Bush somete su política de 'línea dura' al veredicto de las urnas
Las elecciones parciales del martes pueden corregir o ratificar la actual línea dura de la Casa Blanca
Las elecciones del martes son cruciales. Si los republicanos ganan el Senado, George W. Bush podrá seguir con su agresiva estrategia internacional del último año. Si los demócratas mantienen o aumentan su exigua mayoría de un solo escaño, Bush deberá retroceder hacia un hegemonismo dialogante no muy distinto al practicado por Bill Clinton. Todo dependerá de los votantes de cinco o seis Estados indecisos, en unas elecciones extrañas y con una participación que se prevé bajísima. Parece probable que, como en las presidenciales de 2000, los dos partidos queden empatados. Pese a su popularidad tras el 11-S, Bush no ha logrado atraer al electorado demócrata.
El presidente se ha volcado en esta campaña. Ha recaudado 140 millones de dólares para su partido, batiendo la marca de Bill Clinton (105 millones en las presidenciales), y en los seis días previos a la votación está recorriendo 14 Estados sensibles. Se daba por supuesto que su popularidad -que rozó el 90% tras el 11-S y se mantiene ahora en torno al 57%- sería un elemento decisivo el 5 de noviembre. Pero, a dos días de las elecciones, el efecto Bush no resulta perceptible. 'Creo que, de forma global, vamos a ver otro empate', predice John Zogby, especialista en sondeos y estrategias electorales. Persiste la división del electorado. Eso hace pensar que, dentro de dos años, la campaña para la reelección no será nada fácil para George W. Bush.
'El rediseño de los distritos conduce a que los políticos elijan a sus electores, y no al revés'
Cimientos para 2004
Otro factor, de gran importancia, favorece las aspiraciones demócratas en las presidenciales de 2004: parece seguro que ganarán posiciones en los gobiernos estatales. Los republicanos tienen 27 gobernadores, frente a 21 los demócratas, y hay dos independientes. Si las encuestas aciertan, el miércoles cambiarán las tornas y los demócratas controlarán la mayoría de los gobiernos estatales, acabando con una situación que ha durado casi dos décadas y ha marcado la cultura política estadounidense desde Ronald Reagan. Los gobernadores son el poder cercano a la población y sus ideas impregnan las actitudes colectivas de forma profunda. La revolución conservadora de los años ochenta comenzó en los despachos de los estados. Los estrategas demócratas creen que ahora comienza un nuevo ciclo, empujado por el movimiento pendular habitual en la política, pero también por la pujanza de la población hispana, que, pese a los esfuerzos de Bush, sigue sin confiar en las ideas republicanas.
Nadie atribuye en ello un mérito especial al liderazgo demócrata, un grupo de personas que, como Tom Daschle (líder de la mayoría en el Senado), Dick Gephardt (líder de la minoría en la Cámara) y el semioculto Al Gore están condenadas a pelearse en las primarias presidenciales y no exhiben, por el momento, abundancia de ideas nuevas. Aunque la economía es, junto a la seguridad nacional, la mayor preocupación de los ciudadanos, los sondeos indican que los electores tienden a confiar más en los demócratas en lo que se refiere a gestión económica. Daschle y Gephardt han tratado de convertir la economía en el eje de la campaña, pero es improbable que la gente acuda a las urnas pensando en su bolsillo.
'Los electores no confían en que los republicanos logren mejorar la situación económica, pero no perciben que los demócratas ofrezcan alternativas', indica Zogby. 'No hay un asunto central en estas elecciones; en realidad, todo se basa en los candidatos individuales y en sus ataques contra el rival', afirma Ron Faucheaux, director de la publicación Campaigns & Elections. No hay entusiasmo. 'El clima dominante es de decepción', remacha John Zogby.
La participación, cuatro años atrás, fue del 38%. El martes será, salvo vuelcos, aún más baja. Un factor importante es que sólo existe auténtica competición en un puñado de circunscripciones. De los 435 escaños de la Cámara de Representantes, que se renueva por completo, 400 pueden darse por decididos. Para el Senado, que renueva un tercio de sus 100 miembros, la batalla se concentra en Dakota del Sur, Minnesota, Misuri, Colorado, New Hampshire y Arkansas. Lo demás, salvo sorpresas en Tejas, Georgia o Carolina del Norte, es previsible: los escaños no cambiarán de propietario.
En la Cámara de Representantes, la inmensa ventaja de quienes buscan la reelección, frente a los aspirantes, es consecuencia del movimiento de fronteras en las circunscripciones, realizado como cada década después de que en 2000 se conocieran los datos del último censo. Los aumentos y descensos de población en los distritos electorales de cada Estado obligan a rediseñar las circunscripciones, para que cada una posea un número similar de votantes, y quienes ocupan el poder controlan el proceso. Lo cual produce auténticas maravillas gráficas sobre el mapa.
En Illinois se dan dos ejemplos claros. El republicano Tim Johnson, representante del distrito 15, adhirió a su territorio una estrecha franja de más de 150 kilómetros de longitud a lo largo de la frontera con Indiana, anexionándose una zona rica en votos republicanos. El demócrata Lane Evans, del distrito 17, hizo algo parecido: añadió a su zona dos brazos hacia el centro de Illinois, para asegurarse el control de una bolsa de votos demócratas en la región. Ese fenómeno, denominado gerrymandering en la jerga política, ha alcanzado este año niveles nunca vistos. 'El proceso de rediseño de los distritos conduce a que los políticos elijan a sus electores, y no al revés', denuncia Nathaniel Persily, de la Universidad de Pensilvania. Eso provoca desánimo electoral, y abstención.
Entre la economía y la guerra contra Irak
John Zogby rastrea el ánimo de los estadounidenses. Sus clientes quieren saber qué interesa a los electores. La respuesta es rotunda: 'La economía y la guerra, con la sanidad, las pensiones y la educación en un segundo término'. Según el Pew Research Center, el 55% de los electores quieren conocer las propuestas económicas de los candidatos y sólo el 7% se interesa por sus posiciones sobre Irak.
Los republicanos, dirigidos por George W. Bush y por el estratega electoral de la Casa Blanca, Kart Rove, lo han apostado todo a carta de la seguridad nacional. Los mensajes sobre Irak y el terrorismo han arrinconado el debate económico, pese a los esfuerzos, no muy lucidos, de los demócratas. Bush y Rove confían en que la popularidad presidencial, el miedo de la población desde los atentados del 11-S y la reputación republicana de manejar la política internacional mejor que los demócratas, sean el factor determinante. Rove cree, como otros analistas, que la incapacidad demócrata para presentar alternativas (no han sido capaces de decir si están a favor o en contra de la reducción de impuestos impulsada por Bush) neutralizará el factor económico.
Pero eso no está del todo claro. Los estadounidenses podrían mostrarse más pesimistas de lo que indican los sondeos. El índice de confianza de los consumidores bajó 14 puntos en octubre y se situó en el nivel más bajo desde 1993, y las estimaciones recogidas por The Economist apuntan a que podría existir una corriente subterránea de descontento con la gestión económica que, de concretarse, favorecería a los demócratas.
La guerra de Bush es menos popular de lo que parece. 'Un 70% se declara a favor de una guerra para acabar con Sadam Husein, y un 67% considera que Irak constituye una amenaza para EE UU', explica Zogby. 'Pero cuando las preguntas se concretan', añade, 'y se habla de una guerra con participación de tropas de tierra, el apoyo baja al 45%. Si se plantea la posibilidad de que se produzcan centenares de bajas estadounidenses, el apoyo es del 39%. Y en el caso de actuar sin el paraguas de la ONU, sólo un 38% estaría a favor'.
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