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EL FUTURO DE LOS GRANDES CENTROS DE ARTE
Columna
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El buque remendado

En pleno mes de agosto, cuando a la segunda legislatura de gobierno del PP le quedan tan sólo unos meses, presentó el Gobierno un proyecto de ley acerca del Museo del Prado. Sobre él dijo José María Aznar poco después de llegar al poder que era "el buque insignia" de la cultura española. Nadie negará el acierto de tal afirmación, pero no se vio acompañada por la claridad a la hora de que marcara el rumbo el timonel. Para comprender el contenido de la disposición que ahora llega a manos de las Cortes es preciso partir de los problemas existentes y de los remedios imaginados, al menos en estos últimos ocho años, para nuestro primer museo.

Las instituciones culturales necesitan estabilidad, gestión profesional, agilidad y autonomía; a menudo en España carecen de ellas. El Museo del Prado ha tenido ocho directores en 25 años. Ha sido frecuente en su última evolución una confusión de campos entre quienes conocen acerca de sus fondos, los gestores y quienes por su relevancia social o cultural pueden ayudarle desde un patronato. Su disponibilidad de fondos es tan modesta que en un determinado momento ha debido ser una entidad privada (su Fundación de Amigos) la que financie su boletín o incluso las banquetas en que se sientan sus celadores. En la prensa, por desgracia, y no siempre con justificación, hemos visto protagonizar alternativamente ácidas polémicas y supuestos (o, por desgracia, reales) escándalos. Los partidos políticos suelen pedir consenso con respecto a él cuando están en el poder para no practicarlo cuando militan en la oposición.

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En toda la primera etapa de gobierno del PP, por desgracia, la política seguida respecto del Museo del Prado resultó errada, como acabaría descubriéndose con el transcurso del tiempo. Lo lógico, como en tantas otras materias, es que se hubiera partido de una especie de libro blanco, incluso elaborado a partir de comparecencias de especialistas ante alguna comisión parlamentaria, a partir del cual, conociendo los problemas, disponer de una base firme. Así, además, se habría construido un acuerdo que se extendería también a la ampliación del edificio, hoy ya objeto de menos polémicas o incluso a la política museística general, bien necesitada de una amplia reflexión. Pero no se hizo así porque en determinadas materias los gobernantes creen que poco tienen que aprender y que pueden opinar sin encomendarse a otra cosa que el buen deseo.

El resultado fue que se imaginó una forma de regir el museo que quedó plasmada en un decreto muy poco posterior a la formación del Gobierno de 1996. En él se establecía la existencia de una comisión permanente del patronato que sería la verdadera responsable del museo, mientras que al director le correspondería la dirección científica. Esta fórmula nacía del bienintencionado deseo de implicar a la sociedad en la institución, pero no tenía en cuenta la posible disfuncionalidad de atribuir a personas, muy ocupadas, brillantes pero no especializadas, unas tareas que no eran las suyas. El modelo podía ser el de los museos del área cultural anglosajona, pero en ellos los patronos son generosos donantes materiales y no intervienen en otras materias. Pronto se descubrió que el procedimiento no funcionaba.

Había otra cuestión pendiente que también el PP trató de resolver con buenos deseos pero con dudoso acierto: la financiación de la primera institución cultural española. En el verano del año 2000, tras la consecución de una nueva victoria electoral, el PP nombró como presidente del patronato del museo a un muy respetable ex ministro, de los muy escasos que han tenido experiencia de gobierno democrática en situaciones políticas distintas. Pero su intento de dotar al museo de una nueva estructura, redactado tras la asesoría de una empresa que resultó simplemente hilarante, logró algo tan difícil como siempre es la unanimidad en contra. Desde el Ministerio de Hacienda hasta los historiadores del arte, pasando por los sindicatos, absolutamente todo el mundo se manifestó no sólo contrario, sino indignado. En consecuencia, el proyecto, del que se dijo que podía producir una cierta privatización del Prado, acabó sepultado en el olvido. Finalmente, el conflicto que desde un principio parecía inevitable por la superposición de autoridades acabó por hacerse público. La confrontación entre el director y el presidente del patronato acabó en el enésimo escándalo y la defenestración poco airosa del primero. Ha sido toda una fortuna que el nuevo director haya protagonizado una gestión brillante y eficaz a la que nadie ha puesto reparo.

Ahora, cuando tenemos ya unas nuevas elecciones generales a la vista, el Gobierno ha presentado un nuevo proyecto de ley. Pretende justificarse por la necesidad de que el Museo del Prado alcance un número de visitantes muy superior al actual y tenga un porcentaje de ingresos propios elevado. Lo primero poco tiene que ver con la estructura administrativa (en otro tiempo, con otra, el número de visitantes fue mayor). Resulta evidente que una flexibilidad en la gestión es imprescindible, pero pensar que por ese procedimiento es seguro que se tenga resuelto la mitad del gasto público que hoy supone el museo resulta tan desmesuradamente optimista que no se sabe si atribuirlo a sobrecarga ideológica.

Debiéramos hacer todo lo posible para que no se produjeran nuevas equivocaciones: las fuerzas políticas tienen la palabra y ojalá sean capaces de llegar a un acuerdo que resulte lo más amplio posible. Pero el proyecto de ley, en su actual redacción, ofrece muchas dudas. Lo que el Prado necesita, en mi opinión, es más dinero, flexibilidad y buena gestión; tiene hoy lo último, pero el proyecto de ley no garantiza la mejora en otros terrenos.

Por ejemplo, de acuerdo con el proyecto, en adelante tendrá un presidente, el ministro de Cultura, que lo "tutele

" y apruebe sus planes; un patronato, designado entre personas de "reconocida competencia", con otro presidente que "ostente" la representación de la institución; una comisión permanente que "impulse y supervise", y un director que "dirija y coordine". Demasiadas autoridades y demasiado imprecisas funciones parece, en principio. El personal, añade el texto, "tendrá la consideración de personal laboral", pero no se dice cómo adquirirá tal condición que, además, puede impedir trayectorias profesionales dedicadas en exclusiva al museo. Se deja previsto que pueda "realizar actividades mercantiles para el mejor cumplimiento de sus fines, incluida, en su caso, la creación o participación en sociedades o fundaciones". Eso le abre un amplio abanico de perspectivas -hoy el billete de entrada va a parar a Hacienda y no directamente a la propia institución-, pero también encierra peligros que cualquiera puede imaginar sin necesidad de ser malintencionado. En definitiva, en el proyecto de ley todo queda remitido a un posterior estatuto que fije todos estos términos de una manera precisa, como todavía no se ha hecho. Pero recuérdese la sentencia de Romanones: "Redacten otros la ley y haga yo el reglamento".

Por desgracia han sido ya muchas las ocasiones en que el llamado "buque insignia" de la cultura española ha sido objeto de remiendos y zurcidos sin que se llegue a darle una organización adecuada y perdurable. Se puede pensar que no es discreto, en un momento en que es previsible que se enciendan, al ritmo del calendario, las pasiones políticas, suscitar un debate público sobre esta cuestión. Pero la experiencia enseña que en ésta y en muchas otras materias resulta mucho mejor un cruce sereno de opiniones previo que un choque partidista o un escándalo de prensa posteriores. Sería, pues, una buena ocasión para un amplio debate público.

Obras de ampliación del Museo del Prado en el claustro de los Jerónimos. 

/ ULY MARTÍN
Obras de ampliación del Museo del Prado en el claustro de los Jerónimos. / ULY MARTÍN

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