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Reportaje:

"Volví a ser campesino, dejé de ser mendigo"

El Gobierno de Colombia impulsa el regreso a sus tierras de 10.000 agricultores desplazados por los combates entre la guerrilla y los 'paramilitares'

Retornar en medio del conflicto es la alternativa que impulsa el Gobierno para hacer frente al desplazamiento interno en Colombia, uno de los peores dramas humanitarios del mundo. La Conferencia Episcopal colombiana señaló ayer que, sólo en 2003, el conflicto ha causado 53.000 desplazados. Más de 10.000 campesinos han regresado a sus tierras. Temen tener que repetir la experiencia de vivir humillados, en ciudades ajenas.

"¡Volví a ser campesino; dejé de ser mendigo!", con esta frase y con los brazos abiertos para demostrar que su alegría era plena, recibió Julián a la delegación internacional que lo visitó en su aldea, a cinco horas de camino del municipio de Convención, en la convulsionada región del Catatumbo, al norte del país, en la frontera con Venezuela. Es una región de montañas y selva, bañada por el río del mismo nombre, rica en petróleo y atravesada por un oleoducto.

"Aprendí que soy colombiano y que tengo derechos. Ya no soy como antes"
"Mi hija se lisió del mal del susto", cuenta una mujer sobre la violencia de los 'paras'

Julián acaricia su machete, muestra sus manos y comenta: "En la ciudad me crecieron las uñas y se me borraron los callos". Días antes, él y 525 campesinos más habían retornado a sus tierras luego de un año como desplazados deambulando por Convención, Venezuela y Cúcuta, la capital del departamento. "Donde llegábamos hacíamos estorbo", dice al recordar los meses que pasó en la casa de migraciones de Cúcuta -al lado de los deportados que fracasan en el intento de pasar como ilegales al país vecino-, compartiendo con otras familias un cuarto atiborrado de colchones, cajas, bultos, ropa y elementos de aseo colgando de paredes y ventanas. Pero siente que algo cambió en él: "Aprendí que soy colombiano y tengo derechos; ya no soy como antes". Salió de su aldea, conoció capitales, habló con funcionarios. En su bolsillo carga ahora la Constitución. "Mis hijos y yo no tenemos la dignidad ni los derechos que allí aparecen".

Julián fue uno de los miles de campesinos que huyeron de la última arremetida de los paramilitares, el año pasado, en varios municipios de Catatumbo. Unos se escondieron en la montaña, otros se refugiaron en Venezuela, otros rondaron durante casi un año hasta regresar en mayo a sus fincas. Allí los esperaban los que, desesperados, regresaron sin esperar apoyo.

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Fue un retorno difícil: les preocupa el saber que hay caminos minados, que si entran de nuevo los paras, los primeros en salir corriendo serán los guerrilleros, dejándolos otra vez a su suerte. Muchos encontraron sus casas saqueadas, como cascarones vacíos, sin puertas, sin nada... Igual estaban las escuelas y centros de salud. Lo peor, para los familiares de los 13 muertos que dejó la ofensiva paramilitar, han sido los recuerdos. "Yo me siento como amargado", confesó un hombre, y habló de su desgracia: a un hermano lo mataron por llevar comida a los que resistieron en el monte; el mayor de sus hijos, de 25 años y padre de dos niños, perdió una pierna por una mina antipersona. "Se aburrió en la ciudad, regresó en enero y tuvo esa desgracia", dice entre lágrimas. "Encontrar todo destruido desorienta; pero uno va arreglando la casa y así tiene otra alegría", dice un anciano. "Todo bobo que tiene un arma mata; no desempeña ningún arte; el día que no matan les duele la cabeza". Y se siente feliz de haber regresado: "El campo disipa los miedos".

Saben que el territorio sigue en medio del conflicto. La guerrilla anda a su aire e imponiendo sus reglas por montañas y valles. Los paras, que controlan las cabeceras municipales, días después del retorno, colocaron de nuevo su retén a sólo 10 kilómetros de Convención. A estos hombres, armados, vestidos con prendas militares, pañuelos negros en la cabeza y una actitud amenazante, hay que rendirles cuentas de todo lo que entra y sale. Obligan a los tenderos de las aldeas a abastecerse en Convención, donde controlan el comercio.

La promesa del Gobierno es arreglar las carreteras, apoyar la producción, ejecutar programas de salud, educación, seguridad... Ni los organismos internacionales, ni las ONG, avalaron este retorno por falta de garantías. Se limitaron a acompañar a los campesinos. El cura Francesco Bortignon, un italiano que trabaja en los barrios marginales de Cúcuta, donde viven muchos de los más de 8.000 desplazados que ha dejado cuatro años de violencia en el Catatumbo, lo ve distinto. "Aun con limitaciones hay que avalar el retorno. Hay que presionar al Gobierno a cumplir sus obligaciones para hacer sostenible este proceso, y a las fuerzas en conflicto dejarles claro que la justicia y la paz no se hacen sobre cadáveres". Asegura que sólo un 30% de la población de estos barrios pobres trabaja: en ventas callejeras o como jornaleros en Venezuela. "Con la crisis en todos los frentes aprenden a vivir sin comer". La ciudad no los protege del terror: "Toda Cúcuta vive una dosis de miedo", dice el sacerdote. En unos días los paras asesinaron a cuatro personas en esta capital departamental: dos estudiantes, un maestro y un líder de izquierdas aspirante a la gobernación.

Viveros y cultivos de coca se asoman por los caminos que unen las aldeas, en medio del tradicional frijol, cacao, café y yuca. Los caminos están tan maltrechos que resulta imposible viajar a más de 10 kilómetros por hora. "La coca nos puede volver a desplazar", fue otro pensamiento que atormentó a muchos campesinos durante el viaje de retorno a sus tierras, que duró dos jornadas.

"La avaricia le está ganando a la razón", dice con un deje de desconsuelo el padre Belisario, un sacerdote empeñado en impedir que la coca, con todo su legado de muerte y desorden, se apodere de San Pablo, un caserío, anidado entre las montañas del Catatumbo. "Los que luchan porque el cultivo no se expanda reconocen que sembradas las primeras matas es muy difícil de parar. El campesino que se niega a sembrar termina haciéndolo por emparejar el nivel de vida, pues el primer efecto de la coca es que dispara el costo de vida".

El padre Belisario no desiste en su empeño: tiene organizados a más de 400 campesinos para que la zona sea cobijada con proyectos de sustitución de cultivos. Le desaniman las respuestas oficiales. Le piden, por ejemplo, que envíe proyectos por Internet y en el caserío no tiene teléfono. "La coca le ha hecho mucho daño al Catatumbo", dijo este hombre.

La coca también preocupa a los campesinos que no se unieron al retorno. "Eso no es lo nuestro", dicen. Permanecen en Cúcuta y Ocaña, rebuscando aquí y allá para pagar un alquiler y aprendiendo a hacerle el quite al miedo. "Mi hija se lisió del mal del susto", cuenta una mujer. Los paras la sacaron corriendo del Catatumbo el día en que se llevaron a su marido, atado de pies y manos. Jamás volvió a saber de él. Hoy vive en una pieza en un barrio marginal de Ocaña. En una cama estrecha duerme con sus cinco hijos; en cajas de cartón, marcadas, ordena la ropa de cada uno. A pesar del calor sólo tiene agua por la noche. Su sueño es organizar un proyecto que les dé a las viudas para mantener a sus hijos. Por ahora colabora en la olla comunitaria que, con apoyo de ONG locales y ayuda internacional, atiende todos los días a 387 familias. Al lado del fogón donde hierve sopa en dos gigantes ollas, en este comedor construido en lo alto de una loma donde se ve esta población dominada por los paramilitares, varios desplazados contaron sus cuitas:

"Nos falta valor civil para decirle a los armados la verdad en la cara, decirles que no queremos la presencia de ninguno de ellos en nuestras tierras". Y tienen algo muy claro: "El Gobierno nos ha tenido abandonados; si la región hubiera tenido oportunidades no habría tanto dolor hoy en el Catatumbo".

Desplazados en la localidad de Convención, preparándose para la última etapa del regreso a sus tierras.
Desplazados en la localidad de Convención, preparándose para la última etapa del regreso a sus tierras.PILAR LOZANO

La guerrilla antes que el Estado

Al Catatumbo llegó primero la guerrilla que el Estado. Es zona histórica del Ejército de Liberación Nacional, se instalaron después el Ejército Popular de Liberación y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y, a mediados de 1999, los paramilitares. Estos últimos impusieron su ley con masacres, asesinatos selectivos -los muertos suman más de 500-, desplazamientos masivos.

Con la llegada de los paras empezó la disputa por el control del negocio de la coca,

monopolizado hasta entonces por las FARC. La guerra empezó en Tibú, un municipio junto a la frontera venezolana, un corredor estratégico por el que sale coca y entran armas, y se ha ido extendiendo hacía el occidente. Hasta hace unos años, el ELN sostuvo una campaña para evitar que otro municipio se contaminara del cultivo. Los campesinos vendían el ganado para meterse al negocio, pero los elenos decomisaban la semilla y la quemaban. Al mismo tiempo, miembros del Ejército y la policía pactaban con los labriegos el precio por dejar pasar los camiones con la semilla. "Al final, cuando las FARC empezaron a ganarse a los seguidores del ELN, éstos, sin cambiar su discurso anticoca, ingresaron al negocio", dice un conocedor de la zona. En 1996 se hablaba de menos de l0.000 hectáreas de la hoja; el año pasado, antes de iniciarse la fumigación, la cifra estaba en más de 30.000. Ambos bandos manejan controles -listas de campesinos y hectáreas cultivadas- para evitar que vendan al enemigo la mercancía.

Para algunos la coca empezó a crecer en Convención y Teorama por culpa de la acción paramilitar: "Ellos nos robaron ganado, cosechas, animales. No tuvimos más camino que acudir a este cultivo ilegal". Otros no aceptan esta disculpa. Tienen claro que los cultivos financian a todos los grupos armados; sienten que unos y otros los utilizan, los engañan. Y temen que se repita la historia de siempre: las arcas de guerrilla, paramilitares y narcotraficantes crecerán al igual que la corrupción -cuando pagan la gasolina, todos saben que han pagado ya su cuota al Ejército y a los paramilitares-. "El campesino, como siempre, quedará con las manos vacías. ¡Con tanto impuesto que se paga a uno y a otros la coca no deja nada!", dice un campesino. Sin esconder su dolor agrega: "Como no tenemos cultura nos meten los dedos en la boca".

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