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Columna
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Lágrimas de gozo junto al muro

Fue un 9 de noviembre como hoy y casi todos sabemos dónde estábamos entonces, hace 15 años, cuando supimos, vimos y oímos la noticia. Nos volvería a pasar años más tarde. Casi todos sabemos dónde y con quién compartimos las primeras imágenes de las Torres Gemelas envueltas en llamas y desmoronándose poco después, aquel 11 de septiembre de 2001. Son dos fechas grabadas de forma indeleble en la historia pero también en las biografías, en la memoria y la retina de los cientos de millones de seres humanos a los que habrían de cambiar su mundo. El 11 de septiembre de 2001 será siempre para varias generaciones la jornada de horror inaugural de una era de inseguridad que nadie sabe adónde nos lleva ni cuántas ni quiénes serán sus próximas víctimas. Quienes aún ven en el 11-S una mera tragedia americana habrán de reconocer antes o después que aquel suceso rompió las "reglas del mundo" y puso definitivamente fin al sueño del progreso continuo y lineal de la seguridad y el bienestar en el mundo desarrollado. El mundo del siglo XXI ya no será como pensábamos tan solo un día antes de aquello. Cuando se cumplan tres lustros o cinco de aquel horror de Manhattan, quizá haya ya elementos para juzgar si la humanidad respondió con dignidad al reto o si por el contrario sucumbió al miedo ante el ataque implacable de sus enemigos y dejó naufragar al sistema de convivencia humana más próspero y libre jamás habido que es la sociedad abierta occidental.

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El muro de Berlín cayó, la brecha sigue en pie

Perfectamente ignorantes de lo que el futuro no muy lejano habría de deparar, la sociedad abierta festejaba su mayor triunfo, en el escenario donde más había desafiado a sus enemigos en Europa, en Berlín. Aquel día cayó el muro. El anuncio balbuceante de los locutores de la radio de Alemania Oriental había generado en un principio estupefacción e incredulidad: "A partir de ahora quedan abiertos todos los pasos fronterizos con Berlín Occidental". Las emisoras occidentales añadieron pronto credibilidad a la noticia. Los primeros en hacer uso de su nueva libertad, vecinos cercanos, abrazaban a miembros de la hasta entonces temida policía popular "Vopos" tan confundidos y conmovidos como ellos. Pisaban tierra de Berlín oeste con cuidado, despacio, como queriendo grabar en sus mentes todas las sensaciones que cada paso despertaba. Decenas y centenares de miles de alemanes orientales llegaban en una incesante ola humana ebria de alegría al centro de Berlín. Otro tanto ocurría al otro lado del muro, donde una inmensa multitud cantaba y gritaba jubilosa. Desconocidos se abrazaban y bailaban, se aplaudían unos a otros y, sobre todo, unos y otros, la multitud a ambos lados del muro en la Puerta de Brandeburgo, lloraba. Como lloramos con ellos muchos millones de europeos. Se recordaron las lágrimas vertidas ante este muro cuando comenzó su construcción el 13 de agosto de 1961 y se evocaron las caras de tantos muertos por intentar saltarlo y los millones de seres humanos que perecieron en la larga tragedia europea de la que aquel monstruo de hormigón era símbolo postrero. El último caído había sido Chris Geoffroy. Fue abatido por las balas de los Vopos a cuatro pasos de la libertad el 6 de febrero.

El muro había sido construido para acabar con la masiva huida a Occidente de los alemanes orientales hartos ya de la represión y falta de esperanza a que estaban condenados por el régimen comunista. Era Berlín el único hueco, la trampilla hacia la libertad que quedaba en un telón de acero ya erigido desde el Adriático hasta el Báltico a través de Europa. Berlín oeste ofendía a los tiranos por sus libertades y prosperidad. Stalin quiso acabar con aquel baluarte de la democracia en el corazón del Pacto de Varsovia con un bloqueo total. Fracasó gracias a la osada decisión norteamericana de crear un puente aéreo para suministrar a millones de ciudadanos aislados todas sus necesidades, desde pan a carbón. Aquello fue en 1948. En 1961, los norteamericanos llevaron sus tanques hasta la línea divisoria para mantener un pulso con los tanques rusos hasta que éstos se retiraron.

Si la determinación de sus defensores aliados salvó a Berlín oeste durante 44 años como isla democrática en un mar totalitario, fue la determinación de los luchadores por la libertad en Europa Central la que acabó con la principal arma de la dictadura comunista que eran el miedo y la resignación. Hecho esto, con la consistente ayuda de Juan Pablo II y Ronald Reagan, la lucha contra la mentira fue ganando terreno durante toda una década hasta concluir en aquella inolvidable fecha. Ahora que las sociedades libres nos enfrentamos a un enemigo no menor, hay que recordar que sólo la firmeza nos garantizó la conquista de unidad europea en libertad. Las concesiones o los intentos de aplacar a quienes nos quieren destruir nos debilitan y traicionan. Y pueden transformar aquellas lágrimas de gozo en llanto amargo.

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