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Policías de EE UU se niegan a interrogar a inmigrantes de forma indiscriminada

Los agentes se niegan a interrogar a unas 5.000 personas 'sospechosas' por ser inmigrantes

Enric González

Andrew Kirkland, el jefe de policía de Portland (Oregón), se ha convertido en un héroe para los defensores de las libertades civiles en Estados Unidos. Kirkland fue el primero en negarse a cumplir una orden del Departamento de Justicia según la cual unas 5.000 personas originarias de Oriente Próximo debían ser interrogadas 'dentro de las investigaciones iniciadas el 11 de septiembre', pese a no estar relacionadas con ningún delito. Para Kirkland, esa orden vulnera las leyes contra la discriminación racial. Le siguieron otros como John Leavitt en Tucson (Arizona) y Charles Wilson en Detroit (Michigan). Mientras en Washington se recortan derechos básicos, las leyes estatales y las policías locales parecen el último bastión de sensatez.

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Países:: Estados Unidos
Tema:: La primera gran crisis del siglo

'Las leyes de Oregón no nos autorizan a interrogar arbitrariamente a personas por el hecho de ser inmigrantes', afirmó Andrew Kirkland el pasado martes. 'Si el FBI nos indica qué crimen ha cometido esta gente, o qué crimen podría cometer, reconsideraremos nuestra decisión', añadió. Michael Mosman, fiscal federal de Oregón y representante del Departamento de Justicia en el Estado, indicó por su parte que los interrogatorios solicitados por Washington eran 'legales', pero apoyó la decisión de Kirkland. Numerosos jefes de policía en ciudades de California, Arizona, Michigan, Washington y otros Estados se oponen también a cumplir las órdenes de Ahscroft. Una portavoz del FBI, la policía federal, anunció que en esos casos serían sus propios agentes quienes interrogaran a los inmigrantes.

John Ashcroft, el fiscal general (ministro de Justicia y máximo responsable policial) de George W. Bush, pertenece al ala más derechista del Partido Republicano. Se opone al aborto y a los derechos de los homosexuales, y apoyó la segregación racial en las escuelas cuando fue fiscal y gobernador en Misuri. Algunas de sus órdenes, como la de batir los barrios musulmanes e interrogar a unos 5.000 inmigrantes procedentes de 'países relacionados con el terrorismo', son coherentes con su pasado.

Pero Ashcroft no está solo. Aunque el Congreso le ha convocado para interrogarle sobre la orden presidencial de crear tribunales militares para juzgar a presuntos terroristas, los legisladores disconformes con la furia del poder ejecutivo, en minoría, se muestran impotentes. En algunos casos, los parlamentarios van más lejos que el propio Ashcroft. Sólo una enorme presión de los centros académicos impidió que la senadora demócrata Dianne Feinstein, de California, presentara esta semana una propuesta de ley para prohibir la entrada a Estados Unidos de todos los estudiantes extranjeros, al menos durante seis meses.

La ley antiterrorista aprobada por el Congreso después del 11 de septiembre, a iniciativa de Ashcroft, incluía en su versión final varios artículos que recordaban expresamente el deber de respetar 'los derechos civiles de todos los americanos, incluyendo los árabes americanos y los musulmanes americanos'. Eso no se está cumpliendo. Un ejemplo es el de Haitham Bundakji, un ciudadano de origen jordano con 33 años de residencia en California y asesor religioso de la policía del Condado de Orange, incluido en la lista de los 5.000 sospechosos de Ashcroft. Bundakji está pensando en abandonar el país.

'No quiero vivir en un Estado policial; la mayoría de nosotros abandonamos regímenes no democráticos en Oriente Próximo y ahora encontramos lo mismo aquí', declaró Bundakji a The New York Times. Decenas de musulmanes 'están vendiendo sus negocios y sus propiedades y se van' por miedo al acoso policial y al odio de sus vecinos, indicó a su vez Bassam Mahdawi, director del diario californiano en árabe Al Watan. Incluso las donaciones a organizaciones caritativas, obligatorias según la religión musulmana, han caído en picado: los ciudadanos temen que cualquier limosna a una entidad con nombre árabe les acarree la visita del FBI.

El miedo entre los musulmanes se acrecienta por el secreto que rodea a las detenciones, practicadas casi siempre bajo la cobertura de presuntas infracciones de los reglamentos sobre inmigración. Siete parlamentarios enviaron una carta a John Ashcroft en la que exigían saber el nombre y el paradero de los 1.182 detenidos (la cifra fue revelada por el Departamento de Justicia el 5 de noviembre; no ha habido más datos desde entonces) en torno a los atentados del 11 de septiembre. Uno de los firmantes, el senador demócrata Russ Feingold, indicó que 'lo mínimo' que podía hacer el Gobierno era 'entregar una lista de quiénes están retenidos y por qué'. El Departamento de Justicia les ha respondido esta semana, por escrito, que el Servicio de Inmigración y Naturalización no ofrecería ningún dato 'para no invadir el derecho a la privacidad' de los detenidos. Un párrafo más abajo se ofrecía una explicación menos cínica: 'La publicación de las identidades de esos individuos y su paradero podría tener un impacto negativo en la investigación'.

John Ashcroft, fiscal general de Estados Unidos.
John Ashcroft, fiscal general de Estados Unidos.ASSOCIATED PRESS

La CIA tuvo a Bin Laden a tiro

En septiembre del año pasado, la CIA tenía perfectamente localizado a Osama Bin Laden. Desde una pantalla en Langley (Virginia), sede central de la organización, se seguían en directo las visitas de Bin Laden a los campos de Al Qaeda en Afganistán, gracias a la retransmisión efectuada por aviones teledirigidos Predator, y se contemplaban ensayos con explosivos y con armas químicas lanzadas contra cabras y asnos. El entonces presidente, Bill Clinton, ya había dado la orden de acabar con Bin Laden, acusado de organizar los atentados que en 1998 destruyeron las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania. Pero no se hizo nada. Los Predator no disponían de armas (actualmente van equipados con misiles), nunca fue posible predecir el paradero del jefe de Al Qaeda con cuatro horas de antelación (el tiempo necesario para disparar un misil Tomahawk desde un buque en la zona) y varias disputas burocráticas acabaron paralizando los vuelos de espionaje. Justo un año después se produjeron los hechos del 11 de septiembre. El diario The Wall Street Journal reveló ayer los detalles de la fallida operación, organizada conjuntamente por la CIA y los jefes de Estado Mayor durante la primavera de 2000. La CIA consiguió que Uzbekistán prestara, en el mayor de los secretos, un pequeño aeropuerto como base de varios aviones Predator. Los aviones eran propiedad militar, con un precio de 2,5 millones de dólares (unos 460 millones de pesetas), pero su uso correspondía a la CIA. Eso provocó el primer problema burocrático: ¿a quién correspondía pagar en caso de que uno de los Predator se estrellara o fuera abatido por los talibanes? Ninguna de las dos partes quiso hacerse cargo de la factura. Luego surgió otra disputa: ¿quién cargaría con las culpas en caso de que finalmente se disparara contra Bin Laden y se matara a inocentes? La CIA tenía muy presente el error que causó la destrucción de la Embajada china en Belgrado, y no quería más rapapolvos. Clinton, por su parte, exigía que no hubiera daños colaterales. Con la llegada del mal tiempo, a principios de octubre, se dispuso de la excusa para cancelar los vuelos y acabar con los problemas en los despachos de Washington. Pocos días después, el 12 de octubre de 2000, se produjo el ataque terrorista contra el USS Cole en Yemen. Cuando los Predator volvieron a sobrevolar Afganistán, hace dos meses, no consiguieron ya ninguna imagen de Bin Laden.

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