"Vivir es hacer, poder hacer"
De Fernando Lázaro podría estar hablando muchas horas sin necesidad de guión: del humanista -uno de los pocos que hoy merecerían ese título-, del investigador, del maestro, del gran divulgador... Me piden, sin embargo, que hable del amigo que ha sido más que amigo: como un hermano mayor. Empecé a tratarlo de cerca siendo yo catedrático universitario en su Zaragoza. Y me abrió casi de inmediato las puertas de una amistad familiar, otorgándome, él que era tan celoso de las formas, un generoso tuteo.
Quedó vacante una cátedra de Literatura Española en Salamanca, y Fernando Lázaro me telefoneó imperativo: "Tienes que ir allí; olvídate de Madrid: Madrid es una equivocación". Era consciente de que Salamanca había supuesto para él, en efecto, la etapa más fecunda de investigación. A poco de llegar, respaldado por su autoridad, comenzamos con Francisco Rico, Eugenio de Bustos y otros colegas, las Academias Literarias Renacentistas, que, en más de diez ediciones, abrieron caminos nuevos a muchos docentes y universitarios para un mejor conocimiento de aquella rica edad. "Qué bien hemos toreado hoy", me dijo al final de la sesión una tarde en que habíamos discutido largamente sobre una oda de fray Luis. Y con la pasión que le caracterizaba: "Fray Luis, fray Luis; debiéramos dedicarnos sólo a él". Pero al día siguiente eran ya otros -Guevara, Garcilaso o Quevedo- con los que nos acuciaba.
Venía la Academia buscando en tanteos la adaptación a los nuevos tiempos. En esto, llegó Fernando y, con él, la decisión definitiva
Él me abrió las puertas de la Academia y, a poco de ingresar, propuso que fuera secretario. Nuestro contacto se hizo entonces estrechísimo y continuo. Fueron siete años se trabajo apasionante. Venía la Academia buscando en tanteos -mandatos de Pedro Laín y de Manuel Alvar- la adaptación a los nuevos tiempos. En esto llegó Fernando y, con él, la decisión definitiva. En un memorable discurso de 1956 había dicho Dámaso Alonso, su maestro, que era hora de que la Academia atendiera por encima de todo a la defensa y promoción de la unidad del idioma. Sugería para ello una serie de iniciativas que, lamentablemente y a causa sobre todo de la falta de medios, no cuajaron en realidades.
Fernando Lázaro impulsó en primer lugar la renovación de los estatutos y redactó -soy testigo- de su puño y letra el nuevo artículo primero, en el que se consagra como objetivo prioritario de la Academia velar por la unidad de nuestra lengua, el gran patrimonio de la comunidad hispánica. Para hacer posible el programa de renovación impulsó la transformación de la Asociación de Amigos, creada por Pedro Laín, en la hoy pujante Fundación pro R. A. E., que preside Su Majestad el Rey. Y empezó la peregrinación de puerta en puerta, de la del Gobierno de Felipe González a la de la última empresa, en petición de ayuda.
Enseguida nacieron el Instituto de Lexicografía y, con la ayuda de Ángel Martín Municio y la colaboración de Guillermo Rojo, el gran Banco de Datos Léxicos del Español, que hoy rebasa los cuatrocientos millones de registros y del que él era el más asiduo consultor. Al tiempo que se rehabilitaba el viejo precioso edificio, de los cimientos a las cubiertas, y a las salas nobles se unían modernos espacios para las nuevas tecnologías, se renovaba la planta teórica que regía la actualización y perfeccionamiento del Diccionario, se remodelaba el método de trabajo con la organización de un nuevo sistema de comisiones y, en fin, se abría la Academia al contacto con la sociedad.
"Despacio, Fernando, despacio -le decíamos-, que no hay quien aguante este ritmo". No hacía caso y llegó el primer aviso con un ictus que afectó básicamente a la parte izquierda de su cuerpo. Pero él seguía: "Hay mucho que hacer todavía". Hacía y dejaba hacer. Llegaban nuevos refuerzos. Cuando en las reuniones de la Comisión de Gramática escuchaba a su discípulo Ignacio Bosque, traslucía su rostro el orgullo de maestro. Pero, al tiempo, dejaba entrever la aguda conciencia de lo que decía Cervantes: que "sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento".
Amaba apasionadamente la vida y, atento espectador, le encantaba verla palpitar en la cotidianidad del pueblo soberano. Oía la radio hasta altas horas de la madrugada: él decía que por insomnio; yo estoy convencido de que la razón era otra, la de poder conocer las confesiones sin máscara. Y porque amaba la vida, se rebelaba frente a cuanto la limitaba o entorpecía. En la Comisión Delegada del Pleno nos correspondió un día revisar definiciones de términos médicos. Una a una desfilaban enfermedades, y Fernando -que, como decía Rico, podía convertir el suceso más banal en un Ramayana- las describía dramáticamente, tal como si las hubiera vivido y a todos los que allí estábamos nos amenazaran. Llegó, por fin, una, endometriosis, y yo vi el cielo abierto: "Bueno, al menos de ésta no moriremos tú y yo". Y Fernando, rápido: "¡Quién sabe, quién sabe!". Alguna vez he pensado que su pasión de futbolero brotaba de la admiración y la envidia del vigor de los jugadores. De la amistad con Butragueño y Valdano podía mostrarse, desde luego, más orgulloso que de cualquier relación con un personaje del poder. Esto, sin olvidar nunca al Zaragoza: Chomin Ynduráin y él se daban compungidas condolencias cuando perdía. Una vez que ocurrió ante el Madrid, llegó taciturno: "¿Qué pasó ayer, Fernando?". Y él, sin inmutarse: "Fue sencillamente épico". Era el Fernando Lázaro cuya humanidad iban a descubrir envuelta en ironía los numerosos lectores de sus Dardos. ¡Cuánta vida de los españoles de hoy late en ellos!
"Vivir es hacer, poder hacer: ¿sabes lo que significa tener que decir no tengo más que lo que he hecho?". Me lo repitió varias veces en las últimas semanas, apremiándome a continuar la tarea que me había encomendado al sucederle en la dirección: "Te queda por hacer -me había dicho- lo que yo no he podido afrontar por mi limitación física: el trabajo con las Academias americanas". Le atemorizaba la idea de morir, pero lo que de verdad le dolía era dejar de vivir. Se atenúa ahora nuestro dolor al saber que se durmió plácidamente y nos llena de consuelo tener la certeza de que lo hecho, lo tanto como ha hecho, crece y crece. "Lleva quien deja y vive el que ha vivido".
Víctor García de la Concha es director de la Real Academia Española.
Babelia
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