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Medidas excepcionales apoyadas por la mayoría

Juan Jesús Aznárez

El estado de conmoción, decretado por Álvaro Uribe, sintoniza con las apetencias guerreras de la mayoría y coincide con los compromisos de autoridad y orden que le llevaron a su victoria electoral. El presidente parece haber heredado la audacia y también la temeridad de su padre, asesinado el 14 de junio de 1983. Se enfrentó a tiros con una partida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que intentaba secuestrarlo. Recibió dos balazos mortales.

Los buenos modos fracasaron con el Gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). El nuevo presidente ha comenzado el suyo invirtiendo los términos: antes de las concesiones de un eventual proceso de paz, refuerza el blindaje civil, militar y legal del aparato estatal. Apretará las tuercas a las FARC, más fuertes y retadoras que nunca, aprovechando su gran popularidad e impulso político. La excepcionalidad anunciada tal vez no modifique, a corto plazo, el curso del conflicto si no va acompañada de una profunda reforma y revisión de las estructuras y políticas militares, incapaces o corruptas en algunos cuartos de banderas, y la creación de cuerpos de inteligencia auténticamente eficientes.

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Uribe decreta el estado de excepción en Colombia para frenar a las FARC

El decreto de emergencia incide en la consolidación de la capacidad de fuego y despliegue de las Fuerzas Armadas y preocupa a quienes observan en el Ejecutivo una decidida apuesta por la guerra, omitiendo aspectos fundamentales de la vida nacional, que influyen en la evolución de la sangría y en la leva de voluntarios o de milicianos a sueldo por los grupos ilegales. Sin negar el derecho del Estado y la sociedad a rearmarse, estos sectores habrían agradecido que el tono belicista del decreto hubiera sido atemperado con alguna alusión crítica hacia un modelo social y económico que, según los datos disponibles, ha empobrecido a Colombia y a buena parte de América Latina.

No es la primera vez que el país latinoamericano recurre a la declaración de conmoción interior, establecida en la reforma constitucional de 1991, pero nunca las expectativas sobre su alcance han sido tantas porque la biografía y perfil de quien ahora lo aplica es singular y más creíble. Los ex presidentes César Gaviria y Ernesto Samper la declararon en varias oportunidades sin haber conseguido derrotar a unas guerrillas, fundamentalmente las FARC, aparentemente invencibles, atrincheradas durante 38 años en la intrincada orografía colombiana, en selvas y ríos que marean al Ejército y favorecen las escaramuzas de los insurgentes.

Uribe propone una coalición de Estado y sociedad, entre el ariete castrense y el millón de informantes civiles, un empeño tan complicado como incierto. El decreto promulgado por el resuelto abogado de Antioquía, un psicópata de los resultados, según sus colaboradores, ha sido aplaudido por casi todos, incluido Lucho Garzón, candidato de la izquierda en las presidenciales de mayo.

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Nada inesperado en una nación con 40.000 muertos y dos millones de desplazados en el último decenio. La encuesta encargada días antes de la transmisión de mando era concluyente: la seguridad es la principal preocupación del 98% de la muestra. El 97% acepta medidas drásticas para garantizarla, probablemente, de haber sido consultados, hasta el bombardeo con napalm de los irreductibles campamentos guerrilleros.

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