Sombras del esplendor
Los lazos de Arthur Miller con el cine son muchos, extraños y complicados. Y no conciernen sólo a su obra, que tiene un (no extenso, pero sí intenso) capítulo cinematográfico, sino también a su vida, a su intimidad y a aspectos medulares de su vigorosa e intrincada personalidad. Algunos de los más famosos dramas de Miller (como Muerte de un viajante y Panorama desde el puente) se convirtieron en películas, ante las que más de una vez el escritor proclamó insatisfacción. Pero también realizó Miller, o intervino en la realización de algunos filmes cortos y en varios documentales para la televisión; y hace dos años fue intérprete de un personaje episódico, pero esencial, y que parece inspirado en él, del filme israelí El Edén.
Lo que Miller aporta a la forja del cine realista en EE UU es puro oro cinematográfico
Él mismo fue escritor de los guiones de tres películas, Vidas rebeldes o The misfits, Everybody wins y El crisol; y el primero de ellos, junto con su drama, que tiene un evidente fondo de psicodrama, Despues de la caída, tiene condición (secreta, aunque a estas alturas lo es a voces) de confesión o de testimonio íntimo sobre sus años de vida con la actriz Marilyn Monroe, con la que Arthur Miller estuvo casado entre 1956 y 1961 y con la que vivió, tras el instante del esplendor -del que han quedado muy pocos pero muy hermosos rastros dispersos en la obra y la palabra del escritor-, un doloroso epílogo, una devastadora etapa final de locura e infortunio, que se ha convertido en una especie de terca leyenda que acompaña y envuelve como una inevitable aureola oscura la memoria de la estrella y el escritor.
Pero la obra cinematográfica del dramaturgo neoyorquino no arranca de ahí, venía de un poco más atrás, de 1946. Aunque él no supo, o no quiso, apreciarla en todo su valor, la contribución de Miller a la forja de la tradición realista del cine estadounidense posterior a la II Guerra Mundial es importante. No alcanza la relevancia de la, mucho más voluminosa que la suya, aportación de Tennessee Williams, pero la conversión en película de su drama Muerte de un viajante y, más tarde, su escritura directa para la pantalla del guión de Vidas rebeldes, que realizó John Huston en 1960, componen la cara y la cruz indisociables de una moneda de oro puro cinematográfico.
El lastre, lo que frena el reconocimiento universal de Muerte de un viajante como una película de gran calado y de alcance histórico, procede de las limitaciones de su director, Laslo Benedek, un húngaro exiliado que se instaló en el cine neoyorquino a mediados del pasado siglo y que en este filme se limitó a dar con buen olfato plena libertad a los cuatro extraordinarios intérpretes, Fredric March, Kevin McCarthy, Cameron Mitchel y Mildred Dunnock, que conocían al dedillo el drama, pues lo habían vivido ante y sobre los escenarios de Broadway. Y los cuatro protagonistas cinematográficos de la gran tragedia milleriana bordaron un trabajo interpretativo recio, eminente, que Benedek se limitó a filmar con astucia y corrección, sin darse entera cuenta de que estaba fijando en imágenes no perecederas algunas efímeras y volátiles esencias destinadas a perderse del gran brote del teatro realista procedente de los viveros que la izquierda neoyorquina refugiada en Broadway y convertida en punta de la vanguardia de la imaginación teatral y, de rebote cinematográfica, de aquel tiempo crítico, ensombrecido por la caza de brujas del senador Joseph McCarthy, de cuyo inquisitorial comité senatorial Arthur Miller fue una ilustre víctima.
Y si en Muerte de un viajante la aportación de Miller es exterior, viendo Vidas rebeldes -filme que sí alcanzó la consideración universal de cine imperecedero- se tiene la impresión de que, por el contrario, el trabajo autoral de Miller es completa y radicalmente interior, hasta el punto de que la historia sitúa físicamente al escritor en el mismísimo centro del proceso de filmación, desde el que día tras día moldeó en la sombra, con mayor empeño y empuje que el director de la película, Huston, el acabado formal, la definición y la interrelación de los personajes a través de roces físicos y réplicas verbales.
Y ocurre en Vidas rebeldes lo que ocurrió cuatro años antes en Muerte de un viajante, que el filme se mantiene en pie por encima de la indiferencia del trabajo de su director. John Huston se fue apartando poco a poco de la película, acabó mecanizando su tarea y situándose fuera de lo que aquel tormentoso rodaje tenía de agonía de unos intérpretes que convertían a sus personajes en sombras fantasmales de sí mismos, en proyecciones de su devastación íntima. Se ha dicho, y parece creíble, que hay que dar la propiedad del alma de Vidas rebeldes a los fantasmas de Clark Gable, Montgomery Clift y, sobre todo, Marilyn Monroe, pero esto, aunque huela a cierto, no es del todo exacto, porque detrás de los últimos, y deslumbradores, destellos de estas inmensas estrellas errantes y a la deriva estaba, y sigue estando en la sombra, cargada de dolor y de vigor, la pluma herida de Arthur Miller, que convertía en algo vivo, decible y filmable, a aquel caos, a aquel atolladero, que presagió la muerte inminente de Gable, la caída definitiva en la demencia de Clift y el suicidio, o lo que fuera aquello, de Marilyn. Y Miller fue así por fuerza, sin quererlo, creador de uno de los más oscuros nudos de la leyenda del cine universal.
Babelia
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