El último profeta airado
Oteiza muere en medio de la polémica, igual que siempre vivió polémicamente. La falta de sosiego que tuvo su persona en vida le sobrevive en el actual conflicto por los derechos sobre su obra, conflicto al que a todas luces, como en todos sus conflictos, él pudo dar un día el pistoletazo de salida.
Jorge Oteiza pasó por su época huracanadamente, con el calor y la violencia de los profetas. Es difícil acercarse a su personalidad, a su personalidad central -si es que hubo un centro- de escultor, sin hacer la observación inicial de que desarrolló su vida mucho más allá de la actividad de escultor, de escultor que fabrica objetos artísticos en forma de esculturas, o de estatuas, como a él le gustaba decir. Porque la figura del escultor, insisto, Oteiza, excedió con creces a su naturaleza de escultor, que es, sin embargo, la que le prestó en primer lugar una voz que era escuchada, para convertirse en una mezcla de agitador artístico y político en perpetua huida de sí mismo y de un mundo al que zahería, pero que, puestos a pensarlo sin atender a sus quejas constantes, nunca le trató mal.
La empresa de Oteiza cobra su importancia fundamental en el mundo vasco. Aunque fue un artista conocido, e incluso muy reconocido, en el territorio cultural español, y dejó su impronta en algunos artistas españoles, y consiguió algunos premios internacionales importantes, fue en el mundo del arte y la política vascos donde su escultura y su pensamiento tuvieron origen y arraigo.
Él era de Orio (Gipúzcoa) y había nacido en 1908. Ya en los años treinta, junto a sus amigos los pintores Narkis de Balenciaga y Nicolás de Lekuona -este último la gran esperanza del arte vasco de antes de la guerra, muerto con 27 años en ella-, se hizo presente en la vida artística de San Sebastián, a través de exposiciones y premios, con una obra que se formaba dentro del continente de Picasso. Luego Oteiza marchó a Argentina en 1935, y vivió en varios países latinoamericanos interesado por la cerámica y su enseñanza y por la escultura primitiva.
Su vuelta se produjo en 1948, un año importante para el arte vasco, pues también en él firmó Chillida sus primeras esculturas. A partir de este momento, su presencia en los medios culturales fue de influencia creciente, sobre todo desde que comenzara la construcción de la basílica de Aranzazu, en Gipúzcoa, y él fuera comisionado, por concurso, para realizar las esculturas del proyecto. Su friso de los apóstoles, heterodoxo por el número de ellos representados, 14, y de estética excesivamente vanguardista para lo que tenía por costumbre la Iglesia oficial de aquellos años franquistas, no fue aceptado, y tuvo que esperar hasta 1966 para abandonar las cunetas y ser colocado sobre las puertas de entrada. Por su parte, las puertas fueron realizadas por Chillida en hierro y en un estilo geométrico espacialista cercano al de Ben Nicholson, que influyó profundamente en Oteiza. A partir de esa coincidencia entre los dos escultores, la obra de Oteiza abandonó la figuración y entró en una investigación geométrica que le condujo al Premio de Escultura de São Paulo en 1957, donde también Ben Nicholson, precisamente, fue premiado. La fachada de la basílica de Aranzazu habla elocuentemente de la situación del arte vasco en los primeros años cincuenta.
Mediante sus esculturas, sus premios, escritos periodísticos, conferencias y libros, Oteiza y sus propuestas culturales alcanzaron un nivel de difusión, incluso podría decirse de popularidad, insólitos para su momento, hasta el punto de que gracias a él un arte vanguardista, fundamentalmente derivado del espacialismo y del informalismo, adquirió cartas de reivindicación nacional y revolucionaria. Y todo esto lo consiguió en medio de contradicciones abultadas, como las que se derivan de haber sido un genio de poca originalidad -véase su deuda con Henry Moore, con Chillida o con Jacobsen-; un escultor que realizó dos obras escultóricas, la figurativa y la geométrica, absoluta, incomprensiblemente enfrentadas; un artista que pregonó el final de su investigación artística como preámbulo a la creación, durante años, de decenas de esculturas; autor de un discurso teórico herderiano, nacionalista, mezclado con el utopismo constructivista y encarnado en unas esculturas que pretendían ser concepciones ideales, sin materia y sin patria; un colectivista que acababa siempre enfrentado a su colectivo; un victimista que arremetía contra todo y contra todos.
Paradójico, mesiánico, mixtificador, de inmisericorde inteligencia, de obra a veces diseñada con un rigor luminoso, líder autodestructivo, seductor como pocos, hombre acosado por su laberinto -en otra ocasión le llamé "Minotauro sin estatua" por su carácter conclusivo y su obsesión por descarnar la escultura, por lo que algunos le han visto como precursor del minimal-art-, no se puede dudar de que su figura fue en cierto modo símbolo de los conflictos de su tiempo y de su país, y que estuvo muy implicado en ellos. Si no fuera así, no se podría explicar cómo su confuso mensaje, difícil de aceptar en demasiados aspectos, pudo fascinarnos a dos generaciones en un momento histórico en que se definieron importantes actitudes, que cualquier crítica a su figura ha costado ostracismos, y que, aun hecha con el mayor rigor, puede sonar al tenebroso ruido del asesinato del padre.
Javier Viar es director del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
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