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AMENAZA DE GUERRA | El desarme de Irak
Columna
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Qué hubiera hecho Clinton

Andrés Ortega

Mucha gente se lo pregunta. De haberlo permitido la Constitución, Clinton habría ganado fácilmente su tercera reelección, dado el nivel de popularidad con el que dejó la Casa Blanca. Incluso, a no ser por unos pocos votos en Florida, Al Gore podría ser hoy el presidente. Algunos miembros de la Administración de Clinton tienen claro que hubieran desarollado una política distinta respecto a Irak, aunque tampoco coincidente con la de la Europa renana.

Para empezar, Irak no habría sido la primera de sus prioridades. La lucha contra Al Qaeda habría concentrado la mayor parte de los esfuerzos, con mayor receptividad a la oferta de la OTAN y sin haber dado el papel preponderante a los militares, aunque hubiesen atacado también a Afganistán. Clinton se ha referido en diversas ocasiones a la necesidad de un impulso en términos globales como el que supuso el Plan Marshall para Europa como parte de una estrategia de seguridad de Estados Unidos, que tiene que ir a las raíces de los problemas, pues no puede meter en la cárcel a todos sus enemigos.

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La segunda prioridad habría sido desactivar la crisis con Corea del Norte, considerada potencialmente más peligrosa, pues, de no detenerla en dos años, habrá muchos más países con armas nucleares. A cambio de no reactivar sus centrales nucleares capaces de producir material para fabricar bombas y reanudar los controles internacionales, Pyongyang hubiera recibido no sólo ayuda alimentaria, sino un programa para saber cultivar alimentos, pues es un régimen que sabe fabricar armas de primera calidad, pero no comida, lo que lleva a que la única moneda de cambio que tenga sea la militar. También se le habría reconocido como Estado, pues no quiere acabar como Alemania del Este, absorbido por Corea del Sur.

Una Administración de Clinton se hubiera resistido, a pesar del 11-S, a cambiar los parámetros de las resoluciones de Naciones Unidas sobre Irak. Anteriormente, el castigo por su incumplimiento era no levantar las sanciones económicas. La Administración de Bush, en cuyo seno tras el 11-S ganaron peso los partidarios de atacar a Irak, forzó un cambio: el castigo por incumplimiento es la destrucción del régimen, con o sin guerra. Las mentiras de Sadam habrían sido respondidas pero no habrían constituido casus belli, razón para una guerra. Hay grandes dudas sobre si es legítimo cambiar estos términos de referencia. En todo caso, un objetivo hubiera sido que Naciones Unidas saliera de esta crisis más fuerte que antes. En este sentido se interpretan algunos de los esfuerzos de Blair.

A la vez, se estima que los europeos no valoran con suficiente seriedad la amenaza que suponen las armas de destrucción masiva en manos de Irak, de las que tienen conocimiento no sólo a través sus propios servicios de espionaje y de las inspecciones hasta 1998, sino de informaciones que pasaron los dos yernos de Sadam Husein que huyeron de Irak en 1995. Pero se habrían dado más posibilidades y más tiempo y medios a los inspectores. Llegados a la situación actual, votarían una nueva resolución del Consejo de Seguridad sobre la base de las conclusiones de los inspectores. Asimismo, se habría intentado controlar las armas de destrucción masiva de forma que reforzara a la comunidad internacional, y, por supuesto, habría habido un nuevo intento de reactivar el proceso de paz en Oriente Próximo, aunque ya sin ninguna confianza en Arafat.

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En cuanto a la doctrina de Seguridad Nacional de Bush que contempla la guerra preventiva, miembros de la Administración de Clinton sólo la justifican en caso de inminencia de un ataque, considerándola en otros contraria a la Carta de las Naciones Unidas y por tanto ilegal. Además, si otros Estados siguieran esta doctrina, el mundo se volvería un lugar aún más peligroso.

aortega@elpais.es

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