La enfermedad española
Ya lo sabíamos, pero estos días la publicación del informe PISA 2003 ha venido a recordárnoslos: los estudiantes españoles de 15 años, y por extensión los de enseñanza secundaria y bachillerato, puntúan mal en el ranking de conocimientos de los 41 países más desarrollados del mundo que forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE). En algunas habilidades, como matemáticas y comprensión lectora, los resultados son especialmente sangrantes. Utilizando un lenguaje escolar coloquial, podríamos decir que nuestros estudiantes están entre los tontos o rezagados de la clase. Y parece que, en vez de mejorar, en algunas cosas empeoramos.
¿Deberíamos alarmarnos o tomarlo con calma? Siempre es posible pensar que la comparación no está bien hecha. Y en todo caso, siempre nos podemos consolar, como ha hecho un alto cargo del Ministerio de Educación, pensando que estamos en el lugar que nos corresponde por nivel cultural y riqueza. Pero éste es también un consuelo de tontos.
El debate sobre las causas y los remedios ha comenzado, y en las páginas de este diario encontrarán los interesados abundante material sobre ambas cuestiones. En este terreno, mi temor es que la solución que se les ocurra a nuestras autoridades sea hacer reformas. Hay que recordar que en España hacemos una reforma educativa cada cinco años, es decir, una con cada Gobierno. Y la cosa no ha mejorado. Estabilidad normativa, pequeños ajustes, mejor gestión del sistema educativo y algo más de recursos parecen ser más importantes que la funesta manía de hacer grandes reformas y vuelta a empezar.
Por mi parte, estos resultados me han hecho plantear la pregunta de cuáles son los efectos económicos de ese menor nivel educativo de nuestros estudiantes. En principio, cabría esperar que tuviesen efectos negativos sobre el funcionamiento de nuestra economía. Sin embargo, aunque somos de los últimos de la clase, somos uno de los países europeos que más crecen. Sigamos creciendo que ya progresaremos en educación, podrían pensar algunos.
Pero hay que ir con cuidado con estas conclusiones. Nuestro crecimiento es engañoso. Tiene pies de barro, o por mejor decir, de ladrillo. Se apoya en gran parte en la construcción de viviendas y en los servicios turísticos y residenciales. El problema es que, a largo plazo, el crecimiento sostenido de una economía y el bienestar de la población se apoyan exclusivamente en las mejoras de productividad. Y la construcción y el turismo no son actividades generadoras de mejoras de productividad. Éste es el talón de Aquiles de nuestro crecimiento.
De hecho, el rasgo más significativo de la economía española en la última década no es que haya crecido por encima de la media europea, sino que la productividad de la mano de obra haya permanecido estancada y la capacitación profesional de la población empleada haya empeorado en relación con las economías más dinámicas. A los interesados en esta cuestión les recomiendo que lean los estudios publicados por la Caixa de Catalunya y dirigidos por el profesor Josep Olivé.
¿Cómo se concilia el hecho de ser de los menos productivos pero de los que más crecen? La explicación es sencilla: el crecimiento español se apoya casi exclusivamente en el aumento de la población empleada en el sector de la construcción y en los servicios relacionados con el turismo. Pero es un empleo de poca capacitación profesional y de peor productividad. La industria y la agricultura han tenido poco que ver.
Es más, asistimos con complacencia suicida a la desaparición de nuestro parque industrial y agrícola. La única solución a los problemas de competitividad de nuestra industria y agricultura parecen ser las jubilaciones anticipadas de empleados y las indemnizaciones de oro a los altos directivos. En vez de invertir en innovación de productos y nuevos procedimientos productivos, y en mejorar la capacitación de los empleados y la formación educacional de las nuevas generaciones, las empresas y el Estado gastan sus recursos en poner a la gente en la calle, o mandarla jubilada para casa a partir de los 47 años. Pan para hoy, hambre para mañana.
Este comportamiento suicida tiene su paralelo en nuestras ciudades. La ambición de todo alcalde es que desaparezcan de su entorno las industrias y las zonas agrícolas, y que en su lugar aparezcan edificios de viviendas y oficinas. Más que vivir de la industria y de trabajar la tierra, queremos vivir de las rentas de la tierra y de alquilar las viviendas a los jubilados del norte de Europa.
Esta mentalidad de rentista no es nueva en nuestra historia. De hecho, constituye el sustrato de lo que podríamos llamar la enfermedad española. Vivir de las rentas que la casualidad histórica o la naturaleza nos han dado. En el pasado vivimos del oro americano, con la esperanza de que nunca se acabaría. Después, a principios del siglo XX, el lema fue lluvia, sol y guerra en Sebastopol, porque con esos tres ingredientes podíamos vender a precios de oro nuestros productos agrarios a los contendientes de las guerras europeas, con la esperanza de que siempre habría guerras en Europa. Ahora la esperanza es que el sol y la construcción de viviendas y campos de golf para jubilados europeos nos permitan seguir viviendo de rentas.
Esa mentalidad de rentista se manifiesta ahora también en las jubilaciones anticipadas. Vivir con el mismo sueldo pero sin trabajar. Parece que todos los implicados están de acuerdo: empresas, prejubilados, Estado y sindicatos. Pero esto es una nueva manifestación de esa vieja enfermedad española.
No sé si las comparaciones del informe PISA son discutibles y si en realidad vamos tan mal como parece. Pero, en cualquier caso, es conveniente medir, porque nos ayuda a interrogarnos sobre el camino que estamos siguiendo y si es sostenible o no. Por lo tanto, no matemos al mensajero.
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