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Columna
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La novela y la nevera

Uno de los mayores inconvenientes del Año Internacional del Quijote es que coincide con el Año Internacional de la Física. La manía aniversaria nos ha jugado la mala pasada de celebrar al mismo tiempo el cuarto centenario de la publicación de la novela universal de Cervantes con el centenario de aquellos tres artículos de Albert Einstein que cambiaron las leyes del Universo. Por un lado, ya hay bastantes tensiones y luchas en este mundo como para resucitar el viejo duelo entre las dos culturas, aquel enfrentamiento entre los hombres de ciencias y los de letras que denunció Snow un día de 1956, porque mucho me temo que tarde o temprano reaparecerán las comparaciones odiosas entre estos dos iconos (el tío Albert sacando la lengua y mi señor don Quijote cabalgando La Mancha) que simbolizan las dos maneras de entender la cultura o sencillamente lo que entendemos por un tipo culto.

Por el otro lado, no es práctico. Los dos aniversarios tratan de divulgar a las nuevas generaciones la ficción de Cervantes y las no-ficciones de Einstein, pero tal y como está el patio escolar me parece disparatado obligar a los alumnos a leer el Quijote, cosa que ni Ortega recomendaba cuando el tercer centenario, al mismo tiempo que exigir en las escuelas saberse la Teoría de la Relatividad, el Movimiento Browniano y el Efecto Fotoeléctrico.

Ni siquiera las utopías pedagógicas más radicales del siglo XVIII, incluida nuestra tardoilustrada Institución Libre de Enseñanza, pretendieron una hazaña didáctica así. Es más. En la hipótesis de que salgan de cada una de nuestras escuelas apenas media docena de seres (serían chicas) que hayan leído con placer el Quijote y al mismo tiempo entiendan los fundamentos de la revolución científica que implicaron los tres artículos de Einstein (al margen, claro, de la lectura también obligatoria de la Constitución europea), estamos salvados. Una nueva generación de españolitos que es capaz de disfrutar con la química fantástica del Quijote, de razonar desde la física de las leyes del Universo y encima de sentirse biológicamente europeos, es lo más parecido que recuerdo a aquellas utopías marxistas del hombre nuevo.

Creo que los comités organizadores de estos dos grandes aniversarios del año 2005, cada uno por su lado, pretenden algo menos radical. Nada de maximalismos, puro minimalismo simétrico. Que los hombres que organizan y celebran el aniversario de la novela de Cervantes lean con igual respeto literario los artículos de Einstein y que los comités del Año Internacional de la Física sometan a la prueba del Quijote, a la prueba de la ficción, las actuales teorías de lo infinitamente grande y lo infinitamente enano. Por tanto, y dispuestos a simetrizar, ya habría que saber a estas alturas aniversarias cuántos ilustres celebrantes del centenario del Quijote han leído y asimilado los tres artículos de Einstein, y al revés. Porque tan inculto es desconocer la primera parte de la novela de Cervantes como el segundo principio de la termodinámica, que dijo Snow. Mucho me temo, ya digo, que esta maldita coincidencia de aniversarios entre la novela universal y los tres artículos sobre el Universo vuelva a poner sobre el tapete el viejo pero muy real duelo entre las dos culturas, del que casi todos salimos muy malparados.

Por mi parte, lo confieso, soy un analfabeto científico y nunca he podido acabar los tres artículos de Einstein por culpa de la Física que me enseñaron en el colegio, que ni siquiera era newtoniana, sólo bíblica: Física sagrada. Pero le tengo mucho respeto y me fío a muerte de los divulgadores físicos de la misma manera que me fío de las ediciones del Quijote de Paco Rico, y lo máximo que he llegado a entender, aunque ya demasiado tarde, es que la escala del ojo humano hace mucho tiempo que ya no funciona en el mundo de la Física y que la realidad, lo que se dice la realidad, se agazapa ahora en el universo macroscópico de la relatividad y en esas partículas elementales cada día más enanas que ahora llaman cuerdas, supercuerdas o vete tú a saber y que sólo obedecen a las leyes de la mecánica cuántica. Es decir, y para volver a la vieja discusión, un universo físico que a ojo de buen cubero literario también nos suena a ficción.

Pero con ser un analfabeto de la Física, considero mucho más divertidas y cool las celebraciones del tío Albert que las de don Miguel. Por ejemplo, en una de las exposiciones del Año Internacional de la Física, cuyo logo es una especie de licuadora pop, he sabido yo, entre otras cosas muy entretenidas, que todos los electrodomésticos que me rodean son hijos lógicos de las leyes formuladas por Einstein. Los sistemas de refrigeración, me entero, no hubieran sido posibles sin esos conocimientos científicos de 1905. Desde entonces, cada vez que me enfrento al frigorífico lo hago con un respeto y admiración a la Física que roza el temblor religioso. Lo malo es cuando abro la nevera del tío Albert y en su interior encuentro un disuasivo batallón de yogures que se autoproclaman ricos en ácidos omega 3, bífidus activo, lactobacillus y bio-no-sé-cuánto que es todo un himno a la Química, de la que también, como la Física no sagrada, lo ignoro todo. O sea, que mi cerebro de letras confunde la nevera con la novela. Pura ficción por dentro y por fuera del frigorífico.

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