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¿Por quién competimos?

Joan Subirats

En las últimas semanas asistimos a una verdadera oleada de problemas empresariales. En el caso de Parmalat nos enfrentamos a una nueva versión de la ya conocida y lamentable forma de entender el desarrollo capitalista en el mundo basada en la pura y simple especulación financiera. Enron en 2001, Vivendis poco después, y ahora Parmalat son los ejemplos más sonados de esa deriva inmoral que salpica a auditores, bancos o agencias de rating, y que deja una vez más en entredicho a las autoridades presuntamente independientes que formalmente controlan el cotarro. Los responsables de Parmalat usaron y abusaron de las posibilidades que ofrecen los paraísos fiscales. La Bonlat Financing Corporation actuaba como compañía pantalla con sede en las islas Caimán. Unas islas que constituyen la quinta plaza financiera del mundo, y que tienen registradas más sociedades empresariales que el número de habitantes que pueblan su territorio. A pesar de los intentos por lavar su imagen, las islas están asociadas a todo tipo de operaciones de blanqueo de dinero y de opacidad financiera. Al margen de todo ello, el agujero de Parmalat es de los que hacen época, y como casi siempre, serán los italianos y otros ciudadanos en el mundo los que deberán arrostrar las consecuencias económicas, cifradas en más de 10.000 millones de euros, de la inmoralidad de los dirigentes empresariales de Parmalat.

¿Cómo fue posible llegar a ello? Usando los múltiples vericuetos financieros que existen y que los estados en su afán por competir promueven, respetan o simplemente toleran. ¿Es posible afrontar la complejidad de la ingeniería financiera y superar la connivencia de empresas de auditoría y de las instituciones crediticias que se aprovechan del tema mientras tratan de proteger sus pérdidas potenciales? La respuesta debería ser política. No necesitamos más competencia, necesitamos más política competente. Más capacidad política para afrontar una economía financiera sin ataduras que no responde ante nadie. No es sólo un problema de llenarse la boca con la "ética empresarial" o con la "responsabilidad social de la empresa".

La llamada Declaración Internacional de Ciudadanos por la Justicia Fiscal, presentada públicamente en un acto realizado en el Parlamento de Londres a finales de marzo de 2003, y avalada por numerosas ONG y por Attac de diversos países, denunciaba explícitamente que "alrededor de la mitad del comercio mundial pasa por las jurisdicciones de los paraísos fiscales, ya que las grandes empresas desvían sus beneficios hacia donde pueden evadir el pago de impuestos (...). Tal comportamiento es económicamente ineficiente, socialmente destructivo y profundamente no ético (...). El desarrollo de los países más empobrecidos se ve amenazado por las enormes rebajas fiscales ofrecidas para atraer a las grandes corporaciones, y por el enorme flujo de fondos desde los países en desarrollo hacia los paraísos fiscales". Más adelante, la declaración identificaba un conjunto de medidas a considerar con urgencia para mejorar la cooperación fiscal internacional, tales como la imposición fiscal de las corporaciones transnacionales evitando la fraudulenta desviación de ganancias hacia las jurisdicciones de baja tributación, la aplicación universal del principio de residencia para la fiscalidad empresarial, y una cooperación más estrecha entre los estados en niveles comparables de desarrollo económico y entre los estados geográficamente próximos entre sí, para suprimir el fraude fiscal y la competencia fiscal destructiva entre ellos. Al mismo tiempo se postulaba una armonización de los tipos impositivos y de las bases imponibles para el capital altamente móvil y medidas encaminadas al establecimiento de autoridades fiscales de carácter europeo y global que representen los intereses de los ciudadanos.

Sólo oímos hablar de competencia, y los estados y las instituciones públicas compiten más por las empresas que por las personas. Nuestro país ha diseñado un régimen tributario para empresas foráneas que se quiere acercar al que se da en los paraísos fiscales, y mientras, asesores financieros planifican las mejores vías para que se siga cumpliendo aquello de que "sólo pagan impuestos las personas corrientes". El Tribunal de Cuentas critica la permisividad de las autoridades de hacienda con las empresas (EL PAÍS, 20 de enero), pero todos parecen dispuestos a no amargar la fiesta a las empresas para que los números luzcan bien. Sólo nos faltaba la tacada de empresas en cierre, iniciada con Philips y Samsung, y que siguen Autotex o Dogi. A la mínima que las instituciones o los actores sociales proponen o reclaman medidas, siempre hay quien recuerda que las empresas tienen una posición privilegiada y que mejor no molestar demasiado, no sea que se enfaden. Gobiernos inermes, mercados desenfrenados, y, mientras, en Davos nos dicen que si sigue el envejecimiento la deslocalización aumentará.

¿No deberíamos preocuparnos por la forma en que los intereses privados han colonizado los espacios públicos? ¿Le preocupa a alguien que aquellos (auditores, autoridades financieras, gobiernos) que deberían protegernos de los que usan una mano demasiado visible para enriquecerse no lo hagan? ¿No es escandaloso que todo ello ocurra cuando, por ejemplo, en América Latina hay más de 200 millones de personas por debajo de la línea de pobreza? ¿Es inútil buscar salidas alternativas a la ortodoxia económica dominante que nos lleva en una carrera desenfrenada hacia la insostenibilidad social? ¿Podemos buscar salidas catalanas a la situación económica sin vincularnos globalmente a los esfuerzos por generar otra forma de desarrollo económico? ¿Por quién compiten los gobiernos, nuestros gobiernos? ¿Por las empresas o por las personas?

Joan Subirats es colaborador del Consejo Científico de Attac Cataluña.

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