El enigma indescifrable de la felicidad
Para un intelectual del prestigio de Bertrand Russell no dejaba de entrañar múltiples riesgos la publicación, en 1930, de un ensayo como La conquista de la felicidad. Si, por una parte, el propósito declarado del ensayo parecía marchar en la dirección contraria de las actitudes filosóficas que, como la angustia y el irracionalismo, gozaban de un alto prestigio en el momento de su aparición, por otra saltaba sin reparos desde la confesión íntima hacia el manual de autoayuda, un género que, a ojos de sus críticos, podría parecer impropio para albergar el pensamiento de quien llegaría a obtener el Premio Nobel dos décadas más tarde. Nada tiene de extraño, pues, que Russell comenzara sus reflexiones sobre la felicidad haciendo referencia al motivo que le llevó a escribir este libro, y que no es otro que "la convicción de que muchas personas que son desdichadas podrían llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido". Para ellas reúne "algunos comentarios" inspirados por "el sentido común", en los que huye deliberadamente de "filosofías profundas" y de cualquier pretensión erudita.
Aparte de intentar una sistematización de los diferentes tipos de infelicidad que padecen las personas, Russell orienta sus consejos en una persistente dirección: la de esforzarse en proyectar hacia el exterior de uno mismo los intereses y preocupaciones, de manera que la razón pueda distinguir con nitidez las causas y los efectos de los sentimientos y estados de ánimo. En este propósito se debe ser implacable: "No se conforme con una alternancia entre momentos de racionalidad y de irracionalidad", escribe Russell. "Mire fijamente lo irracional, decidido a no respetarlo, y no permita que le domine". Por descontado, ésta y otras reglas básicas de conducta recogidas en La conquista de la felicidad están concebidas para que los individuos, en tanto que tales, puedan sobreponerse a las situaciones de abatimiento. Russell considera, no obstante, que pueden tener también una utilidad colectiva. Sostiene, así, que ningún "sistema para evitar la guerra" será viable "mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día". De igual manera, la infelicidad a la que conduce el narcisismo o la megalomanía puede desembocar en catástrofe si, como sucede en ocasiones, son los líderes políticos quienes la padecen.
Pese a la variedad de observaciones útiles e inteligentes que Russell va desgranando acerca de materias tan dispares como la educación de los niños o la relación de las personas con el trabajo, tal vez el interés más imperecedero de La conquista de la felicidad, su mayor y más constante atractivo, sea el que aparece inesperadamente entre líneas, como un subterráneo y, en ocasiones, inquietante contrapunto. El sentido común al que una y otra vez invoca Russell como fundamento incontestable de sus recetas cotidianas para obtener la dicha -atrévase a confesarse una verdad amarga cada día, recomienda en algún pasaje- resulta extraño al lector de hoy, que puede percibir quizá con mayor nitidez que los contemporáneos de su publicación quiénes son los destinatarios de este libro y desde qué perspectiva está escrito.
Refiriéndose a las dificultades de las mujeres de su tiempo para alcanzar la felicidad, Russell califica como "nuevo y abrumador problema" el de "la escasez y mala calidad del servicio doméstico", de donde parece deducirse que, en su concepción del sentido común, los empleados del hogar quedarían exonerados del esfuerzo por encontrar la dicha. Haciendo un breve comentario histórico sobre la esclavitud, Russell estima que el odio del siervo hacia el amo "no era, ni mucho menos, tan universal como la teoría democrática quiere hacernos creer"; en cualquier caso, prosigue Russell, "los señores ni se enteraban" de ese odio y, por lo tanto, "eran felices". Como los empleados del hogar, tampoco los esclavos estarían sometidos a la disciplina que el sentido común, al menos en la versión que maneja Russell, aconseja para desterrar la melancolía y el abatimiento. ¿Resulta difícil entrever en estas afirmaciones, espigadas entre tantas otras que aparecen en La conquista de la felicidad, un eco más o menos directo de las convenciones vigentes durante el Imperio Británico?
Ello no será óbice, sin embargo, para que Russell mantenga página tras página una decidida vocación de ilustrado, convencido de que la razón es un instrumento útil para conocer el mundo, pero también para alcanzar la felicidad. Página tras página, en efecto, hasta llegar no obstante a la última, en la que Russell se despide inesperadamente de sus lectores afirmando que la "mayor dicha" consiste en establecer una "unión profunda e instintiva con la corriente de la vida". En qué pueda consistir esa corriente y desde qué decisiones racionales podrían los individuos propiciar esa unión con ella constituyen, pese a intentos de respuesta como el de Russell, un permanente recordatorio de que la felicidad humana seguirá siendo un enigma indescifrable.
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