Otras voces
Junto a las obras de autores de referencia, hay otras voces que proponen distintas formas de entender la literatura.
JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ
Volver al mundo
Hay siempre un momento en la vida, decía, en que las cosas, si han ido bien, se empiezan de repente a torcer. Puede tardar mucho o poco ese momento, pero siempre llega. Entonces todo empieza de pronto a desmoronarse, te quedas sola o enfermas o te arruinas -a lo mejor sólo envejeces- y empiezas a saber entonces cuál era el verdadero sentido de algunas cosas y el significado de lo irreversible. Todavía no tienes palabras para expresarlo, o tal vez no tienes quién te escuche, pero tú sabes que en todo caso ya no podrás ser nunca feliz a partir de entonces más que a pequeñas dosis, en pequeños ratos pasajeros que no son sino momentáneas cesaciones de dolor o la soledad o la amargura y la melancolía de seguir viviendo. Pero siempre hay un momento en el que te das cuenta de que, si no lo has sido ya, ya no podrás ser nunca feliz en la vida. Ése es el momento en que ves la cabeza de la serpiente asomar en forma de accidente o de hospital o marido o a lo mejor sólo de habitación vacía, recuerdo que me decía. Y a mí, junto a Miguel, me daba por pensar, al recordar esas palabras de mi madre, en que, quizás, si en todo paraíso es verdad que acaba por haber siempre tarde o temprano una serpiente, quién sabe si en toda serpiente no puede haber asimismo siempre, por más raro, oculto o enrevesado que parezca, también un paraíso.
Volver al mundo (Anagrama) reflexiona sobre los paraísos artificiales que construye el hombre para vivir. González, soriano residente en Trieste, conjura el abandono y las posibilidades de regresar a Ítaca.
RODRIGO FRESÁN
Jardines de Kensington
¿El amor que hubo entre mis padres? ¿Cómo fue? ¿Cómo saberlo? El amor de los padres es el más misterioso de todos. Somos parte inseparable de él y, al mismo tiempo, nos excluye. Nada pueden saber de eso los hijos y, además, el amor de los otros es siempre imposible de calibrar y está bien que así sea; porque nada habría más terrible que estar perfectamente capacitados para comparar con precisión científica nuestro amor con el amor de conocidos y de extraños.
El amor como propiedad y elemento alquímicamente destilable sería un arma mucho más poderosa que cualquier división de átomos. El misterio del amor -revelado y sintetizable- convertiría nuestro planeta en un sitio todavía más terrible de lo que es; porque equipararía al amor con la bestial y sencilla y funcional lógica del odio. El misterio de lo que acaba conformando a una pareja -teniendo en cuenta los avances científicos que acorralan al genoma, que nos resignan a la soledad casi extraterrestre de nuestro propio cuerpo en un universo muerto, o que se niega a invitarnos a esa gran fiesta invisible de la que, todo parece indicarlo, no somos merecedores- es el único misterio que nos va quedando. Un misterio que -una vez revelado- nos enfrentará a una realidad donde ya no habrá necesidad ni tendrán sentido alguno la literatura, el cine, la pintura, la música o, claro, el amor. Así, por ahora, cuando se trata de contar a una pareja, lo único que tenemos son piezas sueltas, huellas en la arena que enseguida son modificadas por la punta de lanza de una ola, de ese rumor de una voz que llega y que se aleja.
Kensington gardens (Mondadori) es la personal recreación de Rodrigo Fresán de una infancia ambientada en los años sesenta en Londres.
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