Aceh mira al cielo en busca de ayuda
Helicópteros de EE UU distribuyen alimentos en un pueblo de la región indonesia más castigada por el maremoto
Niños, hombres y mujeres de todas las edades miran al cielo en un suburbio de Reusak, lo que hasta hace algo más de dos semanas fue una población pesquera en la provincia indonesia de Aceh. Esperan la llegada de un helicóptero cargado de alimentos para mitigar el hambre, con la que conviven desde que llegó el tsunami. A su alrededor, kilómetros de escombros, de retales de baldosines que antes eran casas, de cosechas anegadas, nuevas marismas e islas que hace días eran costa. En alta mar, un barco de la marina de Singapur repleto de víveres, a la espera de su distribución por aire. "Ayer nos trajeron comida, y hoy hemos venido para ver si vuelven", se quitan ansiosos la palabra los unos a los otros. Casi todos perdieron algún familiar el día en que el maremoto se lo llevó todo por delante. Sus casas, sus documentos y sus ropas ya no existen. Ellos se amontonan en campos de refugiados distribuidos en torno a la ciudad y hoy han vuelto al escenario de la destrucción para que no se olviden de ellos.
Helicópteros de EE UU distribuyen alimentos en un pueblo de la región indonesia más castigada por el maremoto
"La mayoría de los afectados tienen anemia, diarreas y falta de vitaminas"
"En mi familia han muerto cinco, entre ellos mi padre", dice Nora, de 20 años, a la vez que se cubre la cabeza con un pañuelo para protegerse del sol de mediodía. Saima Hatxmafian apunta con el dedo a lo que un día fue su casa. Viste un kain sarong, la falda que usan los musulmanes indonesios para rezar. "Mi mujer y tres de mis hijos, uno de seis meses, han muerto", cuenta este agricultor de 54 años que ahora se refugia en la mezquita de la ciudad junto a otras 170 personas. No acaba de hablar cuando los sonidos de las hélices de un helicóptero provoca la algarabía de la multitud. Los desplazados gritan, saltan, aplauden y agitan bien los brazos para que se les vea. Pero el aparato pasa de largo y la decepción es total.
No acaban de lamentarse, cuando el helicóptero da la vuelta y empieza a aproximarse al grupo con intención de aterrizar. Por el erial, comienzan a correr despavoridas hacia la aeronave de los marines de EE UU más de un centenar de personas. Aparecen nuevos grupos, hasta entonces ocultos entre los escombros, y todos se abalanzan hacia el helicóptero, todavía en marcha. Se apiñan bajo las hélices todavía batiendo, ajenos al ruido atronador del aparato, cuando se abre la puerta de descarga. Los más fuertes y lo más rápidos desplazan a los demás y se hacen con el trofeo: sacos de arroz tailandés de 25 kilos cada uno. Un hombre, descalzo, tropieza con un escombro y se hiere pero no suelta su saco. "Esta vez no hay azúcar", se queja otro. Las raciones se acaban enseguida y no hay para todos, pero saben que los extranjeros volverán pronto. Los afortunados se dirigen con el botín al hombro al núcleo urbano, a unos seis kilómetros de la playa, donde están los campos de refugiados.
Reusak se encuentra en la región de Samatiga, donde según cifras oficiales 3.000 personas han muerto tras el tsunami y más de 900 continúan desaparecidas. En Reusak, la marea se tragó a 900 habitantes, según fuentes oficiosas, de los 1.400 que viven en esta población. La mayoría de ellos dedicados a la pesca. Son 7.500 en Samatiga los que se han quedado sin barco para salir a faenar y ahora le piden al Gobierno embarcaciones para poder trabajar. Las agencias internacionales todavía no han desembarcado en esta población, considerada por el Ejército "peligrosa", como muchas otras en Aceh. La distribución de ayuda se realiza exclusivamente con helicópteros y para llegar por carretera el Gobierno exige "protección militar".
Muchos de los que viven en Reusak quedaron heridos tras el maremoto, pero no hay una clínica donde atenderlos. En los campos de desplazados hay un médico, pero no tiene material para curar. Tres enfermeras, de dos ONG surafricanas, acuden dos veces por semana a una destartalada casa a pasar consulta. El día que llegaron no tocaba atender a los pacientes, pero las dificultades para desplazarse en la provincia impiden programar ninguna actuación. Al llegar, las sanitarias encuentran montado un mercadillo de ropa usada en la estancia. Rápidamente, lo convierten en un improvisado centro de salud. Colocan un par de mesas viejas y despliegan las gasas y las píldoras que han traído de Meulaboh, a una veintena de kilómetros. Al terminar el rezo de la una en la mezquita, los enfermos empiezan a desfilar. La mayoría tiene heridas infectadas, anemia, diarrea, infecciones respiratorias y falta de vitaminas. "No comen proteínas", explica Quin Coetzee, una de las enfermeras.
Tras la detección de dos casos de sarampión en la región, los médicos temen que el hacinamiento de los desplazados en los campos haga que se propague la enfermedad. "Ahora mismo, la prioridad es llevar a cabo una vacunación masiva contra el sarampión", sostiene Andrew Ault, de Global Relief, una de las organizaciones que trabaja en el consultorio de Reusak. Unicef va a poner en marcha una campaña para vacunar a 25.000 niños de entre seis meses y 15 años. Ault añade que el estrés postraumático es otra de las cuestiones que más preocupa a los sanitarios.
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