Los ayatolás sintonizan con Bush
El odio que comparten contra los talibanes ha acelerado el deshielo entre los Gobiernos de Washington y Teherán
El deshielo de las relaciones entre Irán y EE UU se está acelerando a costa de los talibanes. Desde el 11 de septiembre, una serie de declaraciones y gestos recíprocos de buena voluntad esbozan un tortuoso acercamiento que escandaliza tanto a los ultras de Washington como a los ortodoxos del jomeinismo de Teherán. Pese a algunas condenas retóricas, Irán obstaculiza la campaña militar estadounidense en Afganistán y apoya las negociaciones para formar un Gobierno de coalición que ocupe el hueco dejado por la desbandada de los talibanes. Y EE UU comienza a pensar que no puede prescindir de Irán para asegurar la estabilidad de Asia Central y el golfo Pérsico.
Teherán no ha derramado una lágrima por la expulsión de los talibanes de Kabul y sus posteriores derrotas. Los talibanes son musulmanes suníes de la etnia pastún que hacían la vida imposible a los minoritarios shiíes afganos, correligionarios de los iraníes. Ya antes del 11 de septiembre, el tipo de integrismo practicado por los talibanes, y en particular su prohibición de que las mujeres estudien y trabajen, era denunciado como 'una aberración del islam' por los herederos de Jomeini, ortodoxos o reformistas. Hace dos semanas, el presidente Mohamed Jatamí, líder de los renovadores, dio un paso más allá y en una conferencia ante dirigentes religiosos reunidos en Nueva York condenó el 'terrorismo nihilista' como 'una amenaza a los fundamentos de la existencia humana', y rechazó que pueda ampararse en razones 'religiosas'.
Los gestos recíprocos escandalizan a los ultras en EE UU y a los ortodoxos jomeinistas
Los gestos se suceden a velocidad de vértigo. Colin Powell y su homólogo iraní, Kamal Jarrazi, se estrecharon la mano en la ONU, en lo que fue el mayor gesto público de reconciliación desde el triunfo de la revolución islámica del ayatolá Jomeini, en 1979. Jarrazi acababa de expresarle el pésame iraní por las víctimas de los atentados en Nueva York y Washington. Jack Straw, el titular de Exteriores de Reino Unido, el aliado más estrecho de EE UU, ya ha visitado dos veces Teherán desde el 11 de septiembre. Y allí ha viajado esta semana Josep Piqué, el jefe de la diplomacia española.
El diario beirutí L'Orient-Le Jour informó el mes pasado que Irán ha retirado la mayoría de los pasdarán o Guardianes de la Revolución que mantenía en Líbano como apoyo de Hezbolá. ¿Una medida preventiva ante la posibilidad de que EE UU ataque en algún momento al Partido de Dios de los shiíes libaneses que estuvo tras los más sangrientos atentados antinorteamericanos de los años ochenta y al que pertenece Imad Mugnieh, uno de los terroristas más buscados por el FBI? ¿Otro gesto de apaciguamiento en dirección a Washington? Irán, en cualquier caso, sigue rechazando que Hezbolá sea un grupo terrorista y, como otros países musulmanes, lo considera un movimiento de liberación nacional frente a Israel.
También han circulado rumores que afirman que Irán está permitiendo que aviones norteamericanos sobrevuelen su territorio en dirección a Afganistán, siempre y cuando cumplan misiones humanitarias. Pero tanto Washington como Teherán se han negado a confirmar ese extremo. Lo cierto es que en Washington empieza a abrirse camino una visión estratégica que concede a Irán, una nación milenaria con un Estado sólido, un papel decisivo en la estabilidad de Asia Central y el golfo Pérsico. Frente a las inconsistencias de Arabia Saudí: el país de Bin Laden, de la mayoría de los kamikazes del 11 de septiembre y de la exportación del integrismo wahabí, Irán emerge como un interlocutor posible.
Tras dos décadas de satanización de Irán, la prensa estadounidense comienza a publicar informaciones y análisis que señalan que este país, incluso dentro del régimen jomeinista, disfruta de mayor pluralismo político que Arabia Saudí y, con una vicepresidenta, varias diputadas y muchas universitarias, un mayor protagonismo femenino. En el seno del clero iraní, formado por unos 180.000 mulás, surgen las primeras voces a favor de una reforma del islam que lo haga compatible con la democracia política y la igualdad femenina, y la población tiene cierto acceso a la libre información y opinión a través de Internet, las antenas parabólicas y su propia prensa escrita. Por lo demás, Irán, que tiene unos 67 millones de habitantes, sigue siendo el segundo principal productor de petróleo del mundo, con un 9% de las reservas mundiales de crudo y un 15% de las de gas natural.
Los reformistas, sin embargo, están lejos de haber ganado la batalla en Teherán. Estos días, el Consejo de Guardianes, el organismo encargado de mantener las esencias del régimen y que depende del heredero espiritual de Jomeini, el ayatolá Alí Jamenei, está enzarzado en una dura batalla de competencias con el Majlis o Parlamento, dominado por los renovadores. Después de que el muy conservador Consejo de Guardianes rechazara las candidaturas de decenas de reformistas a unas elecciones legislativas parciales, muchos en el Majlis piden que se limiten los poderes de ese organismo. Algunos diputados han sugerido incluso la posibilidad de celebrar un referéndum sobre el asunto.
Junto a las polémicas sobre la liberalización de la prensa, la privatización de empresas públicas, la reducción de subsidios a productos de consumo popular y la apertura a las inversiones extranjeras, este conflicto de competencias es una de las expresiones del enfrentamiento entre los ortodoxos del jomeinismo liderados por Jamenei y los reformistas de Jatamí. Otra, aún más enconada, es el deshielo con EE UU. La última plegaria del viernes en la Universidad de Teherán estuvo dominada por una cita de Jomeini que afirma: 'América es el símbolo de la dictadura internacional y la arrogancia global'. Y Jamenei advierte de que 'toda negociación con el Gobierno de EE UU es contraria a los intereses del país y el islam'. Jatamí, según Jamenei, tan sólo está autorizado a explorar el terreno del 'diálogo entre los pueblos' iraní y norteamericano y 'las civilizaciones' islámica y occidental.
Pero la coincidencia de intereses entre Teherán y Washington en el conflicto afgano es notable. Teherán señala que el vacío dejado por la caída de los talibanes debe ser ocupado por un Gobierno de amplia coalición, en el que figuren sus aliados del partido Hezb-e-Wahdat y, si es menester, pastunes moderados, aunque hayan colaborado con las huestes del mulá Omar. Es una idea que no choca con los intereses norteamericanos. Ni tampoco la exigencia de Teherán de que norteamericanos y británicos no prolonguen demasiado su presencia militar en Afganistán.
Mucho más difícil resulta que Washington acceda a otras exigencias iraníes, como su retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo, el fin de las sanciones económicas, la retirada de los soldados norteamericanos de la región del Golfo o el fin del apoyo a Israel. Las diferencias entre la superpotencia e Irán siguen siendo enormes, pero también en esto el 11 de septiembre marcó un antes y un después.
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