Coetzee reinventa Robinson Crusoe
El escritor surafricano, que recibirá el Nobel el miércoles, desdobla al creador en sus personajes
Fue un laberinto de espejos, de espectros, de personalidades interpuestas. El escritor surafricano J. M. Coetzee quiso jugar ayer con la Academia Sueca y con el mundo, que estaba pendiente de una de sus contadísimas apariciones en público, para escenificar lo que para él es la literatura, lo que cree que es el oficio de escribir. Para eso, el autor de Desgracia, que recibirá el miércoles su Premio Nobel de Literatura en la ceremonia de entrega, recurrió a Robinson Crusoe, un libro, o un hombre de carne y hueso para él, tan real o irreal como su autor, Daniel Defoe, que le reveló su destino de escritor a la edad de nueve años. "Cuando lo leí no había oído hablar nunca de él, pero además descubrí que alguien más tenía que ver con su historia, un tal Daniel Defoe. ¿Qué papel jugaba éste en su mundo?", se preguntó J. M. Coetzee ante un público entusiasta.
"Descubrí aquella historia del hombre que cae en una isla y la convierte en su reino"
"Había alguien más en la historia, un tal Daniel Defoe. ¿Cuál era su papel?"
A la puesta en escena no le faltó solemnidad, aunque no hubo pompa y sí misterio. Porque después de que las más de 500 personas que escucharon en un silencio reverencial las palabras del que es Nobel de Literatura este año, se preguntaban al final si ese hombre de barba y pelo blancos, alto y delgado con el aspecto de un monje franciscano, era realmente J. M. Coetzee.
Muchos se acercaron a comprobarlo al final y le entregaron la copia de su conferencia o libros que llevaban impreso en las solapas la foto de uno que se parecía a él para que se lo firmara, cosa que hizo con paciencia y dedicación el hombre que decía ser Coetzee. No da entrevistas, no habla apenas en las reuniones a las que acude estos días en Estocolmo. Está, sencillamente, y sonríe para pagar su peaje de agasajos. Punto.
También lee con la claridad y la entonación profunda que se descubre en sus novelas, las que ayer le llevaban, como biblias, sus admiradores, muchos de ellos temblorosos y tartamudeantes, para el ritual de la firma. Coetzee, o el hombre que a decir verdad se parecía a él, firmó ejemplares de algunas de sus obras maestras, como Desgracia, de sus memorias Infancia y Juventud, o de otra joya como Esperando a los bárbaros, en España editadas por Mondadori.
Antes, apenas 45 minutos antes, había empezado a leer su discurso, que esta vez fue un relato titulado, según se leía en la copia que daban en la entrada del salón gris e iluminado con lámparas de cristal de la Academia Sueca, Él y su hombre.
Lo introdujo con mucha brevedad el secretario de la institución que da los Nobel, Horace Engdahl, y ya avisó: "El que el señor Coetzee esté aquí no deja de ser irónico. Esperamos sus palabras con gran expectación".
Así, uno puede pensar que involuntariamente, el representante de la casa le daba pie para jugar al escondite, a la burla lúcida, rica, excitante, con la que el autor surafricano, ese anacoreta contundente que brama al mundo con sus libros cargados de piedad por el ser humano y escritos con una profundísima sencillez, apareció ayer.
Subió y quiso decir algo además de lo que había escrito: "En esta pequeña lectura que voy a hacer de lo que se titula Él y su hombre o Su hombre y él, ya no recuerdo bien", empezó el regate, "quiero recordar a quien por el año 1948 o 1949, yo, o quien llamo yo, conoció a Robinson Crusoe".
Todos se colocaron frente al espejo de quien leía y aquel personaje de la barba blanca resultó tener una voz cálida, propicia para el ensimismamiento. Siguió: "Tenía nueve años y nunca había oído hablar de él. Lo leí con la mayor atención y descubrí aquella historia del hombre que cae en una isla a la que convierte en su reino".
Pero luego llegó un intruso. "Había alguien más en la historia, un tal Daniel Defoe. ¿Cuál era su papel? ¿Cómo encajaba él dentro? Decían que era el autor pero yo no lo entendía porque a mí, quien me estaba narrando el relato era Robinson Crusoe. Así que, ¿quién era? ¿Un apodo de Robinson Crusoe?".
Y sin más, Coetzee, o el hombre que decía ser él, empezó su lectura fascinante de la parábola sobre la realidad, la ficción, su maravillosa propuesta de búsqueda en los mecanismos de la fantasía con la que muchos entendieron tantas cosas sobre el escritor que no en vano relata los naufragios trágicos de su país y los hace universales.
Llevó a Crusoe a ver las aves de Boston, en Lincolnshire (Inglaterra), y el mismo personaje las describió creando una metáfora con ellos sobre la libertad de que gozaban en Inglaterra y la opresión que sufrían al emigrar a Holanda o Alemania. Describió cómo Robin envejecía en Bristol "con su cara bronceada por el sol tropical antes de que se protegiera con una hoja que hacía de parasol y en la que se proyectaba su sombra y que conserva todavía en su habitación en la esquina donde estaba el loro, que ya murió y que le decía: '¡Pobre Robin Crusoe! ¡Quién salvará al pobre Robin!".
También rememoró a Viernes, su sirviente, alejado de las aventuras como él. Y las huellas de quienes lo persiguen, el rastro seguro de quien lo acecha, todos los recuerdos que escribe le brotan fácilmente, casi sin pensar pero nota que alguien crea a su lado. "¿Cómo debe imaginarse esa compañía, a ese hombre y a él? ¿Como señor y esclavo? ¿Cómo hermanos gemelos? ¿Cómo compañeros de armas? ¿O como enemigos? ¿Cómo debe llamar a ese compañero sin nombre, que comparte las noches, las madrugadas, que desaparece durante el día cuando él, Robin, se acerca a los muelles para comprobar los nuevos atraques y su hombre galopa por el reino inspeccionándolo todo?", se pregunta el autor.
¿Qué nombre de los cuatro se podría elegir para dar firma a su creación? ¿Robinson? ¿Defoe? ¿Coetzee? Los tres en cascada no quedan mal y hacen justicia al entuerto.
Sobre el escenario del Dramaten
Los Premios Nobel animan como todos los años los fríos principios de diciembre en Estocolmo. La ciudad empieza a meterse en las compras navideñas, con puestos callejeros en los que Papá Noel vende algodón dulce como sus barbas, de color blanco, y pasa un poco de los galardonados. Ayer, los pocos habitantes de la capital a los que se preguntaba dónde quedaba el lugar donde el escritor surafricano J. M. Coetzee leería su conferencia ponían cara de no tener ni idea siquiera de que empezaba la fiesta.
Los que sí lo saben son los premiados, que tienen un programa duro esta semana. Mañana, Coetzee aparece otra vez. Subirá al escenario del teatro Dramaten de Estocolmo, ése que Ingmar Bergman ha consagrado para la posteridad por haber trabajado en él a fondo, para hacer una lectura. El escritor, que fue aplaudido ayer a rabiar durante su intervención, puede que hasta le vaya a coger gusto a las apariciones públicas aunque todos los demás comparecen en ruedas de prensa menos él. Tanto los de física, Alexei A. Abrikosov, Vitaly L. Ginzburg y Anthony J. Leggett, como los de Química, Meter Agre y Roderick MacKinon, los de Psicología y Medicina, Paul C. Lauterbur y sir Meter Mansfield, y los de Economía, Robert F. Ingle y Clive W. J. Granger, comparecerán ante los periodistas después de dar sus discursos.
Todos, eso sí, tendrán que ir al ensayo general de la ceremonia que se celebrará el miércoles a las 16.30 si sobreviven a los cócteles, las comidas y las cenas que tienen programadas estos días en varias esquinas de la ciudad.
Luego quedarán colgados en el Museo de la Fundación Nobel, donde todos los que han recibido el premio, creado en 1901 por Alfred Nobel, tienen un lugar en una especie de carrusel o de cadena de producción, mejor dicho, que da la vuelta a la parte baja del edificio.
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