden, y nunca he visto desolación como la de Ernst Jünger a sus 100 años, todavía firme y erguido comiendo y bebiendo vino y champán, habiendo perdido a sus dos hijos y seguido trabajosamente por su segunda esposa más joven, que había sucedido a una primera difunta, tras comprobar que le habían cambiado el mundo como en un alzheimer anticipado. Ayala ha perdido ya muchos amigos, por separación -pocos-, y -casi- todos los libros, por pérdida, pero estos últimos los sigue teniendo a mano. Entre otras cosas, citó a un excelente escritor francés, André Salmon (un amigo de Apollinaire, Picasso y Max Jacob), un periodista y poeta del que buscaba un libro de su juventud, Souvenirs sans fin, perdido desde que lo mencionó en El jardín de las delicias. A final del pasado verano encontré una reedición en una librería del pueblecito francés en el que veraneo, y, después de leerlo con atención, pude regalárselo. Pues, aunque fuera usado, los libros son nuestros verdaderos amigos, los que no se pierden nunca: como se ve, Ayala sigue teniendo razón, y ojalá la siga teniendo para siempre.
Amor de hija
A su hija, nacida poco antes de estallar la Guerra Civil, Ayala le ha transmitido su pasión por la pintura. Arquitecta e historiadora del arte, Nina valora su educación, "poco común en aquellos tiempos".
Por NINA AYALA MALLORY
Al ser la hija única de mi padre -quizá por haber estallado la Guerra Civil menos de dos años después de mi nacimiento-, el cariño paterno hubo de volcarse exclusivamente en mí, creando un lazo afectivo entre los dos que fue clave en el desarrollo de mi personalidad.
La guerra cambió abruptamente la trayectoria de vida de mis padres, ya que a consecuencia de ella finalmente tuvieron que abandonar España; pero, antes de esa partida, mi padre hubo de sufrir la pérdida del suyo y de un hermano muy joven, además de la posición profesional que ya había alcanzado en su país. Él supo afrontar esos tristes acontecimientos con total entereza, sin jamás hacerme sentir a mí ni a mi madre lo duro que sin duda era para él conllevarlos. Creo que esa fuerza interior supo trasmitírmela con su manera de ser y con su ejemplo, y que si he sabido ser feliz, a pesar de los contratiempos con los que a veces me he tropezado, es porque él supo serlo ante las difíciles circunstancias que le tocó vivir.
La situación económica de la familia en Buenos Aires, donde nos establecimos en 1939, no fue muy brillante por varios años, pero durante ese periodo él siempre se esforzó en darme las cosas que -como cualquier niña- yo deseaba, y en procurarme la educación que más me fuese a valer en el futuro, y sé que tuvo que hacer sacrificios personales para poder conseguirlo.
La actitud de mi padre con respecto a mi educación no era la común en esos tiempos tratándose de una hija, pues puso empeño en que tuviese la preparación necesaria para que llegase a mujer sabiéndome independiente y capacitada para seguir el camino que quisiera. Un paso importante en esa preparación fue el de matricularme en una escuela privada norteamericana de Buenos Aires cuando cumplí los 12 años. En aquel momento yo no podía apreciar lo que debió significar para la familia el coste de mandarme a esa escuela, pero fue allí donde aprendí a hablar el inglés con facilidad, aprendizaje que sería inapreciable para mí en el futuro. Tres años más tarde dejaríamos Buenos Aires para asentarnos en Puerto Rico, territorio americano desde donde en diferentes tiempos pasamos los tres a Nueva York.
Cuando llegué a los 17 años, consecuente con la idea de que pudiese tener independencia económica, mi padre me aconsejó que pensase en dirigir mis estudios hacia una preparación profesional. Considerando cuáles eran mis puntos fuertes, las matemáticas y el dibujo, la decisión se decantó naturalmente hacia la arquitectura, y fui enviada a Nueva York para entrar en la Columbia University.
Una vez terminados mis estudios, mi título de arquitecto me permitió ganarme la vida con holgura en ese campo durante un tiempo, y pude considerar con más madurez cuáles eran mis intereses intelectuales. Al cabo de tres años había llegado a la conclusión de que ese trabajo no me satisfacía, y decidí cambiar de profesión. También entonces mi padre me animó en ese proyecto, y volví a reintegrarme a la misma universidad para seguir estudios avanzados en historia del arte.
No sabía yo entonces que tanto mi habilidad en el dibujo como mi afición al arte, especialmente al de la pintura, me venían de buena fuente, pues sólo muchos años más tarde me enteré de que mi padre había dibujado y pintado en su juventud, y que hasta había pensado en un momento dedicarse a la pintura. Esta revelación se produjo una tarde en mi casa, en la que -mientras yo estaba ocupada en otra cosa- él se entretuvo en dibujar un torito negro, piñata mexicana que me había comprado mucho tiempo antes con ocasión de un viaje a México. Cuando vi ese dibujo en sus manos me quedé literalmente atónita, pues nunca había sospechado que mi padre pudiese hacer con tanta soltura y rapidez un dibujo tan bonito como era aquel, que todavía conservo.
Su apoyo incondicional y su cariño, siempre presentes durante mi niñez y juventud, fueron determinantes en la formación de mi persona, como ser humano y como profesional.
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