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Tribuna:LA ` YIHAD´ INICIADA EL 11 DE SEPTIEMBRE
Tribuna
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Los mensajes de Bin Laden

Antonio Elorza

Al entrar en la antes acogedora librería Avicena de París, frente al Instituto del Mundo Árabe, conviene ser precavido y no preguntar por nuevos estudios sobre corrientes tradicionalistas del islam, porque la respuesta del vendedor a la petición será tajante: '¡Ustedes son los culpables, por todo lo que han hecho y por ser aliados de la Arabia Saudí!'. Es claro que con sólo expresar el interés por un tema candente e incómodo en el islam de hoy, el vendedor ha husmeado la profanación y decide pronunciar su condena como creyente, como miembro activo de la umma musulmana, contra el presunto comprador adscrito por sus intereses bibliográficos a la umma de los enemigos. Con variantes de forma, la escena se repite por doquier con el mismo contenido, y puede servir de ejemplo la carta publicada en estas páginas por una islamóloga árabe, que nos viene con la historia de siempre sobre la yihad interior, narra luego el cuento chino de que la expansión del islam después de Mahoma fue pacífica y no olvida sacar como balance de lo sucedido en las Torres Gemelas que así EE UU se preguntará de dónde surge 'tanto odio'. En el mejor de los casos, la repulsa del terror es seguida de otra condena mucho más rotunda, dirigida ésta a 'la hipocresía' occidental, y no olvidemos que, en lenguaje coránico, hipócrita es el que pretende engañar a Dios.

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De este modo, si algo está dejando claro la crisis abierta el 11 de septiembre es la intensidad del sentimiento comunitario entre quienes profesan la fe del islam, con la consiguiente inclinación a cerrar filas, eludiendo afrontar la gravedad que la situación representa para las propias comunidades musulmanas (y aquí el plural resulta obligado). El malestar es entonces expulsado hacia afuera, no sin una carga de agresividad contra el crítico, siendo el deber del musulmán rechazar todo diálogo con el no creyente, más allá de declarar su incompetencia. 'No hay argumentación posible entre nosotros y vosotros', dispone el Corán 42, 14/15. Y en menos que se tarda en contarlo, la realidad ha dado un vuelco, resulta que las víctimas son los verdugos y responder a una agresión brutal, punto de partida de otras venideras, constituye un crimen: '¡La guerra es el terror!'. '¡No a la venganza!', repite buen número de exponentes de la opinión musulmana (con bastantes corifeos entre nosotros). ¿Qué hacer tras lo ocurrido el 11-S? Nunca se plantean la pregunta.

No obstante, por debajo que la espectacularidad de esa cohesión religiosa, que los medios de comunicación difunden y reflejan a escala mundial, y del reconocimiento de un riesgo efectivo de que a partir de la previsible en Pakistán tengan lugar explosiones integristas en cadena, resulta preciso insistir en que la crisis actual tiene su origen en una concepción minoritaria, o todavía minoritaria, que de triunfar conmovería el funcionamiento de las sociedades musulmanas hasta ahora existentes. El infierno pseudoislámico sobre la tierra propugnado por los hombres de religión saudíes y puesto en práctica por los talibanes supondría un retroceso enorme en las formas de vida y de cultura hoy vigentes en el mundo árabe. El islam histórico y real es algo mucho más rico y complejo que el ideario rigorista y arcaizante esgrimido desde hace dos siglos por unos beduinos guerreros con el propósito de devolver las sociedades musulmanas -y dentro de ellas con particular intensidad a la mujer- al tiempo 'de los piadosos antepasados', a un mítico siglo VII cargado de violencia, así como de miseria cultural y económica.

Ni siquiera es homogéneo en el islam el campo de los llamados fundamentalismos. A la luz de lo sucedido, se hace posible entender por qué desde la República islámica iraní se sucedían las críticas frente a un régimen intransigente y represivo como el talibán, o contra la carga de violencia de un wahhabismo proclive al terror -ellos tuvieron que sufrirlo con el sangriento atentado de Mashhad en 1994- y también, aunque parezca sorprendente el juicio viniendo de los ayatolás, a una subordinación intolerable de la mujer. A pesar de la retórica sobre el Gran Satán americano y el rechazo de la occidentalización en las costumbres, el papel conferido a la interpretación creadora del Corán en el shiísmo abría y abre en Irán un cierto espacio a las formas de vida modernas y al cambio histórico. No ocurre lo mismo con el fundamentalismo sunní, que para combatir al gran enemigo que son las concepciones y los usos occidentales se encerró cada vez más en el mito de la recuperación de los orígenes. Quedó así trazado, desde los Hermanos Musulmanes egipcios al FIS argelino y al renacido puritanismo wahhabí, el descenso hacia el callejón sin salida de oposición visceral a la modernidad y a la democracia, y de recurso al terror.

Los mensajes de Osama Bin Laden a partir del 7 de octubre esclarecen en este sentido el significado de la crisis. Aunque cargue los hechos en la cuenta de Alá, ya el primero suponía un innegable reconocimiento por su parte de la responsabilidad en los atentados: ningún musulmán adoptaría la fórmula de haber sido otro el instrumento de la omnipotencia divina. Ni Al Yazzira le hubiese reconocido el papel estelar. Frente a la grandeza triunfante de Alá se alzaban los crímenes cometidos por la gran potencia de los infieles. Las coartadas más notorias son Palestina e Irak, pero resulta claro que estamos ante una amalgama donde lo que cuentan para la oposición irreversible a Estados Unidos son las raíces profundas del sufrimiento de lo que es 'nación islámica', y no nación árabe. El marco del enfrentamiento está envuelto en sacralidad: 'Humillación y desgracia', 'sus lugares santos profanados'. En modo alguno se trata de que no haya un compromiso justo en Palestina. Ésta es tierra sagrada del islam que no debe seguir la suerte de Al Andalus (sic) y por ello la criminal es la ONU que aprobó la partición en 1947.

Son las mismas ideas que venía expresando en los años noventa, con un objetivo central: poner fin a la profanación que significaba la presencia de infieles en el espacio sagrado de dar al-Islam. El enemigo judío 'ha violado la tierra islámica sagrada; el deber legítimo respecto de Palestina es la yihad mediante la cual la umma liberará ese territorio'. Frente a frente, la alianza 'judeo-cruzada' y el islam. Su fatwa de febrero de 1998 define lo que será el futuro al ordenar 'a todos los musulmanes, allí donde se encuentren en el mundo, que cumplan la imperiosa obligación de matar a los estadounidenses y a sus aliados, sean civiles o militares, hasta que su ejército vencido abandone las tierras del islam'. Se trata de una aplicación estricta del takfirismo, la doctrina que impone acabar con los infieles, los apóstatas y sus colaboradores. ¿Más claro?

Para Bin Laden, la causa del islam exige la reconstrucción del

poder perdido hace 80 años, al quedar expuestos a la dependencia exterior los territorios sagrados del Imperio Otomano, y eso sólo puede lograrse mediante la victoria sobre los enemigos, descritos en términos coránicos como 'los infieles seguidos por los hipócritas'. En otro mensaje, habla de los gobernantes musulmanes traidores que combaten 'bajo el estandarte cristiano'. Bush es nada menos que 'el jefe internacional de los infieles', y su país, 'el símbolo del paganismo mundial', con la consiguiente justificación coránica de su aniquilamiento. De no ser trágica la circunstancia, parecería un remake de los tebeos del Guerrero del Antifaz, versión musulmana. Y como conclusión lógica en esta guerra sin otro horizonte que la victoria definitiva, 'expulsando al infiel de la Península de Mahoma', la llamada al alzamiento de los creyentes: 'Cada musulmán debe levantarse por defender su religión'. Una nueva yihad, ahora en el marco de la globalización y sin reparar en el carácter criminal de los medios. 'La omnipotencia de Alá se manifiesta tanto en el bien como en el mal', escribió Ibn Taymiyya, el maestro al que siguen los integristas.

A estas alturas de la crisis puede decirse que el discurso de cruzada con gotas de western utilizado por Bush en los primeros días para consumo interno, amén de atender las expectativas de Bin Laden, provocó un considerable efecto bumerán fuera de Estados Unidos. Sirvió de aval a un pacifismo difuso, justificable en los primeros días cuando aún había dudas sobre la autoría de los atentados, y que en países como el nuestro dio alas a los supuestos progresistas que desde los años sesenta sostienen en el vacío una mentalidad antisistema dispuesta a celebrar toda catástrofe que pudiera recaer sobre Estados Unidos, sin atender a consideración humanitaria alguna.

Ha tenido que ser Osama Bin Laden quien con sus mensajes pusiera las cosas en su sitio, haciendo ver que la yihad está en marcha desde el 11 de septiembre sin posibilidad alguna de compromiso, que el Gobierno talibán es el protector del centro de decisiones terrorista y, en consecuencia, que la respuesta bélica de EE UU y de sus aliados es sólo eso, la arriesgada pero inevitable réplica a la agresión exterior realizada en nombre de una concepción retrógrada del islam. Un reto planteado por medio del terror ejercido a escala universal. Aun cuando algunos sigan sin querer verlo.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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