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Kabul, sin luz

Pese a los cortes de electricidad y el frío, la población de la capital afgana recupera poco a poco la calle y la esperanza

Ángeles Espinosa

Kabul lleva 24 horas sin electricidad. Nada extraordinario. Lo milagroso es que algún día se encienda la luz después de dos décadas de guerra. Los afganos están preparados con linternas, velas y una alta dosis de resignación. Pero el corte se ha notado más esta vez porque ha deslucido la primera emisión de la reinaugurada televisión afgana, todo un acontecimiento en un país en el que durante los pasados cinco años los talibanes no permitían la más mínima diversión.

'Nada más llegar a casa encendí el televisor y aún llegué a tiempo de ver 10 minutos de canciones', cuenta Abdul Latif, un administrativo de Ariana, la compañía aérea nacional que hoy se encuentra totalmente inoperativa. Para entender su entusiasmo hay que saber que durante los últimos cinco años Latif, como el resto de los afganos, sólo ha escuchado música y visto la televisión de forma clandestina y arriesgándose a un severo castigo. 'Sacamos la televisión al patio', añade como prueba de la conquista.

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Muchos creyeron que la repentina conexión de miles de receptores podía haber provocado el colapso de la precaria red eléctrica afgana. Pero la avería parece más grave. Se ha producido en la central eléctrica de Sarobi, muy cerca del lugar donde cuatro periodistas fueron asesinados el pasado lunes, por lo que no se descarta que se trate de un sabotaje.

Sin luz, no hay agua caliente y, en muchas casas, ni siquiera fría. La gente se asea con baldes. Y la temperatura desciende por debajo de cero durante la noche. A falta de calefacción, un té o una sopa caliente son la única forma de evitar el entumecimiento. Estas duras condiciones que ahora descubren cientos de periodistas llegados para informar sobre el cambio de régimen, han sido el pan de cada día para los afganos durante 22 años. En las zonas rurales, ni siquiera ha llegado la electricidad.

Kabul de noche resulta siniestra. Las bombillas de las pocas casas que disponen de generador proyectan una luz mortecina. En las plazoletas y cruces importantes, los soldados de la Alianza del Norte realizan controles aleatorios de los viandantes. Hay toque de queda. Pero horas antes de que entre en vigor, todo el mundo se ha ido ya a sus casas. Esta ciudad hace mucho que no sabe lo que es la vida nocturna.

Ahora, durante el mes de Ramadán, la llamada del almuédano a la oración del Magreb se convierte en la señal para que miles de bicicletas pongan rumbo a casa nada más caer el sol. Apenas hay coches privados. Los mismos guardias de tráfico con el uniforme descolorido siguen regulando el caos de camionetas, taxis y carros. Han desaparecido, eso sí, las talibancas, las camionetas descubiertas desde las que los talibanes imponían su peculiar interpretación del islam. Sus temibles agentes para la prevención del vicio y la promoción de la virtud también han evacuado el hotel Ariana.

Poco a poco la población está recuperando la calle y tanteando hasta dónde llega la nueva libertad. Un puñado de fotógrafos ha sacado sus viejas cajas negras a la calle y ofrece sus servicios en Charahi-e-Sadarat. Un muchacho vende canarios en plena calle. Y las mujeres se aventuran a ir solas al mercado. Para el visitante tal vez no sea mucho. Para los afganos es como volver a respirar.

Unos niños miran a través del escaparate de una barbería, en Kabul, muy concurrida tras la caída de los talibanes.
Unos niños miran a través del escaparate de una barbería, en Kabul, muy concurrida tras la caída de los talibanes.REUTERS

'No la molesten'

Sólo han cambiado los turbantes por los tradicionales gorros de Chitral. El desorden y la burocracia son muy similares a los de sus predecesores talibanes. Los hombres de la Alianza del Norte han ocupado las oficinas y despachos de los ministerios de Kabul, pero les falta el sello. Usar el sello del Estado Islámico de Afganistán, del que es presidente Burhanuddin Rabbani, tendría connotaciones políticas peligrosas.Al menos ése es el problema para expedir con diligencia un visado de entrada a los periodistas que han llegado a Kabul por la carretera de Jalalabad. De momento, a falta de papel timbrado de la nueva autoridad, los recién llegados utilizan los impresos del Emirato Islámico de Afganistán, nombre con el que bautizaron al país los talibanes, y ni siquiera se molestan en tacharlo. 'No había nadie al otro lado del puesto fronterizo paquistaní de Torjam', explico al funcionario que me pregunta rutinariamente por qué no tengo visado. No parece inmutarse. Cuarenta dólares y tengo en mi poder un visado de un mes, un permiso de salida del país y una inscripción en darí en mi pasaporte que dice 'No la molesten'. En el Ministerio de Exteriores, en la misma sala en la que los talibanes instruían a los periodistas sobre sus normas, los hombres del fallecido Masud, jefe de la Alianza, dan ahora acreditaciones a los periodistas. Poco ha cambiado. La misma alfombra, los mismos muebles, los mismos cuadros. Ha desaparecido el ordenador y en su lugar hay una máquina de escribir. A las mujeres ya no se nos exige cubrirnos la cabeza con un pañuelo.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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