La danesa Susanne Bier presenta un creíble melodrama inspirado en el Dogma
El japonés Kei Kumai se queda por debajo de un gran guión de su maestro Akira Kurosawa
La película danesa Te quiero para siempre sigue al pie de la letra una trama argumental que parece arrancada de un viejo y rancio melodramón. Pero Susanne Bier, su directora, y su guionista, Anders Thomas Jensen, se saben al dedillo el estilo de filmación directo y realista creado e impulsado por el movimiento Dogma, y dan a la colección de infortunios que relatan, que es carne de auténtico culebrón, un vivo toque de credibilidad. No le así ocurre al japonés Kei Kumai, que filma un espléndido guión de su fallecido maestro Akira Kurosawa, pero lo hace por debajo de lo que la escritura pide a la imagen.
Es ya un secreto a voces la misteriosa capacidad de convicción que suele acompañar a las películas realizadas de acuerdo con los austeros y, si se toman al pie de la letra, severos códigos de filmación del movimiento Dogma, creado en 1995 por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, y que ha forjado ya una decena de títulos importantes, películas realizadas con pequeñísimo presupuesto que, con su pobreza a cuestas, dieron la vuelta al mundo.
Este secreto es algo tan evidente como la exacta y directa pegada de los rostros que pueblan la galería de intérpretes -en su mayor parte procedentes de pequeños teatros de Copenhague- de estas obritas, que esos actores y actrices, sostenidos por guionistas y directores astutos y competentes, convierten con su instinto y su solvencia en obras grandes. Si reventaban de ingenio interpretativo las dos películas fundacionales de Dogma, Ceremonia y Los idiotas, la serie de filmes que les siguieron, desde Mifune a Italiano para principiantes, no se queda atrás. Y éste Te quiero para siempre no es menos eficaz y ofrece nuevos destellos de sabiduría escénica y gestual a través de la veintena de rostros que llenan de vivacidad y de credibilidad a un dramón tristísimo y mortecino, un doliente melodrama químicamente puro, un esquema de culebrón lleno de padecimientos físicos y de torturas morales, además de los consiguientes juegos de cornamentas conyugales y, obviamente, de choques de dolores, amores y desamores entre padres e hijos.
Pues bien, todo ese cruce incendiario de pasiones y de infortunios, que daría suficiente carnaza para el aparatoso parto con fórceps de un andamio de serial televisivo infinito, se aprieta con ligereza en poco más de una hora y tres cuartos de cine realista, con ágiles aires de prosa casi documental, que discurre sin la menor caída en el énfasis y de espaldas a cualquier tentación de patetismo. La directora, Susanne Bier, borda con estos recios hilos humanos el primoroso guión, y la oscura y retorcida historia se hace transparente y casi rectilínea.
En cambio, el reparto de la película japonesa El mar nos mira, dirigida por el veterano Kei Kumai, es un fardo lleno de altibajos -hay dos buenas actrices, pero están escoltadas por otras cuatro que no se dejan la piel pegada a la pantalla y por media decena de actores bastante sosos y mecanizados- que pesa sobre el filme y quita armonía y precisión a un relato que combina a dos cuentos de Shoguro Yamamoto unidos por la maestría de la escritura cinematográfica del gran Akira Kurosawa, que murió cuando ya había comenzado a preparar para su filmación este espléndido guión, ahora desaprovechado por Kei Kumai.
El guión de Kurosawa es de tanta altura que por sí solo tensa el interés de lo que ocurre en pantalla, y crea sensación de vigor y dolor en el singular drama de una puta tan sentimental que -en medio de las miserias del siglo XIX- se enamora perdidamente de sus clientes y es protegida por sus colegas de prostíbulo cuando cae rendida ante un samuray pusilánime, al que sustituye con un amor loco por un navajero errante y sin un céntimo que, para mayor desdicha, la corresponde.
Babelia
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