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ELECCIONES EN EE UU

Los límites del mandato de Bush

El presidente ha ganado en las urnas apoyo para su programa centrista, no para una revolución conservadora

Enric González

George W. Bush no ha querido celebrar en público su éxito electoral del pasado martes. Ni quiere que sus parlamentarios, con mayoría en ambas cámaras, trasladen al Congreso la exaltación de las bases más derechistas. Los republicanos han ganado, pero sólo 80.000 votos, dentro de un censo de casi 200 millones, han marcado la diferencia entre victoria y derrota. No ha habido vuelco ideológico ni mandato indiscutible. Bush, que no es muy inteligente pero sí muy astuto, lo sabe. Sabe también que sus posibilidades de reelección en 2004 pasan por mantener una cierta modestia y por no apartarse de las políticas centristas.

Visto desde Europa, Bush es un conservador con rasgos extremistas. En términos europeos, lo es. Pero no en el contexto de Estados Unidos, donde las reglas de juego son distintas. Los europeos tienden a preferir los presidentes demócratas, utilizando una memoria selectiva: Franklin Roosevelt, que forjó la doctrina económica del New Deal, tenía su base electoral más sólida en los votantes racistas del sur; Harry Truman, que aplicó el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa, lanzó dos bombas atómicas sobre Japón; John F. Kennedy, cuyo talento tal vez salvó al mundo durante la crisis de los misiles, aprobó una rebaja de impuestos para las rentas más altas en la que se inspiró años después Ronald Reagan (un antiguo demócrata); Lyndon Johnson acabó con el racismo institucional al mismo tiempo que invadía Vietnam; Bill Clinton era irresistiblemente simpático, pero en 1996 desmontó buena parte del sistema de protección social.

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Mantenerse en el centro

En Estados Unidos la gente en general posee armas, es muy religiosa y ha acabado siendo consciente de que vive en el imperio más poderoso que ha visto la historia. Los parámetros europeos no sirven.

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En realidad, George W. Bush, necesita mantenerse cercano al centro. 'Los dos partidos, el Demócrata y el Republicano, llevan años aproximándose al centro. Bill Clinton tuvo que alejarse de la retórica demócrata representada por Ted Kennedy. Y Bush mantiene a distancia a la derecha más dura, representada por parlamentarios del sur como Tom DeLay', indica David Anderson, profesor en la Escuela de Gestión Política de la Universidad George Washington. 'No volveremos a los tiempos de Lyndon B. Johnson o Ronald Reagan', añade.

Ésa es la opinión de todos los analistas independientes. El liberalismo demócrata de los años sesenta, cuando había que conseguir cosas tan básicas como el derecho de voto para los negros, es hoy marginal. Y la revolución conservadora de Ronald Reagan en la década de los ochenta, surgida del colapso de los esquemas de la posguerra y del fracaso consecutivo de tres presidencias (Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter), parece haber perdido gas. Reagan es la referencia constante de Bush, pero el actual presidente sabe que los tiempos han cambiado.

En su primera comparecencia pública tras la victoria electoral (que habría sido derrota en el Senado si 10.000 personas en Missuri y 20.000 en Minnesota hubieran votado a los demócratas en lugar de a los republicanos), Bush insistió una y otra vez en que no creía que se pudiera hacer una lectura ideológica de los resultados, y en que el ganador no era él, sino los candidatos que habían sido elegidos 'por su carácter y por su capacidad para trabajar en la mejora de sus respectivas comunidades'. Una periodista le expuso que algunos parlamentarios republicanos de la derecha religiosa se sentían ideológicamente legitimados y planteaban ya públicamente su deseo de limitar el derecho al aborto. Ése es el tema tabú, el que marca la diferencia entre el centro-derecha y la extrema derecha dentro del Partido Republicano. 'Mis prioridades son la seguridad y la economía', respondió Bush.

'Algunos republicanos dicen haber recibido un mandato electoral para aplicar todo su programa, pero, en mi opinión, eso no es cierto. Ganaron porque supieron jugar mejor en las poquísimas circunscripciones donde la competencia era reñida, porque el presidente es popular, porque no se ha disipado el impacto del 11-S y porque los demócratas no supieron establecer las diferencias entre sus propuestas y las republicanas', comenta Jacob Hacker, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Yale.

Al mantener en manos republicanas Estados tan importantes como Florida o Tejas, Bush ha dado un paso hacia la reelección. Sigue perseguido, sin embargo, por la sombra de su padre, que a sólo un año de buscar su segundo mandato, en 1991, acababa de ganar triunfalmente una guerra (como puede ocurrirle a su hijo si le salen bien las cosas en Irak), disfrutaba de una popularidad inmensa y parecía tan invencible que los principales aspirantes demócratas renunciaron a medirse con él. Entonces apareció un desconocido llamado Bill Clinton, gobernador de Arkansas, un Estado insignificante, y le derrotó atrayéndose a los mismos votantes blancos y suburbanos que una década antes se habían entregado a la revolución conservadora.

'Un tercio de los estadounidenses se define como independientes, recuerda el profesor Anderson. 'Ahora mismo la gente se siente en guerra, está atemorizada por los atentados del 11-S y está más interesada por la seguridad que por las libertades; en cualquier caso, parece confiar, por el momento, en el liderazgo de Bush', indica por su parte David Brady, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Stanford.

El presidente norteamericano, George W. Bush, rodeado de simpatizantes en una intervención electoral el pasado fin de semana.
El presidente norteamericano, George W. Bush, rodeado de simpatizantes en una intervención electoral el pasado fin de semana.ASSOCIATED PRESS

¿Un futuro demócrata?

La actual hegemonía republicana, en el sentido de fijar las reglas del juego político, comenzó en 1980 con Ronald Reagan. Antes de él, los demócratas habían sido hegemónicos durante 50 años. ¿Se acerca una nueva era demócrata? Esa hipótesis circula por medios políticos y académicos, alimentada por los cambios demográficos (especialmente la 'oleada' hispana) y la transformación económica. Un libro de reciente aparición, La emergente mayoría demócrata, sostiene que la creciente diversidad racial, el auge de la representación femenina en todas las esferas sociales, la expansión del sector terciario en la era posindustrial y la gradual desaparición de las divisiones entre centros urbanos empobrecidos y suburbios acomodados, engullidas por igual por las nuevas y gigantescas áreas semiurbanas, conducirán a un vuelco favorable a los demócratas. 'En cuestión de unos años, en 2005 o 2010, este país será terreno fértil para el centrismo progresista del Partido Demócrata', afirman los autores, John Judis, director de la revista The New Republic, y Ruy Teixeira, investigador político de la Century Foundation.Distintos especialistas consideran que las tesis de Judis y Teixeira no son descabelladas. 'El voto hispano ofrece grandes esperanzas a los demócratas', indica el profesor David Anderson. En efecto, los inmigrantes procedentes del sur se mantienen tercamente en el bando demócrata y no olvidan que hace una década los republicanos de California intentaron aprobar una legislación xenófoba. Anderson puntualiza, sin embargo, que también los republicanos, empezando por George W. Bush, son cada vez más conscientes de la importancia electoral de los hispanos, y hacen todo lo que pueden para atraérselos.La mayoría demócrata, en cierta forma, existe ya. Las mujeres son mayoritariamente demócratas. Y el 90% de los negros, casi un tercio de la población, se declara demócratas. El problema es movilizarlos hacia las urnas, en un país aquejado de un abstencionismo sistemático (la mitad de los registrados, como promedio nacional, se desentiende de las elecciones desde hace más de 20 años), y atajar los recortes del censo. En la gran mayoría de los Estados, los ciudadanos condenados por un delito penal pierden para siempre el derecho de voto. En el caso de los negros, esta circunstancia afecta a uno de cada siete varones.

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