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La tortura como instrucción militar

Una vez más, la barbarie demostrada por instituciones supuestamente civilizadas, en el marco de sociedades supuestamente cultas (Argentina siempre se conceptuó como el país más culto de todo el ámbito latinoamericano), vuelve a ponerse de manifiesto con pavorosa rotundidad. La noticia -con pruebas fotográficas incluidas- de que, todavía en 1986, determinada unidad del Ejército argentino se dedicaba a impartir cursos sobre brutales técnicas de tortura en condiciones de absoluto secreto, acaba de saltar a las páginas de la prensa, con el impacto público que realmente merece. El cierre de un laboratorio fotográfico ha hecho que, inesperadamente, una serie de fotos hayan llegado a manos del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales de Buenos Aires), una de las más infatigables organizaciones defensoras de derechos humanos del continente.

Las imágenes reproducidas por la prensa argentina muestran a grupos de militares practicando diversas formas de tortura, con un grado de realismo sin margen alguno para el truco teatral. Individuos desnudos, enterrados hasta la cintura, encapuchados y con las manos atadas a la espalda, todos ellos en un recinto vallado a la intemperie y bajo fuerte vigilancia, así como otros recibiendo descargas eléctricas de manos de sus supuestos compañeros o de sus instructores, y otros sometidos al submarino húmedo (inmersión de la cabeza) o seco (bolsa de plástico ceñida al rostro), en ambos casos hasta llegar al borde mismo de la asfixia (conocido método, muy usado por las dictaduras del Cono Sur), son algunas de las prácticas que en aquel campo de entrenamiento se impartían a los alumnos en 1986. Tales escenas, que aparecen crudamente reflejadas en este material fotográfico, proporcionan una contundente prueba de las siniestras implicaciones de este tipo de instrucción tres años después de finalizada la dictadura militar.

En efecto, no constituye sorpresa el hecho y el lugar de tal aprendizaje, pero sí su cronología. Es bien sabido, y está sobradamente documentado, que en los años sesenta y setenta numerosos oficiales argentinos (y de todos los ejércitos latinoamericanos) recibieron intensa instrucción sobre "lucha antisubversiva" en la Escuela de las Américas (zona norteamericana del Canal de Panamá), y que tal instrucción incluía técnicas de interrogatorio bajo tortura, dentro del aprendizaje de la que se llamó Doctrina de Seguridad Nacional. El hecho de que tales técnicas fueran después enseñadas y practicadas a fondo en el propio territorio argentino por la dictadura de las Juntas entre 1976 y 1983, para transmitirlas a nuevas promociones de especialistas, entra dentro de la lógica de aquellos años, de aquella dictadura, de aquel régimen de terror. Pero ¿cómo justificar esta continuación a la altura de 1986, con la democracia ya establecida en 1983, con el informe de la Conadep ya entregado y publicado en 1984, y con el juicio a las Juntas ya finalizado y sentenciado en 1985, con penas de prisión perpetua para algunos de los acusados, impuestas precisamente porque ordenaron aplicar estos mismos métodos criminales?

Pero las sorpresas y las preguntas de difícil respuesta van bastante más allá, puesto que el Ministerio de Defensa, fuertemente presionado para explicarse sobre el tema, precisa en su comunicado que "esa doctrina de adiestramiento se erradicó definitivamente en 1994". Dato coincidente con la precisión proporcionada por el actual jefe del Ejército, general Roberto Bendini, quien ha admitido que sólo a partir de 1994 la instrucción de estos comandos especiales se ajustó a las exigencias del tercer Convenio de Ginebra sobre el tratamiento debido a los prisioneros. Sorprendente fecha, una vez más, puesto que demuestra que todavía, con posterioridad a esas fotos, aquellas prácticas se prolongaron otros ocho años más (hasta un total de once posteriores a la dictadura), abarcando todo el mandato democrático de Raúl Alfonsín y los cinco primeros años de su sucesor, Carlos Menem. Sorprendente duración de unas prácticas y de una doctrina docente que debieron suprimirse de inmediato, por su evidente carácter anticonstitucional e incompatible con el derecho internacional.

El ex presidente Alfonsín ha afirmado desconocer por completo el asunto, del que nunca tuvo noticia hasta la publicación de estas fotos. He aquí, pues, una nueva y rotunda comprobación de lo que en su día llamamos "el drama de la autonomía militar", es decir, el comportamiento arraigado en el Ejército argentino desde largas décadas atrás consistente en una ejecutoria tan autónoma respecto al poder civil como para -entre otras cosas- ocultar a su comandante supremo, el presidente de la República (en este caso, el doctor Alfonsín durante los seis años de su mandato, 1983-89), el tipo de instrucción, la doctrina docente y el adiestramiento práctico que impartía, en determinados cursos, aquel Ejército al que supuestamente comandaba. Pocos datos pueden reflejar con tan iluminadora claridad a qué llamábamos "autonomía militar" en la Argentina. Y todo ello después de finalizada una dictadura militar, suprema manifestación de tal autonomía. Incluso ya con un Gobierno democrático, aquella autonomía conservaba todavía cotas suficientes como para mantener vigente este tipo de instrucción, al margen de la ley y del conocimiento de su jefe supremo.

Una cosa es admitir que los Ejércitos de hoy necesiten a individuos especialmente preparados para sobrevivir, desenvolverse y actuar en condiciones extremadamente duras, lo que justifica la creación y mantenimiento de unidades especiales caracterizadas por una resistencia y un endurecimiento muy superior a la del combatiente común. Pero otra cosa muy distinta, y absolutamente intolerable, es admitir que los integrantes de tales unidades deban convertirse en experimentados torturadores, quebrantando -para empezar- la Constitución argentina, que prohíbe expresamente la tortura desde 1854, y los convenios internacionales que la prohíben también.

El individuo que voluntariamente se somete a esas repugnantes prácticas de tortura sufriéndolas en sus propias carnes, y que, a su vez, se encarga de infligir tan degradantes sufrimientos a otros voluntarios para la misma ignominia, queda psicológicamente perturbado y convertido, con máxima probabilidad, en un futuro torturador. Aquel que se ha rebajado a esa abyección contra natura (la de prestarse a ser torturado y torturar a su vez a otros compañeros), ¿cómo no va a ser capaz de torturar después a otras personas extrañas, sospechosas o presuntamente enemigas? La flagrante pérdida del respeto hacia su propio cuerpo y al de sus compañeros garantiza que el sujeto así tarado por esta infame instrucción ya no podrá respetar jamás ni los cuerpos, ni la dignidad, ni la integridad física de sus semejantes.

El presidente Kirchner ha ordenado al actual jefe del Ejército una exhaustiva investigación. En otro tiempo, esto hubiera resultado metafísicamente imposible en la Argentina, pues hubiera irrumpido en ese ámbito de autonomía estamental que tan cuidadosa y cerradamente se mantenía, y que, aunque con tendencia decreciente, se ha prolongado nada menos que hasta la llegada al poder del presidente actual en el año 2003. Ahora, muy afortunadamente, ya no es así. El actual presidente, rompiendo con aquella arraigada tradición -hay tradiciones que envenenan más que las traiciones-, desde el primer momento se ha caracterizado por su firmeza y falta de complejos ante la institución militar.

Así lo demostró muy poco después de iniciar su mandato, relevando al anterior jefe del Ejército y a los veinte generales en activo que encabezaban el escalafón, todos los cuales pasaron simultáneamente a retiro. Otros generales retirados mucho más antiguos, que apoyaron en televisiones extranjeras la represión de las Juntas, fueron rápidamente expedientados por orden presidencial. El decreto anti-extradición del ex presidente De la Rúa, que impedía la entrega de militares argentinos reclamados por la justicia de otros países (una de las últimas manifestaciones visibles de esa autonomía), fue rápidamente derogado por el actual presidente, inmediatamente después de que la justicia argentina recibiera una reclamación de este género, procedente del juez Baltasar Garzón. Todo ello en cumplimiento de una de las más importantes promesas del mismo Kirchner: "Terminar con la cultura de la impunidad". Este propósito, junto con la determinación hasta ahora demostrada en su trato con las Fuerzas Armadas, tal como dijimos en su momento en estas mismas páginas, son "oro puro para la República Argentina, más necesarios que el aire que respira aquella sociedad".

Ante la sórdida realidad revelada por estas fotos, Kirchner sabe mejor que nadie que este tipo de hallazgos no se resuelven ocultando la basura bajo la alfombra, y que la sociedad argentina -como cualquier sociedad democrática- no puede permitirse que nadie, a espaldas de sus autoridades civiles, se dedique a formar y mantener a expertos torturadores, que quedan incrustados dentro del cuerpo social como tumores malignos en estado latente, en espera del hipotético momento propicio para desarrollar su perniciosa capacidad.

Prudencio García es investigador y consultor internacional del INACS. Autor de El drama de la autonomía militar: Argentina, bajo las Juntas (Alianza).

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