Adiós acongojado
Cuando José Manuel Blecua, jovencísimo, irrumpió en nuestra clase del Instituto Goya de Zaragoza, trasladado, creo, de Cuevas de la Almanzora, entró con él una bocanada de alegría, de entusiasmo y de decencia, luces en aquella noche oscura. En seguida estuvo muy cerca de nosotros, sus alumnos, que podíamos tratarlo con confianza, pues era casi un igual. Pero prueba del respeto que nos merecían su sabiduría y bondad, es la atención y silencio con que lo escuchábamos: con otro profesor que estuviera tan sordo como él estaba ya, las clases se habrían convertido en tumulto. No sólo eso: nos cautivó a algunos de aquellos muchachos, bien poco entrenados en la comprensión del arte y en las finuras del espíritu, hasta decidirnos a seguirle. Desde aquel momento fue uno de mis amigos más próximos, más intensos y seguros: conté con sus libros, con su consejo y con su ejemplo para ir haciéndome en aquellos años de adolescencia y mocedad. Y ya no cesamos nuestra comunicación, enriquecedora para mí. Los diez años que nos llevábamos fueron acortándose con el tiempo, y pude sentirlo casi como un hermano.
En esta necrológica que se me pide, no puedo detallar datos de su ingente obra: para mí, ésta apenas tiene importancia ante el hecho del fallecimiento. Ahora sólo puedo referirme a lo que supuso en mi vida aquel hombre bueno y sabio. Y a lo que pierden las letras españolas con su desaparición. Pero mi llanto, insisto, es por ella sola. Su hijo José Manuel -con Alberto, buenas ramas de aquel fuerte tronco- me dice que, durante sus últimos días, tenía en las manos un libro mío. Era el nexo final que nos unía, roto por este apagón final que lo devuelve muerto.
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