La ciudad de la lengua
Fernando Lázaro, apasionado devorador -y entendedor- de la lengua de todos y de la lengua literaria; hombre de letras en el más intenso sentido de la palabra. No es posible escribir hoy sobre él, sino tras la espesa cortina de las lágrimas y atónitos ante el vacío de su pérdida. A pocos les es dada la posibilidad de interpretar la lengua desde las escuetas leyes de la ciencia y, simultáneamente, poder atraparla como entidad multiforme, única en cada ser humano, producto singular de la improvisación individual y de la voluntad creadora. Para hacer eso hay que disponer de muchas armas, que sólo los grandes pueden utilizar juntas: el conocimiento de la historia, las destrezas del filólogo que recompone críticamente los textos, la formación teórica del lingüista, la insaciable búsqueda del crítico. Fernando Lázaro dispuso de todos esos recursos, fue un filólogo que no temió a la lingüística, un renovador del estudio científico de la lengua española, un gran gramático, un impulsor de las mejores iniciativas para la enseñanza y la difusión del español y un cronista agudo y mordaz de la lengua viva.
Quiero hablar aquí de su condición de lingüista, de su legado imprescindible para el análisis y comprensión del español (de esa "ciudad de la lengua", como dijo alguna vez). La filología pura, la historia ideológica de la lingüística española, la gramática y el análisis de la norma del español encuadran su trabajo lingüístico. En su libro Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII explicó como nadie ese siglo esencial que, en sus palabras, "constituye la línea de partida de la cultura moderna". En el Diccionario de términos filológicos, aún imprescindible ante nuestro caos terminológico, fijó la terminología de la lingüística y la filología. Antes y después de esos dos hitos hizo incursiones por la toponimia aragonesa y por algunos fenómenos de cambio fonológico.
Su trabajo gramatical fue múltiple. Renovó la visión de la gramática en los estudios universitarios, dirigió tesis sobre esas cuestiones, dio él mismo clases de introducción a la gramática generativa, compuso libros de texto -revolucionarios en su momento- para la enseñanza de la lengua en el bachillerato. Pero, sobre todo, escribió numerosos artículos que son joyas (algunos se recogen en los Estudios de Lingüística) sobre fenómenos como el uso del artículo, las nominalizaciones, las construcciones pasivas, el mensaje literal o las propiedades del lenguaje periodístico. Como gramático y analista del español tenía la agudeza del que puede adentrarse en los intersticios del idioma, la sabiduría del que no deja nada sin leer, la penetración del que argumenta, y escribe clara, bella y profundamente.
Fue nuestro maestro. Nos enseñaba cuando nos congelaba con una frase irónica que señalaba que acabábamos de decir una memez, cuando decidía y escogía, cuando corregía nuestros escritos, cuando nos deslumbraba con una inteligencia sin parangón. No tiene repetición y nosotros apenas tenemos ya respiración.
Violeta Demonte es catedrática de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid.
Babelia
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