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El rehén de Ramala

El líder de los palestinos vive encerrado, bajo el asedio permanente de los tanques, con sus más estrechos colaboradores

La antigua prisión británica, sede de la Administración autónoma palestina en Cisjordania, se ha convertido desde hace dos meses en la cárcel de Yasir Arafat, máxima autoridad de los palestinos. Los tanques israelíes que asedian el complejo son visibles desde las ventanas del segundo piso de las oficinas-residencia del presidente, especialmente desde las del comedor de los grandes invitados. De día, el perfil de los blindados, como si formaran ya parte del paisaje, se recorta sobre un cielo gris y plomizo, al pie de un gran anuncio de tabaco en el que se puede leer: 'El gran sabor de América'. De noche, las persianas están bajadas.

Arafat sorbe, con el rostro volcado sobre el plato, cucharadas de un potaje de verduras. Se cena en silencio, como si los convidados trataran de respetar el ensimismamiento del presidente. La comida es frugal, a pesar de que encima de la mesa, sobre un mantel blanco, han colocado varios platos con diferentes clases de quesos, frutas, huevos duros, tabules y el inevitable humus. Se diría que están de adorno, como ese pequeño bouquet de flores blancas, rojas y amarillas.

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Sólo en la recta final de la cena, Yasir Arafat ha levantado la cabeza y ha quebrado el silencio, para hablar con cariño de España, del presidente José María Aznar y del rey Juan Carlos, de quien recuerda una y otra vez que es custodio de los Santos Lugares: 'Es el rey de Jerusalén'. Picotea mecánicamente de un plato de frutas cortadas, que han traído especialmente para él, parte importante de una dieta milimetrada. A algunos invitados les alarga de su propio menú unos gajos de naranja, a otros trozos de manzana.

'Haga el favor de comerse las natillas, verá qué buenas', indica con un gesto amable pero a la vez autoritario, mientras alguien susurra al oído del comensal un 'hágale usted caso, es una orden del presidente', en un esfuerzo por aportar unos instantes de jovialidad a la cena, que ya se acaba. Para Arafat empiezan ahora los momentos de mayor actividad, hasta altas horas de la madrugada.

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Este año, en Ramala el invierno está siendo especialmente duro. Llueve desde hace días y hace viento. El frío, como la nostalgia y la melancolía, se cuela por todas las rendijas. Parece invadirlo todo, aunque en el entorno del presidente se intente dar al ambiente una sensación de normalidad. Por ejemplo, debajo de la guerrera verde oliva de Arafat se anuncia el cuello de la camisa reglamentaria, pero se vislumbran, además, los bordes de un jersey de lana y se intuye con toda seguridad una gruesa camiseta de felpa. El sol de Gaza nunca había estado tan lejos. No lo ve desde hace 60 días. Además, han destruido sus helicópteros. Ni siquiera habían acabado de pagarlos.

Arafat no está solo. Desde el primer día de encierro, su cárcel se ha convertido en un lugar de peregrinaje de las más diversas personalidades. Miguel Moratinos fue uno de los primeros en llegar: 'No hay que dejarlo solo'. El diplomático español conoce estos momentos de depresión del presidente, de los que hasta hace poco le solía sacar su amigo el presidente egipcio Hosni Mubarak, o los viajes al extranjero. Ahora no puede volar.

Sólo los americanos han faltado a la cita, incluido el ex presidente Bill Clinton, que días atrás estuvo en Israel pronunciando conferencias millonarias y no quiso acercarse a Ramala. Los pacifistas israelíes también han estado ahí, desde la ex diputada Solamit Alomi, al rabino Hirsch, del movimiento antisionista Neturi Karta.

Pasan las once de la noche. En su despacho, Arafat se ha volcado sobre un legajo de documentos. Los lee y subraya con un rotulador rojo. Todo está al alcance de su mano; su particular teléfono rojo de color crema, la regla metálica, los portalápices de plástico con la piedra negra de La Meca en su interior, la barrita de pegamento, la grapadora, el rollo de celo... Por unos momentos, el entorno parece tratar de aliarse con el enemigo, en un intento desesperado para convertir a un jefe de Estado en un pequeño burócrata de oficina.

'Perdóneme que le haya hecho esperar', ha anunciado cortésmente, mientras levanta la mirada de los papeles.

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