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PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2003
Columna
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Duque de Deshonra

Javier Marías

Es bien sabido por cuantos lo conocieron, y también por quienes lo han leído, cuán exigente era Juan Benet en su estimación literaria. Ése es uno de los motivos, supongo, por los que, casi once años después de su muerte, todavía es frecuente leer u oír denuestos contra él por parte de numerosos escritores españoles (la mayoría autores de éxito, dicho sea de paso, y sin pretextos para el resentimiento). Pero la severidad del juicio de Benet no afectaba sólo a sus compatriotas, sino a sus contemporáneos en general. No es difícil imaginar, por tanto, que cada vez que elogiaba a alguien "nuevo", quienes lo tratábamos aguzáramos el oído, en la seguridad de que la alabanza no podía ser gratuita ni frívola ni obedecer a ninguna moda o razón espuria. Y además teníamos la vaga sensación de que se había producido un milagro. Y eso fue lo que sucedió con el surafricano Coetzee al poco de que Alfaguara publicase, aún en los años ochenta, sus primeros libros en español, Vida y época de Michael K. y Foe (el segundo, traducido excelentemente por un gran amigo mío, Alejandro García Reyes).

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Benet y el esquivo Coetzee llegaron a conocerse en persona algo más tarde en algún congreso en el extranjero, e incluso hicieron leve amistad. Transcurrieron unos años en los que Coetzee dejó de ser publicado en España y, recurriendo a esa cruel frase tan propia de nuestros tiempos, "su nombre ya no sonaba" aquí. Salvo en labios de Benet, es decir, más bien tan sólo en privado.

Cuando en 2001 creé el Premio Reino de Redonda para escritores o cineastas exclusivamente extranjeros (el primero en nuestro país de estas características), preferí limitarme a organizarlo y financiarlo, y no votar. Así pues, el hecho de que recayera en Coetzee en su convocatoria inaugural no fue en modo alguno asunto mío, sino de los muy distinguidos jurados, con especial entusiasmo hacia el ganador, recuerdo, por parte de Pedro Almodóvar, Eduardo Mendoza y Juan Villoro. Este último, gran conocedor de su obra, tuvo la amabilidad de redactar las frases "institucionales" que acompañaron a la concesión.

Una vez producido el fallo, quedaba ponerse en contacto con el premiado, explicarle la loca historia de Redonda, confiar en que no me tomara por un chiflado y en que aceptara el galardón. Sabía de la aversión de Coetzee a muchas cosas mundanas (apenas si concede entrevistas, y no siempre se presenta a recoger sus premios), así que me dirigí a él con escasa esperanza, casi hecho a la idea de que nuestro invento iba a nacer con mal pie, pese al prestigioso jurado involucrado en él. Pero el profesor Coetzee contestó, desde la Universidad de Ciudad del Cabo (ahora vive en Australia), con una nota de agradecimiento de lo más cortés, y eligió llamarse en Redonda "Duke of Deshonra". "Aunque soy consciente", escribió, "tanto de la denotación como de las connotaciones de la palabra española 'deshonra', y a menos que usted considere que con ello trato a la compañía de Duques demasiado a la ligera, me adheriré a ese título, que me parece adecuadamente quijotesco".

Ahora le llega el Nobel a John Michael (o no se sabe si Maxwell) Coetzee, y uno no puede sino alegrarse por él, por la Academia sueca, por Redonda y por Juan Benet. Y también pensar que el mundo, pese a su tremendo desorden habitual, todavía se molesta de vez en cuando en poner en orden algún detalle. Frente a tantos exégetas de Coetzee como surgirán ahora, con mejores conocimientos que yo, sólo puedo decir, como mero lector suyo ya antiguo, que cada frase de las novelas de Coetzee tiene la extrañísima virtud de impelir fuertemente a pasar a la próxima, y también, a la vez, de hacer que uno desee demorarse en ella y lamente siempre abandonarla o dejarla atrás. No sé de ningún efecto mejor ni más noble al que pueda aspirar un escritor.

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