El alma de las letras
"El escrúpulo de la objetividad es incluso anterior a la honradez: es condición de posibilidad de ésta; quien no lo tenga no puede ni tan siquiera aspirar a ser honrado" (La hija de la guerra y la madre de la patria). ¿Cómo puedo intentar después de esta admonición hablar honradamente de Ferlosio, consciente como soy de que parto de mi muy subjetiva pasión por su ejecutoria literaria? Porque a algunos, de Rafael Sánchez Ferlosio nos gusta todo: hasta sus desmesuras, hasta sus arbitrariedades apodícticas, hasta sus miniaturismos agotadores, hasta sus ocasionales y siempre inspiradas cazurrerías. A mí, de Ferlosio me gusta... hasta lo que no me gusta. Porque también entonces me estimula y me compromete: aunque hable de lo que menos me importa o de aquello en que descreo, siempre siento que me interpela directamente a mí. Es decir, a mí como lector. Nunca me siento tan respetada y respetablemente lector (a mis ojos, el más alto blasón de gloria) como cuando leo a Ferlosio. Gracias a él, siento con plenitud sin fallas el orgullo, el esfuerzo y la responsabilidad plena de leer.
Sigamos arriesgándonos a perder la objetividad: no me cabe duda de que Ferlosio es el mayor escritor vivo de la lengua castellana. No digo el mayor novelista, ni el mejor ensayista ni el más grande poeta (aunque practique los tres géneros), sino el mayor escritor. O sea, el mejor y más audaz explorador del alma de las palabras. En todas sus travesías literarias parte de las palabras y va hacia las palabras: nunca buscando el inventario ni la normativa, sino el fervor que desde ellas reclama nuestro compromiso con el sentido humano de la vida y del mundo. Su prosa no es meramente admirable por su perfección formal o por su variada riqueza, sino por su indagación constante. En los escritores efectistas, las construcciones verbales resuelven los problemas del sentido; en Ferlosio, la subversión verbal lo pone todo en solfa y nos compromete con lo que nunca nos atrevemos a decir. Jamás pierde la conciencia aguda y acusadora del lenguaje, ni olvida que dicha conciencia consiste en pretender alcanzar lo que más allá del lenguaje persiste como carne o podría revelarse (y rebelarse) como fraternidad.
Otro elogio: pese a que no acumula precisamente distinciones ni premios (ni los busca, ni protesta por no obtenerlos), nada tiene que ver Ferlosio con los arrogantes inquisidores que se pasan la vida deplorando que los demás sean célebres o celebrados. Carece de esa forma de mentecatez de los exquisitos, la urgencia en hacer saber que los demás valen poquísimo y todo lo deben a las conspiraciones del mercado. Él escribe lo suyo sin mirar sobre el hombro y apoya la excelencia de su tarea en el esfuerzo exigente con que la realiza, no en la denuncia de la inferioridad culpable de los demás. Incluso quienes no somos objetivos con él podemos reconocerle defectos, pero siempre le han faltado dos: no es mezquino ni fatuo. A veces resulta casi extraterrestre en el desordenado orden de las letras, siempre a la gresca...
Y en esto se parece bastante a lo mejor de Cervantes. ¿Qué mejor Quijote de las letras, qué más digno espíritu libre y vivificador de la lengua que Ferlosio para el centenario de la gran novela castellana? El Premio Miguel de Cervantes de 2004 ha sido galardonado con Rafael Sánchez Ferlosio. Y muchos lectores -todo lo subjetivamente que se quiera- estamos de feliz enhorabuena.
Babelia
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